NAZI, MIENTO
Aunque yo era un niño muy limpio y bien portado, era un mocoso insolente. Era el principio de los ochentas y mi ciudad vivía un extraño apogeo económico que se suponía llegaba para siempre (“¡Ingenuos!” clamaba el padre Gumaro desde su silla en Catedral). Curioso, los símbolos de ese auge eran los fuereños y citadinos que llegaban a quedarse. Ejemplo de ello era mi compañero Marcos, quien tomaba dinero de la boutique fotográfica de sus padres e invitaba a sus amigos a ver películas pornográficas en el cine ubicado en la misma manzana de la escuela. El señor de la taquilla no objetaba que esos niños de diez años vieran películas como “Shampoo negro” y “Garganta profunda” y aquéllos parecían no hablar de otra cosa. Yo me contentaba viendo viejos documentales en el canal de televisión local. A la salida de clases, le conté a mi amigo Omar lo impactante de los desfiles de Hitler en 1938 y repetí el saludo nazi. Para mi mala suerte, justo iban pasando dos evangelizadores protestantes, rubios, muy bien afeitados y vestidos de camisa blanca y corbata, en sus bicicletas. Tomaron mi saludo a mal y uno de ellos me dijo con los ojos encendidos: “si quieréz jáblar con nosotros esa no es la forma de hacerlou”. El dicho “le cayó el saco” no podría ser más apropiado aquí y si bien lo católico me aburría, mucho más me aburrió, desde entonces, la opción puritana. Otros símbolos de modernidad eran ciertos alumnos de sexto, el último grado. Una chica se tiñó el pelo de rubio y llegaba en moto, y sus novios se pelearon por ella a cadenazos. Quizá con ese mismo impacto empezaron a llegar las crisis financieras nacionales y con ellas mis padres haciendo cuentas. Pese al calor infernal, yo me contentaba con la sección de pintura de la enciclopedia y me imaginaba recorriendo las galerías del Hermitage y el museo Vaticano. Pero Duran Duran y Cindy Lauper reinaban ya en los stereos de los carros que paseaban carcajadas por las calles de mi ciudad.