Y seguimos pidiendo la palabra: RODILLAS MOJADAS
¿Te acuerdas el día en que llovió tan fuerte que se nos mojaron las rodillas?
No tengo claro como empezó, los primeros recuerdos parten de tu cama, tenías un genio de los mil demonios y nuestra primera actividad fue dormir. Como si fuera algo mágico despertamos felices, preparaste la comida simple y deliciosa de siempre, comimos y regresamos a la cama.
Ese día, te entregué todo lo que era y todo lo que tenía.
Ahora que todos estos recuerdos se proyectan en palabras como la luz del sol en una superficie irregular, puedo decir orgullosamente que, esa primera vez no duró cinco minutos, también de que, esa primera vez fue con la persona que más amo.
Sin duda, no fue la mejor, pero en definitiva la más memorable.
Nos entregamos hasta el hartazgo y una vez agotados, salimos de aquel escenario aún tibio.
La lluvia caía incesante, gota tras gota, mojando todo. Caminamos tres largas cuadras, refugiándonos bajo las ramas de los altos árboles caducifolios de aquel largo camellón. Cruzamos la calle llena de pequeños charcos profundos. Escuchaba el rugir de los motores, las gotas cayendo, las hojas volando y tus quejidos sobre que tan mojados estaban tus tenis.
El camión llegó, justo a tiempo para cubrir el inmenso chorro de agua estancada que un auto acababa de salpicar en nuestra dirección.
Subimos y escogimos nuestros lugares. Teníamos frente a nosotros un recorrido de veinte minutos.
Platicábamos sobre cualquier cosa, dejando salir repentinamente un par de esas que sólo los amantes, los enamorados y los locos –a los que se les puede encontrar como iguales- entienden.
Sentíamos las piernas entumirse y temblar de cansancio, el abdomen todavía apretado, tus brazos agotados envolvían mi cuerpo exhausto y feliz, yo me recargaba en tus clavículas delgadas y perfectas.
Cuando tuvimos que cambiar de camión apenas pudimos levantarnos, bajar, subir y volvernos a sentar. Recorríamos la misma calle por donde se precipitaban gotas convertidas en torrentes.
Llegamos. Conforme caminábamos por esa calle inclinada, nos íbamos mojando cada vez más, en esta ocasión, de afuera hacía dentro.
Recuerdo que me cargaste y dimos vueltas hasta casi acabar en el suelo empapado.
Doblamos a la izquierda ya era visible ese portón blanco.
Teníamos las rodillas mojadas.
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Aranza