Y seguimos pidiendo la palabra: EL NEGRO
Iba a recostarse en el linde de dos bardas viejas del cementerio, pero decidió sentarse en una tumba para quitarse las espinas y bajar a una gruta, a la que sólo se puede llegar por una escalera de diez metros, hecha de palos de mezquite y clavos mohosos.
Al terminar la escalera encendió una veladora de vaso para iluminar el ataúd de su padre; siguió por la gruta de piedras oscuras, de arena suelta, donde se guarda la historia de tantos cuerpos, abandonados en las retiradas a perdidos entre balas y cañones.
Entró en una de las cuevas con la veladora casi apagada, y con el puñado de nervios que era el gato en su mano. Así, como todas las noches, los esperaba el ataúd azul con la veladora semiderretida en medio y, a un lado, una caja de madera podrida casi del mismo tamaño.
Luego de saltar sobre el ataúd y olerlo como de costumbre, el gato cayó al suelo, cansado de comer cucarachas voladoras, lagartijas y ratas de la calle.
El niño abrazó el ataúd cariñosamente, quedando con las mejillas cubiertas de moho.
Papá, ya llegué, nos tardamos porque el Negro estaba cazando ratas en la calle. Hoy te voy a invitar a la tumba de doña Lupita, una vieja que enterraron en la tarde…. Ha de sentirse muy sola, pues todavía no conoce a nadie, pero nosotros vamos a ser sus amigos. Se ve que es buena, mucha gente lloró en el entierro… Ya no les va a servir, ¿verdad?, no van a tener a quien regañar, ni de quien burlarse… Pero ya ves cómo es la gente… ¿Verdad que sí? Ha de ser de esas viejecitas muy platicadoras.
“¿Sabes?, Pedro es muy bueno conmigo, pero a veces se porta como loco… ¿tú crees? Dice que tengo que ir a la escuela para tener amigos de mi edad, no sabe que tú y el Negro son mis amigos… Hay que comprenderlo… ¿Te acuerdas del otro día que platiqué con don Jacinto, el de la tienda?... Me dijo que a los mayores hay que comprenderlos, porque ellos también hacen travesuras y meten la pata… Pedro mete mucho la pata, ¿verdad?... ¿Crees que se sienta culpable?... Sí debe sentirse mal por estar cuidando que ningún muerto se salga de la tumba, de tenerlos presos bajo la tierra hasta que el cuerpo se haga polvo.
“Lo que no sabe es que nosotros salimos de madrugada, cuando la niebla se esconde en los primeros rayos del sol y se confunden los árboles con las almas de los difuntos… Hay veces que se pone a inventar historias para contarlas a la gente que va a su casa a tomar café en la nochecita… Pero ¿sabes qué?, a Pedro no le gusta decir que lo visita la gente… Le da vergüenza que digan que tiene amigos muertos.
“Hoy en la mañana que me invitó a desayunar, llegó un señor con la botella de tequila en la mano. Pedro le pidió que se mar- chara y el señor no quiso, porque cuando toma los muertos lo persiguen… lo quieren matar, por eso se viene al cementerio. Aquí los muertos se sienten en su casa y no se enojan con él; Pedro puso su peor cara y vimos cómo el señor se retiró tirando el tequila a su paso, gota por gota en el sendero de cruces, hasta que se perdió en las tumbas de los miserables.
“El invierno está muy adelantado, afuera se siente el sudor helado correr por el cráneo, acompañado del dolo de las almas que se congelan y caen sobre nuestros rostros en forma de niebla… En este tiempo, el frío se detiene en los huesos, trae a los espíritus malos congelados que se te meten en el cuerpo y ahí se quedan hasta el verano, entonces sí, de los huesos salen los demonios y te cubren todita la piel, luego te salen manchas rojas que son la señal de muerte.
“Lo bueno es que a ti no te afecta, porque el cajón está bien cerrado y tiene colchón por dentro, además tienes tu traje negro y tus calcetines de lana… Me acuerdo cuando fuimos a comprarlos, hacía apenas un mes que había muerto mi mamá, ese día me compraste un helado y me contaste un cuento.
“¿Dónde está el Negro? Ya es tarde, me preocupas porque últimamente pelea con los perros que quieren ganarle las ratas… En la mañana uno le mordió una oreja, sangró bastante; con decirte que las hormigas le tenían rodeado todo el cuello, eran de esas hormigas azules que se toman la sangre como agua. Voy a buscarlo”.
Salió cuando la niebla había cubierto ya los espacios de la noche; después de caminar un buen rato, se detuvo en una tumba, se acomodó el cabello que le cubría los ojos y clavó su vista hacia el portal del cementerio. En una de las varillas se miraba un pequeño bulto negro; empezó a caminar en esa dirección sudando la angustia, se paró unos pasos antes y subió poco a poco su mirada. Cayó el sudor de la frente, atravesando sus pestañas hasta confundirse con las lágrimas que recorrían sus pómulos. El final de la varilla puntiaguda estaba cubierta de sangre, más abajo, el cuerpo del gato negro se balanceaba lentamente.
¡Negro!, bájate de ahí, hoy vamos a un lugar diferente, apúrate que ya amanece.
Una sombra se fue acomodando a su lado, lo miró y se marchó con paso lento, con la luna perdida entre los ojos, con un enigma más en el cráneo y una sonrisa triste en el rostro; se fue caminando entre los huizapoles y el quelite hasta detenerse en la capilla del cementerio. Subió al techo, a la par que contemplaba las cruces del horizonte.
Bostezó muy por encima de los muertos, se rascó la cabeza apuntando con los pies al cielo y se dejó caer en un silencio inaudito; fueron unos segundos de angustia, pero al fin sus huesos reacomodaron las piedras que se pintaron de sangre.