Y seguimos pidiendo la palabra: AGUA LA BOCA: EL DON DE LÁGRIMAS DE UNA CEBOLLA, PARA LLORAR SIN PENAS
La cebolla (Rosa Chacel)
¡Oh blanca, dura y dulce, levantina,
del ajo castellano compañera!...
de sutiles camisas prisionera
tu intenso aroma en alta flor se empina.
Perla que sin estuche nacarina
bajo el bronco terrón húmedo espera
la dura azada que traerá certera
tu fresco cuerpo al aura matutina...
En la hoguera del hambre en que te arrojas
al rodar generosa de la mano
que regó tus liliales, verdes hojas
-y el vino junto a ti, y el pan, su hermano-
la sangre que arde en estas horas rojas
cobra su impulso y fuego soberano.
Había una vez una princesa que no podía llorar; su padre el rey estaba realmente preocupado, tanto como para tomar la drástica decisión de ofrecer su mano a aquel que lograra arrancarle a su criatura aunque fuera un par de lágrimas. Hubo quien se presentó con la princesa a contarle las historias más tristes y los chistes más jocosos, pero de sus aristocráticos ojos no brotaron lágrimas ni de risa ni de tristeza ni de compasión. Un corazón duro, sin duda… hasta que llegó el listo de todos los cuentos de hadas y se llevó a la princesa a la cocina -lugar totalmente desconocido para ella, por supuesto- y ahí la puso a picar cebollas en finos cubitos, en cuestión de un par de minutos la princesita era un mar de lágrimas y el ingenioso galán había entrado a la familia.
Y es que en verdad las lágrimas son un don que no todo el mundo aprecia; es insensato de todo punto tratar de tragárselas con orgullo, disimularlas y esconderlas con vergüenza pues las lágrimas suavizan y curan lavando el corazón, el alma y la perspectiva de los afligidos. Excepto cuando son provocadas por la risa, entonces hacen que todo el cuerpo se estremezca y que se llene la vida de locura... Sin duda el dolor y el gozo tienen liberadoras aunque extrañas maneras de tocarse en sus extremos.
La humilde cebolla, este planeta cristalino que pasa su vida llenándose de fuerza y sabor en las entrañas de la tierra, redonda, blanca y campesina sobrevive a los inviernos de todo el mundo alegrando los pucheros y dando cuerpo y estructura a los sofritos y salsas de las cocinas de prácticamente todos los pueblos. La primera tarea que le pone el maestro al aprendiz de cocina consiste invariablemente en picar cientos y cientos de cebollas hasta que perfeccione la técnica, además de quitase una monserga de encima, esta es una manera de probar el temple y la determinación del principiante, así que…sin llorar.
Así como a nosotros no nos gusta picar cebolla, a las cebollas tampoco les gustan que nadie las venga a destazar, dentro de su cuerpo lunar desarrollan una reacción química diseñada para disuadir tanto a los roedores que las desean como a los humanos que no podemos vivir sin ellas; cada una de estas perlas gigantes tiene preparada una buena dosis de partículas volátiles de dióxido de azufre, sulfuro de hidrógeno y ácido sulfúrico que lanzan con la fuerza de una bomba a las terminaciones nerviosas de los ojos y fosas nasales de aquellos que se atrevan a meterse con ellas, no es que vayan a ganar la batalla, pero al menos no se van sin pelear.
A mi parecer, lo mejor que podemos hacer por las cebollas para rendir homenaje a su belleza es freírlas en mantequilla hasta que tomen un color dorado oscuro, entonces, la cebolla se rinde, y su humor cambia completamente, ya no es irritante, sino dulce y amable, en ese momento podremos añadir un buen caldo de res o de pollo y unas hojitas de tomillo, perejil y mejorana; si la dejamos hervir con paciencia hasta que espese, tendremos una sopa de cebolla que la sabiduría del hedonismo francés ha encontrado maravillosa para calmar las desapacibles mañanas que suelen seguir a una buena noche de juerga. Que la amorosa cebolla sea con todos ustedes.