Y seguimos pidiendo la palabra: LA HOZ, EL PICO Y LA PALA
Como el de muchos niños nacidos antes de internet, mi primer acercamiento a la lectura fueron las fábulas. Mi mamá me leía los tres cochinitos, la caperucita, Hanzel y Gretel, Alicia y Pinocho.
Sus ilustraciones a color siguen en mi cabeza: Alicia siendo perseguida por los verdugos de la Reina de Corazones, el lobo destruyendo de un soplido la casa de los puercos, la nariz de la bruja en su hogar de pastel, Gepetto dentro de un cachalote.
Mi hermano era un recién nacido. Su primer acercamiento a la literatura fue la Baja Mil y el Súper Nintendo. Encerrado en su cuerpo infantil, era aventurero como Conan el niño del futuro y tenía poco que pedirle a la ficción.
En mi casa la promoción de la lectura tenía como objetivo calmarnos un rato. No había una intención cultural detrás de cada noche en que mi mamá y el Señor Conejo intentaban dormirme. En mi caso el deseo de leer fue como un carro. Al principio estaba nuevo, con la pintura brillante y los asientos oliendo a aroma de taxista. Con el curso natural de la niñez la pintura se fue rallando entre distracciones benéficas. Gracias a ellas logré no convertirme en el niño encerrado en su casa soñando con ser Tom Sawyer, mientras afuera los demás cazaban cachoras, se bañaban en los arroyos de agosto y se reían de los borrachos.
Por suerte salí y me bañé en los arroyos y maté cachoras.
Fue una bendición que la lectura no estuviera tan cerca en esos tiempos, porque así puedo recordar mis propias travesuras.
El carro de la lectura estuvo yonkeado por varios años, arrumbado y lleno de polvo. En la primaria, mi excelente maestra de español hizo encantador el abecedario y el uso de las comas a través de su sonrisa, pero de no ser por alguna gallina degollada o alguna rana que quería ser verdadera la lectura literaria hubiese sido nula.
En esos tiempos de María Mercedes y Chabelo, el buffet cultural parecía promover el cáncer de mi alma. Me salvaban de la muerte los chubascos, las playas y los cómics.
Cuando uno aprende a comer conscientemente puede dejar de comer mierda. Yo seguí comiendo mierda inconscientemente a través de la televisión, por quince años; alimentación desastrosa para un niño cuya mente apenas está creciendo. Por fortuna los Caballeros del Zodiaco, con sus batallas de dioses, las aperturas de sus paraísos y las caídas por los siete infiernos, eran como las nueces en la ensalada de verduras.
Podía conocer a Teseo a través de Aldebarán, escuchar la voz de Poseidón y ver morir a Sigfrid frente a Pegaso. Contemplar el sufrimiento del Ave Fénix encerrado en su ilusión, sobre la mano del Buda sereno en el nirvana. La rueda del Samsara es cruel y aduladora.
Fue hasta la secundaria cuando verdaderamente apareció el carrocero que me ayudaría a pintar el auto. La Mecca del rap lanzaba su grito a través de un caset. Escuchar Wu Tang Clan y Cypress Hill no podría ser peor que ver la tele. Hanzel, Gretel y Marimar podían esperar.
El rap se podía comentar entre mis amigos, escucharlo juntos. Podíamos aprendernos las canciones y sentir que la inevitable irreverencia de los jóvenes pasaba por entre nosotros, uniéndonos con un cable eléctrico.
Los libros arrinconados y sin lectores no eran comparables a la música que teníamos en la calle, en la bolita de la esquina. El formato verso sobre una letra cargada de bajeo retumbaba en mi corazón más que cualquier letra de José Luis Perales, llorando por la mujer que se fue. Las letras del rap iban directo al cráneo. Lanzaban cinco disparos para asegurar la muerte. Apología de las calles, aceleraba nuestro desprecio a la policía y al estado. Que tarde o temprano llegaría por su propia cuenta y con postre.
El rap no narraba las peripecias de un Prometeo sino de algo más cercano que los semidioses. Estando en la calle, la historia de las canciones se nos antojaba nuestra propia historia. Aunque mi sueño nunca ha sido tener un chingo de mujeres, una pinche mansión, mucha lana y un nuevo Mercedes, me ganaba la fuerza con la que eran pronunciadas estas palabras.
