Y seguimos pidiendo la palabra: VEREDA TROPICAL
La carretera se extiende interminable frente al coche y Juanjo escucha, desde atrás, la voz de su hijo:
‒Papá ¿falta mucho para la playa?
‒No lo sé, Manu. Depende cuánto tardemos en cruzar la ciudad y luego hay como docientos kilómetros. ¿Por?
‒Nomás. Es que me aburro. Ya quiero llegar con mis primos.
‒Mira por la ventana y cuenta los tsurus azules, ¿sale?
La carretera es una cinta que se pierde en el horizonte, recta y con pocos cambios: apenas alguna curva, más útil para cambiar el paisaje ante los conductores que para evitar obstáculos, prácticamente inexistentes en toda la ruta que los separa del abrazo que necesita recibir de su hermano, del ruido de sus tres sobrinos en competencia por lograr una atención difícil en una casa con límites difusos, la paciencia de su cuñada con lo que tenga de penitencia ‒o de coherencia a ultranza‒ por mantener a flote una familia como Dios manda, y las cajas y bolsas que llenarán el coche antes de seguir camino de la costa y el fin de semana largo que pasarán juntos por una celebración nacional que ya no identifica en un calendario que tampoco le importa.
Manu se asoma por la ventana y dice algo más que él responde en automático, sin prestar mucha atención pero acertando en los monosílabos que el niño espera como respuesta hasta calmarse y saber que su padre está ahí, con él y no otra vez encerrado en lo que sea que estuvo pensando estos días que lo ve tan callado y serio. Juanjo recarga la mano izquierda en la ventanilla y se lleva los dedos al bigote mientras sostiene el volante con la derecha: se calma, es un gesto de familia que su propio padre repite y su hermana comparte con ambos. Mira por el retrovisor y busca los ojos de su hijo. Le sonríe y el niño le corresponde; ya está: el vínculo profundo entre los hombres de la tribu sigue intacto: adivinan que seguirán callados muchas horas, que llegarán a casa de los tíos con Manuel profundamente dormido en el asiento trasero, pero que pueden decirse cualquier cosa tranquilamente.
Juanjo mira a su hijo adormilarse en el asiento trasero. El celular suena y, mientras se pone los audífonos acepta la llamada de un número que no está en sus contactos.
‒¿Bueno? ¿Tú pusiste un anuncio sobre un gato perdido?
‒Perdón, ¿quién habla?
‒Disculpa: soy la señora Gómez, tu vecina del treinta. Tú eres Juanjo, el del veintiuno y tienes un niño, ¿verdad?
‒Sí, soy yo. ¿En qué le puedo ayudar? ‒responde Juanjo mientras piensa que no sabe si la casa treinta está adelante o atrás de la suya o quién es la señora Gómez.
‒No estás en el altavoz, ¿verdad? Es importante que tu niño no escuche lo que te voy a decir.
No parece que Manu haya oído el teléfono. La cabeza le cuelga a un lado, apoyada en la ventanilla y un hilito de saliva escapa ya por la conmisura de sus labios.
‒Está bien. Dígame de qué se trata.
‒El fin de semana pasado mi hijo encontró a tu gato muerto y lo enterró en el jardín. Lo habían atropellado. Se lo encontró junto a la banqueta y no quiso dejarlo ahí tirado. Te quería avisar para que no lo busquen... y para que se lo repongas a tu hijo en cuanto puedas, ¡pobre!
‒Oiga, ¿pero cómo sabe que es mi gato?
‒En la foto sale en blanco y negro, pero era de rayas, ¿no? Un gato jovencito, como amarillo y naranja, ¿verdad?
‒Sí. Se llama Estopa y se perdió entre viernes y domingo.
‒Bueno, pues ya no lo busquen. Te digo: mi hijo lo enterró en el jardín el sábado pasado; me imagino que lo atropellaron la noche que te fuiste.
‒Pues sí. Gracias por avisar, entonces... 'ora a ver cómo se lo digo a Manuel...
‒No le digas nada, mejor. ¿Cómo le vas a explicar que lo mataron por tu culpa?
‒¿“Por mi culpa”, por qué?
‒Pus porque se te escapó, ¿no?
‒No se me escapó: fui a un velorio en la capital y ya no estaba cuando me fui.
‒Por eso, te fuiste sin saber dónde estaba y lo atropellaron esa noche, ¿verdad? El problema es explicárselo a tu hijo.
‒Sí, ése es el problema.
‒Espérate a que se le pase y acepte que se perdió y ya. ¿Para que lo entristeces con verdades que sobran, verdad? O bueno, yo eso haría, pero no sé: mis hijos ya crecieron. Te lo aconsejo como vecina, pero tú sabrás...
‒Sí, gracias. De veras le agradezco aunque sean malas noticias. Buenas tardes, vecina.
‒De nada. Hasta luego.
En realidad Juanjo no había pensado cómo manejar lo del gato si estaba muerto. Últimamente han perdido muchas cosas: lo dejó la novia, su madre está enferma y en silla de ruedas, la escuela no va bien porque Manu peleó en el patio y él se siente responsable de todo ello aunque no sabe por qué. Quisiera ahorrarle otro sinsabor, pero siente que no debe ocultarle cosas. Quizá la vecina tiene razón y es cuestión de tiempo que el niño olvide el asunto, o éste sea menos grave, antes de plantearse que conseguirán un gato nuevo y no dejarán que salga al patio ni a la calle por debajo de la puerta. Que todo estará bien; que todo está bien aunque estos días lo haya visto serio.
La voz de Manuel se despereza en el asiento trasero:
‒¿Quién era, papá?
‒Tu tía, corazón. Pregunta si queremos comer en casa o en el camino.
Un camión se abre a su carril y lo hace bajar la velocidad mientras comprueba que puede pasarse al del extremo izquierdo y rebasarlo. Lo pasa. Regresa al carril de en medio más adelante, y cuando empieza a imaginar qué hubiera opinado Marta se sorprende pensando que ya no importa.
‒ Ya. ¿Y qué vamos a comer?
‒ Dijo que hamburguesas.
‒ ¡Bien, rico! Me gustan las hamburguesas. ¿Te acuerdas el día que quise convidarle a Estopa y no quiso? ¿Por qué a los gatos no les gustan las hamburguesas, papá? ... ¿Tú crees que ya haya vuelto cuando volvamos a casa?
Juanjo mira a su hijo por el espejo retrovisor y le sonríe con los ojos mientras se encoge de hombros.