Y seguimos pidiendo la palabra: TODOS LOS HOMBRES DE LUCY
I
Todos buscarán encontrar al Otro,
reconocerlo y reconocerse a sí mismos en él.
Esther Seligson
Tengo la sensación que alguien habla del otro lado del espejo. Deseo que esta imagen que soy yo y aquella no sean las mismas. Te decía que siempre quise ser escritor, pero vivo esta realidad desde siempre; crecí soñando con hacer la obra total, la que leyeran sin necesidad de asomarse a otros libros. Me he dicho durante años “esa es una estupidez”, y es que me ciego a causa de mis obsesiones y tendencias hacia lo fantástico. La vida se ha encargado de ponerme en mi lugar más de una vez, demostrándome lo necesario de vivir el aquí y el ahora. Ya lo ves, ahora soy bibliotecario, casado con Lucy Johnson, una mujer menor que yo, con quien tuve tres hijos: Lucy, Jonas y George. ¿Qué puedo contar? Soy hispano, nací y crecí en la ciudad de Guanajuato —en México—, moldeado por sus calles y edificios que aún conservan un alto espíritu colonial. Ah, eso sí, no se niega la rica arquitectura de sus edificios, como el templo de la Compañía, el hospital de Marfil, la iglesia de San Francisco, la Alhóndiga de Granaditas y la ya mítica casa de Diego Rivera, ese pintor con cara de sapo que tantos vanaglorian. La verdad no entiendo por qué, si era un artista que pasaba de la pistola al pincel y viceversa.
A los quince abandoné la ciudad y emigré al norte, a los Estados Unidos, buscando mejores oportunidades, como se dice, aunque suene a lugar común (de todos modos los lugares comunes son lugares de reunión, ¿no?). Y, mira, quién lo dijera, recorrí infinidad de territorios procurando conseguir un trabajo honorable. De niño soñé con ir a países fabulosos, de los que se hablaban en los libros (ahora veo que los viajes juveniles sirvieron para satisfacer esa ansiedad pueril). Aunque no por demasiado tiempo porque pronto me impacté de frente con la cotidianidad, pues empecé a ganarme el sustento (la buena noticia era que, por fortuna, ya no dependería de mi padre; ¡se hacen tantos lazos que no sabemos cómo romperlos!). Nunca dejé de leer. Trabajé en casi todo: lavaplatos, barrendero, cocinero, en la pizca de algodón y en algunos cultivos como el tabaco. De hecho, así fue como conocí a Lucy, la menor de seis, en un campo de agricultores; ella tenía quince y yo treinta y ocho años. En cuanto la vi, me percaté de lo que otros no vislumbraban: el incontenible talento para mentir y manipular las emociones de los demás como una auténtica actriz.
Había huido de mi último empleo debido a que, como habrás supuesto, no poseía papeles de residencia. Andaba de ilegal como muchos de mis compatriotas (esa palabra a la hora de los hechos no vale nada porque nadie mete las manos por uno cuando lo necesitamos y más en el extranjero). Llegué a Brogden, Carolina del Norte, a un pueblo llamado Grabtown. De inmediato contacté a quien pudiera ofrecerme un trabajo. No pasó mucho tiempo para que una familia, precisamente los Johnson, me cobijaran en su casa, colocándome como recolector de tabaco y convirtiéndome en un miembro más del clan. El papá, Jonas, para mi sorpresa, me situó entre sus afectos, pues no resultó difícil ganarme su confianza (no sé si se debió a mi aspecto distraído y melancólico o a que por las noches narraba historias fantásticas de los libros que había leído). De inmediato aprendí las delicias de fumar y de masticar tabaco. Debo decir que varios hermanos de Lucy terminaron con enfisema pulmonar y no creo que yo sea la excepción, aunque a mi edad para qué preocuparse: estoy más allá del bien y el mal.
Cuando vi por primera vez a Lucy entre las tabacaleras, me impresionó no tanto su belleza exótica, sino su personalidad masculina, tan parecida a la de sus hermanos. “He aquí una marimacha”, dije cuando la vi, recordando los prejuicios de mi madre, a quien le parecía que una mujer de carácter hombruno más bien le sobraba una tuerca y esas no cabían en el mundo femenino. Lucy a los cinco años ya masticaba tabaco, a los ocho fumaba como una experta y se subía a los árboles como un muchacho, lo cual enojaba a su papá, quien se preocupaba por su comportamiento. Me maravilló su desfachatez, su ingenuidad campesina, sobre todo su rebeldía perpetua. Por eso le prohibían juntarse con los hombres. Todo aquello me atrajo de Lucy, además de su despreocupación por cualquier tema concreto. La necesitaba para resucitar mi cada vez más lejano ánimo indomable.
