Y seguimos pidiendo la palabra: LOS URRUTIA
Dicen los que saben, que lo oyeron de Don Clemente. Y entre boca y boca llegó a la de Ignacia, quien en su tienda se lo dijo a todo mundo, extendiéndose por toda la región y llegando hasta los más recónditos lugares. Ahí fue cuando la escuchó Don Saúl Orozco.
Cuentan que llegaron del norte, entre los nuevos habitantes de Ximalhpa, antes de los años de Pancho Villa. Se desplazaban en carretas; dicen que sus filas eran inmensas, caravana tras caravana. Carros llenos de peones a no más poder, y muchos caballos amordazados del hocico. Llevaban marranos como para llenar todo Ximalhpa y en bovinos no eran la excepción.
Eran aquellos los primeros años del pueblo de Ximalhpa, los habitantes eran pocos y no tenía gran extensión territorial. Pero cuando llegaron ellos las cosas cambiaron. Se establecieron en “La Villa Verde”, unos terrenos al norte que llevaban sin ocuparse desde épocas de Don Miguel Hidalgo. Comenzaron a bajar los peones, cual rio de gente, y detrás de ellos el ganado, las mujeres y niños, y enseguida se pusieron a trabajar.
Entre la lluvia y a la luz de la luna, un hombre bajó de un carro que ostentaba cálidos faroles; botas hasta la rodilla, robusto, y acariciándose su largo y peculiar bigote. Le precedía una mujer; delgada, pelo de oro y ojos de jade, siempre se supo que no estaba en sus cabales ¿Quién se casaría con ese hombre? Y para terminar dos muchachitas, la primera de ellas; igual que su madre, pelo de oro, delgada, pero con el bigote de su padre. La segunda; morena, siempre había sido la desdicha de su padre, la causa de las discusiones con su madre y el mal recuerdo de su abuelo paterno.
Después de establecer su hacienda en “La Villa Verde” los Urrutia fundaron el primer y único banco que ha existido en Ximalhpa. Era un negocio más que nada familiar. Ambas muchachas habían dejado los estudios hacía tiempo y para evitar que se fugaran con algún hombre que las enamorase, Don Ignacio las había puesto a trabajar dentro del banco.
Dicen los que saben que el Sr. Urrutia tenía sus mañas que le gustaba lo prohibido. Dicen que al principio hacia fiesta en un burdel en Cuhumihpal cuando la señora e hijas se iban y no estaban. Después se volvió mas descarado, las organizaba en el jardín, donde había hecho quitar los corrales, el granero, las parcelas, y hasta el gallinero. Solamente había dejado un pequeño establo con una mula, un potrillo y tres gallinas.
Doña Josefa, hermosa en su juventud y con el pesar de que algún día todo eso se acabaría, trataba de verse lo mejor posible. Recurría a toda clase de remedios medicinales, brujería y de mas. Todo lo dejaba cuando le brotaba el salpullido y se tiraba en cama. Tenía actitud negativa hacia la vida y el único de sus contentos, más que darse besos en la boca con su marido, era el de darle besos en la boca a una botella de aguardiente.
Cuenta el mismísimo don Aurelio, que si de de intercambio de fluidos se trataba, Clementina era la principal. Bien era conocida como “La serpiente”, por escurridiza y peligrosa, y cuando la serpiente te muerde, ya no te salvas ni a plegarias. Grande era su fama, todos los hombres del pueblo la buscaban, esperando ser mordidos.
Antonia era lo contrario. Siempre fue la oveja negra de la familia, vivía oculta en las sombras, en un pequeño cuarto alejado de la hacienda. Siempre estuvo fuera de la vista de cualquier hombre, con la maldición de haber nacido segunda. El tiempo que le dejaba libre la ardua tarea que era trabajar en el banco lo gastaba metida hasta el amanecer en el pequeño establo que había construido su padre.
Toña se había encariñado con los animales de aquel establo, con los pocos que quedaban: tres gallinas que se habían salvado de convertirse en caldo. Llamaba “Pedro” a la mula y, “El plano” al caballo, que grande he imponente, reflejaba sobre su obscuro pelaje la luz del sol como obsidiana.
Toña había abandonado sus estudios de arte, nunca fue buena. Uno de sus intentos fue un oleo de un semental negro color carbón, que en su intento de hacer un escorzo resulto fallido. Aquella pintura parecía más bien una figura plana, de ahí el nombre de su amada montura con quien pasaba todas las tardes cuando dejó de trabajar en el banco.
En su gusto desmedido, Don Ignacio organizaba fiestas casi todas las noches. Invitando a conocidos y desconocidos. Miles de almas se daban cita en la hacienda durante las noches, todos querían ser parte de los desmanes de los Urrutia. Don Ignacio hacia servir comida por montones en cada mesa y como siempre una botella de tequila para, como decía él: “no dejar morir el animal”.
El Sr Urrutia nunca fue un mal alcalde, Ximalhpa estaba demasiado lejos de la capital como para que se enterase de las formas de gobierno y él establecía sus propias reglas. Había hecho quitar los gendarmes, para según él, recortar el presupuesto y restaurar la capilla. Los habitantes estaban contentos con su alcalde, no impartía justicia y, entre alcohol y mujeres, a los ximalphenses se les olvidaba todo.
Ni Josefa ni Don Ignacio sabían que hacer con sus hijas, ambas eran unas renegadas. Ninguna seguía los principios morales que les impartía su madre las pocas veces que no estaba ebria. Y de su padre ni se diga, nada que aprender del viejo. Habían dejado el banco, la dedicación de Clementina era la de andar como mariposa en busca de hombres por todo Ximalhpa, y Antonia; encerrada con esos animales todo el día en ese maldito establo.