Escuchar Wu Tang Clan implicó un reto distinto. Había una cantidad de alusiones en sus letras que tuve que investigar por cuenta propia. Así leí sobre budismo, taoísmo, Malcolm X y la Nación del Islam. Me enseñó que en las calles de Nueva York los grupos étnicos, el afroamericano especialmente, encontraban necesaria la educación de su propia gente, mediante sus propios medios, mitos y filosofías, pues el estado del imperio divergía de sus raíces al punto de segregarlos.
También me di cuenta de algo más valioso. Que la educación que el estado no está dispuesto a darte necesitas encontrarla tú mismo, individualmente. Que las armas más poderosas no son el cuerpo policiaco, sino el veneno escondido en los programas de televisión, en la comida que nos venden y en las ideas con que nos vacunan. Con Wu Tang Clan no pensaba en el Mercedes Benz sino en volverme un sepulturero del propio estado mental en que me hallaba muerto, y del cual aun intento profanar completamente la tumba.
Abre tu propia tumba, decía RZA. Lázaro tenía que levantarse por sí mismo. Ya no había tiempo de esperar a que el cazador salvara a Caperucita del lobo. No hay oportunidad de evadir la muerte física pero sí una manera de evadir la muerte mental, la de tu espíritu. Por desgracia, siempre hay algo que emplasta nuestras tumbas, las remodela, rediseña y adorna con flores y chucherías. Aun así, siempre tenemos la opción de apagar la televisión y no leer a Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Ese sepulturero difería mucho de la imagen del rapero cubierto de joyas y manejando un convertible lleno de mujeres. No exhibía el placer de su posible éxito sino que convertía su música en un medio de educación. Había el mensaje básico de gobernarse uno mismo e identificar los propios vicios, como método más efectivo y comprometedor que el de culpar al estado o a cualquier otro ente de nuestra miseria.
Si no somos capaces de controlar nuestro propio estado mental no podemos esperar mucho del poder temporal que nos sea conferido, ya sea mediante el intelecto o la violencia. Dentro de cada cual se produce la lucha. No hay necesidad de ver armas en las calles para darnos cuenta que la guerra es unánime. Que hoy intentaré aniquilar al yo que había ayer en mí, o a los yo que me invaden.
Con Wu Tang Clan, especialmente con el grupo sepultureros, el mensaje era una alhaja. Una alhaja difícil de cargar. El esfuerzo debía ser mayor que el que se necesita para elegir a un candidato, meterse a una casilla y rayonear un pedazo de papel. El esfuerzo implicaba elegirnos y gobernarnos internamente, presidir nuestra patria íntima. Estar atentos de nuestras propias actitudes sin bajar la guardia ni dar concesiones a nuestra ceguera, sordera y mutismo.
No mirar al cielo buscando un paraíso, ni al suelo pensando en el infierno que está debajo. Ambos están en nuestras mentes y en lo que hacemos con ellas. Aunque es innegable que hay agentes físicos que provocan genocidios. Nuestra indulgencia con los dirigentes del mundo es también la indulgencia de nuestros actos, en escala. Las más de las veces no necesitamos ayuda de personas externas para matarnos constantemente o para ser viles.
Si bien es cierto que el campo está minado, somos nosotros los que damos el paso que aplasta la bomba. Somos nosotros los que tenemos que observar bien para no pisar una mina, las cuales casi siempre están florecidas y evidentes.
Por otra parte, necesitamos comunicar el poco conocimiento que tengamos. Y absorber el externo. Estar atentos.
Además del ritmo y las letras, de la idea del hombre como un guerrero y del mundo como un ajedrez, la metáfora del sepulturero es lo mejor que he encontrado en Wu Tang Clan, lo más perdurable.
Después de las referencias que tuve que investigar, la lectura de otros textos vino sola. Mi carro quedó recién pintado por el buen carrocero, y le hice una revisión completa, tanto al motor como a la transmisión, porque es inevitable que se raye la pintura, pero importa poco si aun puedes seguir conduciendo. A veces en primera, a veces en tercera.
Por supuesto que llegan libros a mis manos que no tienen que ver con los temas sobre despertar uno mismo y hacerse cargo de sí mismo, y los leo con gusto. Pero aunque pasen años en que me distraiga, regresa la música que me despertó el deseo de leer y cae como un ancla y como un guía, con su pala metálica a golpear mi tumba para que no me quede dormido.
El sepulturero aparece con su hoz, su pico y su pala para desmontar el terreno, quebrar la tumba y retirar los escombros.