Había huido molesto de mi familia por no dejarme leer. Como dije, quería otros horizontes. Por todos los rincones me veían con un libro en las manos. Sólo mi madre parecía solapar mis inquietudes: de vez en vez me compraba libros de contrabando, dado que mi padre los consideraba un gasto inútil, además de una pérdida de tiempo sumergirse en la escritura de gente ociosa e improductiva. En mis viajes, antes de llegar a Grabtown, fui descubriendo territorios para mi imaginación, caras que ponerle a personajes que todavía no había escrito y que, por lo visto, a estas alturas, ya no lo haré. Bajo el brazo llevaba un par de tomos de la Enciclopedia Británica, en su versión inglesa. Eso sí, a pesar de todo, mi padre se empeñó en que tuviera un segundo idioma, que aprendí a regañadientes. Dotado de estos beneficios el mundo parecía pequeño; sólo restaba que el talento y la experiencia hicieran lo suyo con una obra, en unos cuantos años. Como dije, nunca ocurrió. Lucy me atrapó finalmente con sus sonrisas, esbozadas en un rostro bello y duro a la vez; bastó una sola de ellas para que me enamorara. Entre los cultivos me pareció que era el animal más bello del mundo. Y cómo no, si su silueta parecía la de una pantera al acecho.
Cuando Lucy cumplió dieciséis su padre murió de tuberculosis, por lo que la señora tuvo que tomar el toro por los cuernos y hacerse cargo de la familia. La pobre Lucy había vivido una educación castrante y conservadora con ella; nunca reveló, por ejemplo, la primera menstruación que tuvo.
A pesar del escandaloso 1929 y de la enorme crisis económica que se produjo en los años treinta, nunca faltó comida en la granja. Traté de ayudar en lo que me dejaban porque la señora no permitía que pasara los linderos del patio o del corredor de la casa ni que me acercara a Lucy, pues intuyó que entre nosotros se había dado una conexión. Iba todas las tardes a verla aunque fuera de lejos, con el pretexto de cualquier cosa. Entre miradas furtivas y sonrisas vivaces o discretas, nos hicimos novios sin que se diera cuenta. Cierta vez su madre nos descubrió queriéndonos dar un beso. Habíamos evadido la vigilancia gracias a que sus hermanos aceptaban el acercamiento y porque consideraban que Jonas me había otorgado un lugar especial. Ese día Lucy había salido por agua al patio grande e hizo una seña. Me acerqué de manera natural, sin pretensiones clandestinas para evitar un roce innecesario con la futura suegra; sin embargo, la señora apareció en el momento en que mis labios buscaban los de su hija. Insólitamente no dijo nada, sólo musitó que nos cuidáramos y agregó: “No me gustan las habladurías.”
Tras su graduación en el Rock Ridge High School, Lucy se inscribió en el Atlantic Christian College para comenzar sus estudios como secretaria. Recuerdo que ese mismo año regresó entusiasmada de su viaje de Nueva York porque el esposo de su hermana, Larry Tarr, fotógrafo de profesión, quedó impresionado con su belleza y le suplicó que posara para él. Ella comenta que, de esta sesión fotográfica, una de las fotos se exhibió en la tienda-estudio del cuñado y que fue llevada a una peluquería para admiración de los clientes. Incluso afirma que un alto ejecutivo de los estudios Metro Goldwyn Mayer dejó una tarjeta porque también había quedado prendado de su imagen: deseaba convertirla en estrella de cine. La historia no fue así, Lucy se casó conmigo y logré la nacionalidad estadounidense gracias a esa unión; terminé administrando la biblioteca que yo mismo había fundado, impulsado por la familia Johnson que pensaba que no podía haber mejor director. Gracias a eso, el gobierno me asignó un sueldo y con ello la posibilidad de establecerme. La vida nómada había concluido.
