Y seguimos pidiendo la palabra: LOS RUMORES DEL CUERPO
La ciudad pasaba lentamente por las sombras de los edificios. El calor asfixia a los automóviles que buscaban banquetas desiertas, lejos de otros automóviles. El mar retrocedía pesadamente, con ojos nostálgicos la ciudad observa. ¿Por qué actuaba así la ciudad?
En invierno era diferente, existía el júbilo entre las personas que efectuaban compras de fin de año. Noche repletas de vino y velas y sonrisas y sexo pero, era verano, la ciudad amontonaba sin sabores ácidos en sus entrañas, semanas largas de fastidios, caras angustiadas, sudorosas, sucias.
Se arrastra pesada, lenta bestia; vuelve sus ojos al mar.
Sucedió que una mujer de un pueblo vecino llegó a la ciudad. Los habitantes detectaron el olor de su cuerpo, desde que cruzó por el puente que da la bienvenido a sus visitantes. Olor que recorría como sangre por las venas, las calles. Hacía calor, era domingo y en las iglesias sonaron las campanas de alegría.
En la habitación que era ya un jardín perfumado, su vestido largo de flores mutaba en una diminuta franela traslúcida. A contraluz, su silueta ruborizaba las mejillas del hotel. Bajó rumbo al malecón y una tierna caricia del aire se enredó entre su intensa cabellera negra hasta perderse. A cada paso suyo, salían las aves de las construcciones como de entre la selva. Los latidos de la ciudad delataban su excitación y vergonzosamente exhibía erectos sus edificios.
Mar adentro, vigorosamente agitaba el oleaje las ballenas con sus colas. Ciudad adentro, los habitantes miraban a sus mujeres con una lujuria tropical. Los labios de ellas empezaban a humedecerse, mientras sus lenguas mojaban sus otros labios.
La ciudad tensa, respira hondamente. Un rumor viaja encendido por su espina dorsal, llenando de asombro todos sus callejones.
Los cuerpos empiezan a sudar.
Ya en la playa, la mujer deja caer la diminuta franela. La arena la recibe y sujeta amorosamente. Entrando al mar desnuda, la lengua de una ola repta por sus muslos. El viento enloquece, la marea salvajemente la devora, devora la playa, la ciudad, a sus habitantes. Voraces peces mordisquean sus pechos. Besos, caricias, penetración y gemidos habitan al nuevo arrecife de asfalto.
El mar retrocede y avanza inmenso.
La mujer se perdió en el océano; los habitantes como peces fuera del mar, acarician el sexo de sus parejas. Se hizo leyenda lo que sucedió aquel día; los rumores del cuerpo de una mujer que cruzó el puente de una ciudad de un pueblo vecino.