LOS COMENSALES DE LA ABUELA TEODORA
El silencio o el murmullo de los viejos ronroneaba incomprensible. Abrieron los cercos de las casas vecinas porque había llegado gente de muchas partes. Los niños fuimos acomodados lejos de nuestros padres, al cuidado de la tía Maura. Mi prima Claudia lloró, temblorosa y salada, durante las tres horas que duró la comida. Parientes desconocidos que llegaron de pueblos impronunciables improvisaron una gran mesa con tablas y tambos debajo del almendro, donde en vida la abuela había pasado los días esperando el regreso de su madre. Sobre la mesa extendieron un mantel blanco y sin costuras. Otros comensales fueron ubicados en mesas pequeñas, entre las plantas del jardín, y algunos más tuvieron que acomodarse a la vera del camino.
Cuando la gente está triste los gatos chillan. Por todos los rincones las voces se deslizaban, sin adelantarse ni parar. Desde hacía una semana la luna tenía casa. Dijeron que era la bruma, pero resultó ser la muerte. Era como estar diciendo algo de memoria, porque todos arrugaban el seño para acordarse. El viento caliente, el viento del sur siempre pasa entre los pies porque es un viento cansado de viejo que está. Hay muchos que se mueren sin haberles llegado ese viento, son los que no tienen la gracia. Para todo nacemos con gracia, pero hay unos que no hicieron lo de su propio bien y por eso se les retira todo lo que se les había regalado cuando vinieron a este mundo. Esos son los desgraciados. Otros hablaban de las calamidades y dejaban de comer para no interrumpir sus largas conversaciones. Yo no entendía cómo atajaban la plaga de langosta con sábanas blancas alrededor de las milpas. Nunca vi una langosta, pero mi madre me decía que llegaban como nubes negras y se comían todas las plantas hasta dejar los puros troncos de los árboles. Era el tiempo de las calamidades cuando se murió mamita Márgara. A ella quiso mamá Teodora que la enterraran. En la noche después del entierro, se vino el ruido, primero como si viniera muy lejos un tropel que poco a poco vino acercándose. Era como una fierramienta y como lumbre. Recogidos en sus casas, todos oían cómo Dios iba retirando del campo el sustento, era el castigo de la calamidad. Los gallos cantaban a toda hora.
Nadie más que la tía Victoria podía entender lo que la abuela balbuceaba. En las tardes de marzo, cuando las gardenias explotaban olorosas a lo largo del cerco, la abuela dormía en su poltrona de cuero crudo y soñaba que veinte perros venían a su casa, movidos por una especie desconocida de rabia. La tía Victoria se acercaba a escuchar su sueño mientras las moscas bullían en torno. Decía la abuela que en el momento más imprevisto su madre iría a aparecer al final del camino, levantando una larga y blanca tolvanera a su espalda. Mientras tanto el sueño de los perros proseguía, cada vez más babeante y estruendoso. La brisa de las cinco se anunciaba en las ramas del almendro y el miedo de la abuela escurría en abundantes sudores. La euforia de los pijules y los pepes hartaban la paciencia de la tía Victoria, que enloquecía gritando maldiciones.
Después de muerta mamita Márgara, la abuela decidió pasar los días bajo el almendro vigilando el camino. La tía Victoria fue destinada a cuidar que la espera no tuviera contratiempos. Algunas noches se escuchaba un arrastrar de ramas en el patio. La abuela pronunciaba oraciones incomprensibles frente a la llama de una vela. Luego cantaba con una voz aguda y temblorosa hasta que amanecía. Eran esos días en que la abuela lloraba por todo y caminaba ansiosa por los rincones del solar buscando animales que fueran sospechosos de malhora para matarlos. Todos la vigilaban de lejos pero nadie debía detenerla. La abuela no descansaría de enderezar lo que estuviera torcido en su casa. Esa fue la razón que la movió a envenenar gatos, regalar gallinas, mandar a talar los tamarindos y arrancar los floripondios, porque no fuera a ser que otra calamidad llegara. Entre lánguidos gritos a su madre se dormía la abuela. Y nunca sonrió hasta el día de su muerte.