De mi familia contaré un par de cosas: vivíamos en uno de los barrios céntricos de la ciudad, donde me solazaba por sus calles y callejones. Guanajuato está a dos mil cincuenta metros de altitud, dentro de un barranco rodeado de montañas. Tal vez por eso los tarascos la llamaron así porque significa lugar montuoso de ranas. Cuenta con muchas minas de oro y plata, principio de los reales del resto del país y que han sido aprovechadas desde hace más de cinco siglos. No fuimos muy numerosos, tan sólo éramos mi hermana y yo, más mi padre y mi madre. De ellos aprendí que nunca debemos quedarnos en un solo lugar, que hay que moverse para no estancarnos. “Debe haber movimiento como en los ríos”, dijo un día papá, “si no, corres el peligro de convertirte en alberca”. Por eso él odiaba los libros porque sentía que eran pozos podridos donde el pensamiento no tenía posibilidad de regenerarse. Mi hermana, cuando creció, se casó con el primer fulano que le habló bonito; de ella no he vuelto a saber, lo confieso. Supe que mi madre y mi padre murieron hace algunos años. Nunca he regresado ni pienso hacerlo, ¿para qué?, cada quien debe seguir el curso de su propia historia.
Decía que tengo la impresión de que alguien habla del otro lado del espejo: un hombre al que muchos admiran. A veces, cuando me siento en el escritorio y está a mis espaldas, hay el sentimiento de que la reverberación no es la mía, sino la de él, quien ha leído tanto como yo y que sí ha decantado sus lecturas en textos delicados, complejos y bien escritos. Tengo miedo de voltear, siento que tal vez no me agrade lo que encuentre, que esa efigie sea una persona que me incomode y trastorne la vida. A mis años, ¿para qué quiero emociones tan fuertes? Mis hijos están grandes y mi mujer, aún joven, se divierte como no lo hizo en su juventud. No faltan los intrigosos que vienen con chismes a informarme de sus actividades supuestamente licenciosas. Infiero que los veintitrés años que nos separan permiten que ella pueda darse esos lujos, que casi comparte con sus hijos. Me pregunto ¿qué hubiera pasado si aquel hombre que dejó su tarjeta se la hubiera llevado a Hollywood?...
En ocasiones escucho en el espejo que entrevistan a ese hombre. Por lo que sé, él sí continuó viajando mucho, mientras que yo permanecí en Grabtown el resto de mi vida. No dejo de pensar que su nombre y el mío se parecen, aunque me asemejo más bien al infame artificio de un ignorante que no supo pronunciar un nombre más afín. No dudaría que fuera el mismo. Hace tiempo escuché con claridad que le confesaba a uno de sus entrevistadores: “No sé por qué dicen que carezco de sentimientos. O que a mi vista le fueron negadas ciertas experiencias fundamentales. Supongo que se refieren al amor. Se equivocan los que piensan que no he conocido el amor. Puedo afirmar que he vivido enamorado. El primer amor, ideal, por cierto, de mi vida fue una actriz, Ava Gardner. Solía ver sus películas dos veces por día. Apenas terminada la función, deseaba que llegara el día siguiente para volver a verla. El amor exige pruebas. Pruebas sobrenaturales.” Lo compadezco. Yo encontré a alguien que me prodigó pasión y tres hijos. Ese hombre debe estar viviendo un mundo de ficción; mira que una pantalla de cine le da el sentido que el entorno le quita. Yo jamás me hubiera enamorado de la tal Ava Gardner.
II
I'm poison, Swede, to myself and everybody around me.
Ava Gardner, The Killers, 1946
Esta tarde quiero salir; cumplo cuarenta y tres años. Es como si despertara en un nuevo mundo, rico en vegetación y animales, colocado en un sistema solar de dos enormes estrellas. Atrás quedaron muchas cosas: mi institutriz inglesa, mi hermana Nora, papá y mamá, los idiomas aprendidos, mi admirado Schopenhauer, los ultraístas de Sevilla, mi siempre maestro Rafael Cansinos Sáenz, las revistas Prisma y Proa, mis amistades con Ricardo Güiraldes, Macedonio Fernández, Alfonso Reyes y Oliverio Girondo, la invitación de Victoria Ocampo para formar parte del comité de redacción de la revista Sur, mis primeros textos inútiles y que por fortuna destruí, la historia de la eternidad, la biblioteca de Babel, Pierre Menard,mi regreso a Buenos Aires, ¡cuánto fervor tenía!, donde me encontré conmigo mismo. No obstante, me hallo en el espejo, me dan horror la inconsistencia, siempre abominable, las imágenes que se repiten infinitamente.