Cuando el calendario marcó el cumpleaños de Don Ignacio. Había que festejárselo en grande. Se organizó para entonces la más grande de las fiestas que habían acontecido en la historia de Ximalhpa. Ni siquiera una fiesta como la patronal había podido tener unas dimensiones tan monstruosas como aquella. Eran centenares de mesas organizadas en filas, se habían mandado matar todos los animales excepto “el plano” para servirlos en distintas formas de preparación durante el banquete. Sobraban las cazuelas llenas de comida. La gente se aglomeró a montones, dicen que en Ximalhpa nunca se vio a tanta gente junta. Había alcohol como para emborrachar a todo el país y se habían mandado traer a los mejores músicos del estado.
Se bebió, bailó y cantó toda la noche en aquella fiesta. Por la mañana las calles de Ximalhpa estaban desoladas, vacías. Toda la gente descansaba en sus casas y se recuperaba de la noche anterior. Don Ignacio, también descansando, despertó en su casa, junto a su esposa. Doña Josefa parecía emitir un olor desagradable como si alguien se le hubiese orinado encima.
Fue inesperada la sorpresa que se llevó el Sr Urrutia esa mañana. En las puertas de “La Villa Verde” se había hecho escuchar una horda iracunda de gente que al parecer estaba un poco molesta. Con antorchas, tridentes y todo tipo de objetos que se pudiesen usar como arma habían avanzado entre la neblina y habían llegado a las puertas de la hacienda, los peones habían intentado detenerlos pero sus intentos fueron vanos, los superaban en numero.
La horda iracunda exigía a los Urrutia la devolución absoluta de todo el capital que habían depositado en el banco. El cual había sido extraído para solventar los gastos de las fiestas de su alcalde el señor Ignacio Urrutia. Naturalmente, y como era de esperarse, el señor Urrutia se vio acorralado, y escudado por Doña Josefa, dio la cara los manifestantes: “Tranquilizaos gente, en esta casa no hallareis más que dicha y felicidad. Sobra decir que el motivo por el que habéis venido hasta las puertas de mi humilde hogar es para felicitar a vuestro alcalde por motivo de su cumpleaños”.
Dicen que tuvo una larga conversación con los manifestantes, que duró días. Fuese como fuese, la horda que se había rebelado contra su serenísimo alcalde se había dispersado, no sin antes hacer un ventajoso trato. Don Ignacio había ofrecido a su hija Clementina como garantía, ofrecía saldar por completo la deuda de todos los pobladores de Ximalhpa en una semana, no más. En todo caso, y si llegase a ocurrir que el Sr. Urrutia no pagara su deuda, no volvería a ver jamás a su hija Clementina.
De esa horda iracunda sobresalía un hombre, su líder, Don Manuel Espínola, ya entrado en años pero de actitud liberal. Dicen que Don Ignacio lo escuchó de boca de Espínola, en una conversación al día siguiente: se había establecido una nueva forma de gobierno en la capital, la Revolución había triunfado. Don Ignacio, al enterarse de la situación tan tormentosa y de los terribles castigos que recibían los hombres que eran desterrados del poder, decidió marcharse. Claro, no sin antes hacer una última fiesta.
Ordeno a Doña Josefa que organizara a los pocos hombres de confianza que no se habían marchado ya de la hacienda. Se contaban cincuenta y tantos. Los sentó a todos en mesas y con palabras claras les dijo: “Me largo de Ximalhpa, se ha consumado la Revolución. La gente quiere un nuevo gobierno. Largaos ustedes también, todos y cada uno márchense lejos, no vuelvan al pueblo de Ximalhpa jamás.” El temor ha ser fusilado había consumido al Sr Urrutia por completo.
Habían quedado dos botellas de aguardiente, unos fueron los afortunados, otros no. Entrado en la crisis y por haberse acabado todo el presupuesto, Don Ignacio no tenía nada que servir para la comida a sus invitados. Y pensando lo impensable se dirigió hasta el establo. Llegó furioso, buscando algo; encontró a “El Plano” mirándolo como si quisiese decirle algo. Volteó por ambos lados, y en un rincón de la derecha, entre la oscuridad, estaba Antonia. Yacía en el suelo, semidesnuda, entre excremento de caballo, como un animal. Ignacio la miró, sabía lo que hacía. Nunca jamás volvió a salir de aquel establo otro ser vivo que no fuese Don Ignacio.
Josefa estaba ebria, jamás se enteraría, no tendría por que hacerlo. Esa noche el Sr. Urrutia les dio de cenar a sus invitados a su propia hija, sangre de su sangre, carne de su carne. Por la mañana los señores Urrutia empacaron lo poco que les quedaba, lo poco que no se habían gastado.
Habían conseguido una carreta y se disponían a marcharse. Don Ignacio tomó las riendas y tiró de los caballos, que relincharon por el estruendoso sonido del revólver y se negaron a avanzar. Cayó en el suelo el Señor Urrutia, sentía como una bala había atravesado su pecho y entre quejidos se logró escuchar: ¡Pinche Josefa, ya sabía Yo! La mano temblorosa de Doña Josefa sostenía una pistola, había hecho dos disparos, solo uno alcanzó a Don Ignacio, pero fue mortal.
El final de Doña Josefa es muy incierto, siempre se supo que estaba loca, que le gustaba el aguardiente. Unos dicen que la mandaron fusilar; que después de matar a Urrutia llegaron unos gendarmes y se la llevaron. Otros dicen que se pegó un tiro después de matarlo y otros simplemente dicen que se fue a seguir la borrachera, quien sabe. Lo que si es cierto es que después de eso jamás se volvió a habitar “La Villa Verde”. Cuentan los que saben, que en la hacienda en ruinas, algunas noches se puede escuchar el galope de un caballo y puede verse una mujer semidesnuda montada sobre él.