Casi a la media noche se vino la tormenta. Mi madre dijo que era el llanto de San Isidro, porque la abuela Teodora se había muerto el día de su víspera. Los parientes fuereños se encargaron de cubrir con lonas todo el patio y el jardín. Contra la furia del viento instalaron los puntales, desenrollaron los lienzos alrededor del almendro, cuyas ramas quedaron encima de ese techo color de arena. Todas las tías, con vestidos blancos estampados de negro que desde hacía dos años se habían confeccionado y que apenas ahora estrenaban, se encargaron de evitar cualquier desorden, incluso cuando el azote del agua sobre las lonas se imponía en todos los corazones.
El viento alborotaba los árboles de la huerta y Elpidio, que había empezado a tomar desde que supo del fallecimiento, montado a una palmera gritaba que había llegado la muerte para llevarse a Teodora y que mamita había aparecido en la hora de la hora. Y cada quien estaba en su lugar, oyendo ese canto entreverado con el viento y el aguacero.
La mujeres seleccionaron los ingredientes esa misma tarde. Sacaron de la bodega los costales de chiles anchos, mulatos, pasillas, serrano seco, guajillos; tía Maura los desvenó y puso a remojar para molerlos con tomates, cebollas y ajos que pelaron y asaron las muchachas; tía Victoria trajo los pomos de pimienta, clavo, comino, anís y canela; mi madre molió el cacao con esencia de vainilla, frio plátanos machos y pasas, almendras y ajonjolí, tostó tortillas y michas. Luego a los niños nos durmieron en unos petates extendidos en la sala, y ellas se encerraron en el caidizo a cocinar durante toda la madrugada, mientras los hombres tomaban té de piña con aguardiente debajo de la lona, del almendro, de la lluvia.
Nadie ignoraba las minucias más sutiles con que iba tranformándose el sueño de los perros, cómo la abuela ya había tapado todos los portillos y ponía a hervir agua para que el vapor ahuyentara a las fieras; pero los animales de Dios se multiplicaban y engordaban de furia, negros y lustrosos, y la abuela se estremecía repitiendo hasta el cansancio sus oraciones, cantando desde el fondo de su conciencia. Nadie pasaba por alto que el sudor de la abuela y su inútil vista arreciaban los tiempos y que le era cada vez más difícil pelear en el sueño.
Al final del camino aparecían los viajeros previstos, las cuatro corridas diarias del autobús, los comerciantes anunciando su mercancía en roncos altavoces, lugareños en sus trabajos, las vacas en el verano, los burros en el invierno y los visitantes de la abuela, quienes sólo se dirigían a la tía Victoria para que ella les contara, entre sorbos de café en enero y tragos de agua fresca en junio, la forma en que los perros seguían rondando la casa y se asomaban por las rendijas con una furia suplicante. El miedo de la abuela también era deseo y su mirada permanecía, el poco tiempo en que tenía abiertos los ojos, pendiente del camino, aunque no vislumbrara más que un resplandor y fuera la tía Victoria quien le dijera sin mentir todo lo que veía llegar.
La abuela escuchaba sin entusiasmo cómo entraban y salían personas con nombre y apellido. El grito de algún pregonero y la música de las rocolas daban a los días un tono desesperante. A veces la tía Victoria tenía el humor de contar los pájaros que atravesaban de un lado a otro en las mañanas de primavera o describir las figuras que trazaban los galambados en el cielo de noviembre. La abuela reprobaba invariablemente lo dicho por la tía Victoria, indicando que aún no aparecían las señales esperadas. Nunca se supo cuáles eran. La madre de la abuela llegaría pero sólo la abuela sabía cómo. Se trataba de una promesa de cuando mamita Márgara estaba agonizando, de una vieja encomienda que la abuela no pudo cumplir entonces. La tía Victoria sabía el secreto, la culpa de la abuela y la manera de alcanzar la expiación.