Soy merecedor de ver una película cuando menos de Buster Keaton; es un caballero el hombre, aunque con el cine sonoro ya se quedó sin trabajo. Pobre. En cambio Charles Chaplin será malo siempre; no sé a quién se le ocurrió decir que era buen cineasta: es una verdadera porquería; aunque a decir verdad, La quimera del oro eraun lindo film.
La importancia de salir. Ya perdí demasiado tiempo con Chaplin y mis recuerdos.
Tantos libros en la cabeza terminan por exacerbar la imaginación. Mi gran amigo sigue entusiasmado con nuestra antología. ¡Eso fue hace dos años! Y todavía debe estar contento con La invención de Morel, novela perfecta que tanto desprecian los que ensalzan las historias psicológicas; ¡qué aburrimiento leer argumentos como informes! Tal vez necesite crear otro proyecto, con él o solo, algo a propósito de ficciones. El insomnio servirá para algo un día de éstos. Mejor me voy, la función es a la cuatro y no quiero regresar noche. “No olvides el paraguas, hoy lloverá bastante; puedes enfermar, eres un hombre delicado.” “No, claro que no, madre, no enfermaré, gracias, no tenga apuraciones.” Es grato que recuerden las cosas nimias, a veces son las que conducen a otro infinito.
Dijeron que la película de hoy era buena, aunque no soy afecto a los estrenos: siempre hay algo que repugna.
“Me da un boleto, por favor.” “Claro que sí; ¿para cuál?” “La de las cuatro.” “Buena elección, le encantará.” “Muy bien, sólo deme el boleto.” Joe Smith, American. Veremos, no todas las recomendaciones resultan agradables. Nada de caramelos o palomitas, termino con el estómago destrozado, como afirma mi madre. Ojalá que la sala tenga asientos cómodos. Aquí hay uno. Ni muy lejos ni muy cerca porque fuerzo demasiado la vista. Tarda esto. ¿Cuánto hay que esperar? En estos lugares siempre se está a la expectativa; se debe a que el cine es un divertimento para pacientes. Eso sí, Hollywood, sin quererlo, ha salvado la poesía épica, la primera forma de poesía; han tenido el mérito de crear esa mitología del caballero solitario, del vaquero de las grandes explanadas; aunque a veces sus películas repetidamente proponen a la admiración el caso de hombres, casi siempre periodistas, que buscan la amistad de un criminal para entregarlo a la policía. Al parecer este film cumple con esa idea. Y cómo tarda en comenzar. Hoy en día se viene al cine como al teatro: muy bien vestidos. Me pregunto si la cinematografía no se estará convirtiendo en esa delgada frontera entre el pasado y el futuro, como si la pantalla fuera la puerta entre una dimensión y otra de uno o varios universos. La película que más disfruté en los últimos días es Ser o no ser, de Ernst Lubitsch, una interesante retrospectiva de la risa: llegará a ser una de las mejores comedias de la historia del cine, sin duda. Y el año pasado vi el estreno de El ciudadano Kane. No me gustó. Me parece una burda imitación de Josef Von Sternberg. Von Sternberg lo hacía mejor porque ese hombre del cine austriaco será conocido por la belleza visual de sus películas, en especial por la iluminación y las atmósferas que logra crear; realmente estupendo.
Debo admitir que volví a ver El ciudadano Kane y pensé: “Bueno, Orson Welles, ha inventado el cine moderno”. Corregí mi error. Me parece una película muy hermosa. El cine estadounidense puede ser un desatino o un verdadero deleite.
Por fin apagaron las luces. La pantalla blanca se cuaja de sombras. La luz viaja y se transmuta en figuras móviles que expresan pasión, emociones y odios. No prejuiciaré, me dejaré llevar, a eso se viene aquí. Joe Smith, American. Un reparto bastante amplio. No puedo ajustar la vista. ¡Ay, esta ceguera precoz, tan endémica desde hace cinco generaciones! ¿Cuánto falta para dejar de ver el orbe, esas palabras que lo hacen a mi imagen y semejanza? Mi padre soportó eso y murió conociendo la oscuridad aun antes de llegar ahí.
