Y seguimos pidiendo la palabra: DOS O TRES AÑOS
Entrelacé mis manos y bajé la cabeza como si no supiera que eso no disimula nada. Ya se me había acabado la firmeza. Yo quería que habláramos en la cantina pero él estaba dispuesto a avergonzarme. Aunque ya no podía mirarlo de frente, pude hablar entre dientes: “Qué te da derecho a decirme cuáles son mis obligaciones y las preocupaciones que debo tomar en serio.” Pero él no paró de batirme las orejas hasta que me convertí en una pila de mierda. Como usted me lo oye, compadre Constancio, era yo una mierda de padre frente a mi hijo que no paraba de referirme lo que la gente dice de mí. A mí no me importa que todos se sepan el evangelio de mi vida. Pero que éste güevos hueros me lo venga a echar en cara, me rompe la dignidad.
Tengo mis sesenta y siete años, he sido un hombre sin remilgos, no conozco el miedo y nadie me ha pisado la sombra hasta que éste infeliz me trajo a su casa. Todo porque él me da para mi sustento. Si yo hubiera sabido que sólo quería encerrarme como al perro y al gato por la comida, le hubiera mandado a decir que yo ya estaba muerto. No sabe él que para yo estar con el ánimo despierto necesito de cuerpos jóvenes que me repongan los años perdidos.
Él no ha sabido más que de obligaciones en su vida. Pero como yo le digo, compadre, ya nada más me quedan dos o tres años para irme al cielo. Ya no me hace falta traer dientes y el me dio el dinero para la dentadura. Eso no me beneficia, me estorba. Y yo decidí darle mejor salida.
Pues sí, de aquí a tres años, si no de aburrimiento, de necesidad me voy a morir. Soy muy feliz sin depender de nadie. Yo no hice nada seguro en la vida, ni siquiera vi crecer a mis hijos. A mí no me sentó ninguna mujer. Yo sentía que muy pronto se les acababa el amor y la juventud, por eso preferí dejarlas con todo, y así me limpié de ellas.
Nomás por esa idea, le digo, no hice nada, lo que se dice nada para pasar mi vejez. Todos quieren que me dé vergüenza, pero como ya le dije, yo ya anduve por muchos lados y lo que aquí llaman vergüenza en otros lados significa orgullo y todavía hay lugares donde no la conocen. Y como uno se anda acostumbrando a todo lo que ve, ahora la gente se me hace chiquita con sus cosas. Pero este cabrón que no hace mucho vino a saber que soy su padre, viene con pretensiones de ponerme en cintura. Por eso me voy. Hay otros lugares donde me puedo morir sin tantas dificultades, para llegar calientito a pararme delante de Dios y todos los santos.
Y ese mi hijo tan maricón que no sabe cuál es la obligación de los hombres… En otro tiempo, en otros lugares, así de bichos agarré yo por andar de verija alegre y siempre salí con bien. Tú sabes, allá para el sur ¿no has ido? Bueno, imagínate que en el sur la gente está más hecha al tiempo de antes y no se mata los bichos sino que ya son parte de ellos. Ahí los traen, ya no se rascan. Y te aseguro que no traigo ningún mal rastro de cuando sí andaba yo de chirrisco.
Y ahora, ya al punto en que se me acaba la vida, me andan poniendo riendas nada más por tantalear a las mujercitas. Qué daño hace uno, digo yo. Uno las busca por remediarse un poco y no perder la respiración. Viera que ellas, luego de ver el billetito, olvidan que uno ya es viejo, reseco y descolorido, casi un difunto. La verdad es que uno sí sabe emocionarse del puro olor, del sudor que les sale. Y le voy a decir, compadre, que el dinero de la dentadura se lo di a una señora morena, madre primeriza recién parida. Viera qué cuerpo tan durito, viera qué sabor de ubres dulces como si fueran panales. De nada me servía los dientes.
A uno se le acaba la vida, le repito. Cómo ponderarle a usted estas ganas de agarrarme a lo que sea, estas pinches ganas de no caerme. Dos o tres años, o menos, no importa, con tal de cumplir uno con uno mismo.