Y decía la tía Victoria que la abuela esperaba a su madre vestida de blanco, sólo porque así convenía, sólo porque la blancura lograría resplandecer ante sus ojos. Pero ninguna mamita Márgara de blanco apareció a no ser por la que dijo mirar la tía Victoria aquella tarde, cuando la anciana madre de la abuela Teodora apareció en todo su resplandor al filo del horizonte, avanzando apresurada de suerte que nadie pudiera verla aunque había suficiente luz. La abuela prolongó su sueño los tres últimos días, pues los perros lograron entrar a la casa y ella tenía que alimentarlos hasta que se acabara toda su despensa. Fue entonces que, al no poder hacer más contra la jauría, la abuela salió al encuentro de su madre. Mamita Márgara se hundió en el cuerpo de la abuela como una piedra en el agua y dejó un ramo de azahares, gardenias y jazmines en su regazo. Tras ver ese ramo, la tía Victoria acomodó el rostro de la difunta entre unos cojines y miró que en lugar de fastidio, una sonrisa casi impertinente había en su boca. Tan pronto murió la abuela Teodora enviaron mensajeros a lugares distantes, de manera que, al salir el sol, no faltaba ningún pariente. De la sierra y la costa los vimos llegar en lanchas por el río, en camiones y a caballo por el camino, y desfilar frente el cuerpo de la abuela Teodora como si quisieran desengañarse de su muerte.
Fue la tía Maura quien recomendó el guisado de mole dulce, el preferido por la abuela. La tía Victoria aceptó como si no tuviera importancia y entonces encargaron los ingredientes que faltaban en los zarzos y debajo del fogón. Dispusieron que las mujeres se encerraran en el caidizo, donde siempre se cocinaban las grandes comidas de las bodas, cumpleaños y días de muertos. Cercaron el lugar con láminas que le impedían a cualquiera asomarse y darse cuenta de la manera en que iban combinándose los olores de las especias y los chiles en la manteca. A través de las vigas del techo, el humo se escapaba para deambular entre los dolientes y acompañantes que jugaban en distintos grupos. Mientras cocinaban, las mujeres no cesaban de cantar un canto triste y alargado que los gallos acompañaban desde sus oscuros rincones.
La mañana del banquete, dos grandes pailas rebosantes de mole dulce fueron trasladadas del caidizo al pie del almendro. En todas las mesas pusieron cazuelas colmadas de arroz blanco con azahares, gardenias y jazmines. Como por una obligación que todos sabían de antemano, cincuentaitantos parientes lloraron alrededor de las pailas, reflejando su rostro en la gruesa capa de grasa que flotaba sobre la salsa roja y oscura; y yo, a mis seis años de rigurosa inocencia, sólo lloraba por sentirme libre de hacerlo, sin que nadie me lo impidiera.
El llanto fue refrescado por momentos en que todos murmuraban oraciones, cada uno en postura cabizbaja, tratando de hablar consigo mismo. Luego se desató un rezo unánime que duró más de una hora. Pero no vi yo el cuerpo de la abuela desde la tarde del día anterior, cuando corrí tras mi madre después de que se enteró de la muerte.
Alrededor de las mesas, los gatos maullaban mirándonos fijamente. La tía Victoria formó a los parientes en orden genealógico y a cada quien decía en el oído una frase que nunca entendí. Mi madre fue la primera en servirse un bocado de carne impregnada de salsa. Nadie reía ni se apresuraba a comer. Todos, sin mirar a los demás, degustaban la espesadura, la grasa, las hebras de carne que en sus bocas iban deshaciéndose, tan pausadamente que podían discernir con el paladar cuál era el anís, cuál el chile pasilla, cuál el cacao, cuál la abuela...
Debíamos hacerlo por nuestro bien y para evitar calamidades, a pesar de las lágrimas y molestias digestivas, difíciles de aludir so pena de reproches y sonoros reprendimientos. Fue mi madre quien me lo dijo: la abuela Teodora les recordaba siempre a todos sus hijos que si los muertos eran comidos por sus parientes, ya no tendrían que vagar en el aire, penando sus almas, como le había sucedido a su madre, mamita Márgara, por su desobediencia.