Los movimientos actorales en escena resultan agradables, un tanto acartonados. Los personajes van y vienen. Percibo lo que quieren transmitir, aunque no me guía la trama porque sé que es una mentira, que la historia la fueron haciendo a retazos, durante varios días o semanas. ¿Tendré que soportar la vida de este ciudadano común trabajando en una fábrica de aviones? Las películas de intrigas internacionales resultan insulsas, a menos que algo nos deje un chispazo de genialidad. No puedo creer que de pronto un personaje tan mal delineado haya tenido acceso a los planos de una bomba prototipo, que lo secuestraran agentes enemigos, torturándolo sin éxito para que traicionara a su país; seguramente Smith terminará escapando para regresar con el FBI y detener a sus captores. Muy predecible y rudimental, un verdadero desperdicio de presupuesto. Me llama la atención la secretaria, Miss Maynard. Es maravillosa, un rostro insoportablemente bello que no quiero dejar de ver. Tiene una sensualidad que cohíbe. Espanta que la pantalla tenga ese poder sobre mí, de que una silueta de luces y sombras convertida en mujer me atrape como a una mariposa atraída hacia un centro luminoso. Es sólo un personaje menor. Unas cuantas escenas se retuvieron en la memoria. Allí está. Podría decir que es el animal más hermoso que haya visto, sin afán de ser peyorativo. Lo digo genuinamente. ¿Cómo se llamará? Quiero saber quién es. Deseo estar con ella, sentirla de nuevo, que la luz acaricie estos ojos que todavía funcionan. Ah, Miss Maynard, ¿qué has hecho? Tengo el corazón latiendo como un colegial, pareciera que un asteroide hubiera impactado contra mí, amenazando toda forma de vida cotidiana, llena de libros y pensamientos.
“Me da otro boleto, por favor, para la misma película.” “Claro.” “No me vea así. Hay una actriz que me sorprendió por su belleza, ¿sabe cómo se llama?” ¿A cuál se refiere?” “A la secretaria, a Miss Maynard.” “Ah, esa, por supuesto. Si no me equivoco, debe tratarse de Ava Gardner.” “Ava Gardner… porta nombre de diosa.” “De seguro llegará a serlo, tengo entendido que la descubrió un fotógrafo, cuñado de ella: expuso la imagen en su tienda-estudio y literalmente saltó a la pantalla; un ejecutivo de la Metro-Goldwyn-Mayer descubrió su cautivante belleza de casualidad. Está predestinada para ello. Recién la contrataron. Será un acontecimiento, una escandalosa publicidad que nadie querrá perderse. Próximamente aparecerá este mismo año en Calling Dr. Gillespie y Mighty Lak a Goat.” “Aquí estaré para verla, sin duda; no voy a dejarla ahora que encontré un sentimiento auténtico. No me despido, voy a entrar.” El hombre creerá que enloquecí por esa confesión. Lo cierto es que despierta algo que pensé imposible: me he enamorado por primera vez. En verdad celebro esta emoción, ¿o debería decir trastorno? Aunque asusta: Khalil Gibrán tiene razón en El profeta. Me encuentro atrapado en las redes de la luz blanco y negro, en el rostro, en el cuerpo de esa mujer. Cuando se enteren allá afuera de lo que ha pasado, no seguirán diciéndome que carezco de sentimientos; no señor, nunca más. Estoy vivo, muy vivo. Ya no dirán que me negaron ciertas experiencias fundamentales, como el amor. Será mi prueba sobrenatural, mi máxima exigencia. Platón estaría orgulloso de mí, de que su propia experiencia filosófica tomara la forma de una realidad alterna. Ava Gardner, quiero verte una vez más, todas las posibles. ¡Che, debería haberle avisado a mi madre que me quedaría más tarde: estará esperando para festejar mi cumpleaños!
“Que le vaya bien, regrese pronto.” “Aquí estaré cada día que reaparezca el amor de mi vida.”
Mi pecho está más amplio que de costumbre; veo que las avenidas tienen un brillo raro, que los rostros de los transeúntes tienen un nuevo horizonte de posibilidades literarias. Ava, Ava, ¿cuándo volverás a mí convertida en otro personaje, aunque sea sin ingenio? Quiero verla de nuevo dos veces mañana y al día siguiente, como si fuera en la sala de su casa, en un parque, en un corredor de flores, en una biblioteca donde me leerá Las mil y una noches, convertida en mi Scheherazade blanco y negro. Espero que mis ojos la contengan por años. ¿Qué haré cuando quede ciego? ¿Qué pasará conmigo cuando su silueta ya no llegue con sus contornos de luces y sombras? ¡No me reconocerá! Ella necesita de mis ojos para existir. Si la oscuridad se presenta, la perderé para siempre.