Y seguimos pidiendo la palabra: ME ENCANTARÍA QUE UN TOMO HABLARA
Estaba ese día en la biblioteca central del campus de CU de la UNAM, el día era perfecto; nublado, frío y lluvioso. Y yo, yo estaba dentro del edificio buscando todo los buscable acerca de la primer guerra mundial. Mis pensamientos iban de la Triple Entente a como detestaba estar dentro en un día así, de los enormes buques Británicos a los deliciosos charcos sobre los que podría estar caminando si no fuera por mis “créditos insuficientes” en historia.
Entre párrafos mal copiados y pensamientos comunistas llegó a mí una idea, muy pequeña pero ruidosísima.
Me acerque al mostrador de renta del lado este de aquel segundo piso. El chico con playera de Bob Marley, rastas hasta el hombro y un peculiar pero bien conocido aroma a natural, me recibió con un efusivo
-¿Te puedo ayudar en algo? ¡
Sí, amm… –le respondí en un tono completamente distinto al alegre inicio de nuestra conversación- ¿Me podrías indicar dónde están las novelas escritas hace dos siglos, específicamente aquellas de autores poco nombrados y que pueda rentar por un par de días?
Supongo que mi específica pregunta, no fue la respuesta que él buscaba, debido a su cambio de tonalidad y a la cara de confundido que tomo lugar en su relajado rostro.
Sin decir nada salió y comenzó a caminar haciéndome una seña para que lo siguiera. Caminé tras él, pasamos un par de estante cubiertos de polvo que parecía ancestral, miles de tomos con distintos nombres y colores, cientos de autores de distintas épocas, docenas de olores, de esos olores que te regresan en el tiempo y te dan ganas de respirar como aspiradora hasta que los pulmones te regresan a la realidad.
Finalmente llegamos al último estante, el chico me tendió la mano en una reverencia para mostrarme el tesoro encontrado.
-Los olvidados, incluso por ellos mismos- dijo mientras en su deslumbrante rostro se hizo visible una gota de tristeza, decepción y nostalgia- ahora te dejo en este cementerio, buena suerte.
Dio media vuelta y como una autómata feliz, caminó sobre sus pasos para regresar a sus aposentos tras el mostrador.
Giré sobre mi propio eje para descubrir un pequeño estante con no más de 60 libros, todos cubiertos con por lo menos cinco capas de polvo.
Cerré los ojos, pasé mi mano por el tercer entrepaño de aquel monstro de madera, conté hasta trece y tome el libro elegido por el azar.
¿Y si tú eres tú, quién soy yo?, era el nombre que llevaba esta obra, con letras negras y pequeñas sobre una pasta beige, el autor, Franco Palacios, apenas se adivinaba en unas pequeñas y doradas letras casi al borde de ésta.
Si me basara en el título y el autor no sería difícil imaginar que se trataba de una de esas guías de superación personal que, tienen como punto de venta cualquier área de revistas en cualquier súper mercado.
“Un libro no se juzga por la portada”, me dije mientras me sentaba en la mesa de plástico que se encontraba a un lado.
Abrí el libro en la página 13 y comencé a leer, no llevaba ni medio párrafo cuando mi mano se topó con la desagradable función de la mesa situada en la parte menos visitada de este templo.
Cerré el libro, lo puse bajo mi brazo y corrí al baño. Después de lavar mi mano un par de veces, vinieron a mi mente varias imágenes de las desagradables criaturas que pudieron haber copulado frente a todos esos fantasmas olvidados y fue entre eses escenas que mi idea cobró fuerza y regresó estrellándose en los demás pensamientos como las olas en los acantilados, en luna llena y con viento del norte.
Salí y me apresuré al mostrador, le di al autómata feliz el libro y mi credencia, mientras el llenaba el papeleo yo regresé a mi lugar de estudio, releí los temas y guarde las millones de palabras sobre los dirigentes Alemanes. Cuando volví él me entrego el fantasma y la hoja de renta para firmarla.
Supuse que los efectos habían terminado, pues ahora en su rostro se dibujaba una mueca de hambre y ansiedad. Le sonreí compasivamente y lo miré con ojos de “te entiendo”.
Bajé las escaleras y salí a la deliciosa lluvia, guardé mi reliquia bajo la sudadera y apresuré el paso para sentir las gotas ácidas en mi cara.
Llegue a la estación Universidad de la línea verde, número 3, pasé mi tarjeta y caminé empujada por la gente apresurada por el andén. Su cronómetro era excelente, en cuanto los empujones pararon, el cuarto vagón abrió sus puertas ante una manada con horarios ajustados y cabezas atolondradas.
Coloqué mi cuerpo muy pegado a un barandal y me aferre a aquel libro como un niño a una paleta de cereza artificial.
Cuando todo este caos paró t por fin me encontré en las calles tranquilas pero repletas que rodeaban centro Coyoacán, saqué el libro y comencé a leerlo, veinte páginas después, me encontraba en las escaleras del quiosco frente al edificio de la delegación de Coyoacán.
Fue entonces, después de descubrir que en realidad era una novela de muy buena calidad, que me dispuse a contestar la duda de la idea que me dirigió hasta aquí, a mi lugar favorito, con este fantasma entre mis dedos.
Levanté la carátula y saqué la tarjeta del pequeño sobre que todos los libros de biblioteca llevaban pegados en la primera hoja. Me reí sin saber muy bien por qué exactamente, llegó a mi mente lo que me recordó mi tema de estudio, el que me había llevado a todo esto. Las tarjetas en los libros son como las estrellas en los abrigos de los judíos mientras desfilaban en los meses de 1915. Ambos llevaban marcas con destino al olvido.
Revisé la fecha de la última vez que ese ancestro había estado en contacto con el aire. Habían pasado más de veinte años, vientres exactamente. Yo ni siquiera había nacido. Sentí una pequeña oleada de melancolía y anhelo.
Me encantaría que un tomo pudiera hablar.
Nos contaríamos tantas cosas. Moría de ganas por saber quién fue la última persona en sostener esa momia beige fuera del monumental recinto que hacía de tumba para este pobrecillo.
Entonces la respuesta llegó a mí. Tal vez no pueda tener una animada conversación con este dichoso anciano, ni tampoco sabré quien te sostuvo antes de mi, le dije con un tono y una sensación hogareña, de esas que sólo se tiene con un viejo y cercano amigo, pero sí puedo saber cómo eran tus tiempos, los pensamientos que dominaban a tu gente y las modas que rigieron tu contenido. Me levanté y caminé con paso lento y seguro hasta el café Jarocho de la calle que cruza aquel pueblito viejo. Pedí un té chaí y una dona integral de azúcar, crucé l calle, caminé unos cuantos metros y me senté en la banca con mejor luz.
Mientras disfrutaba mi bocadillo, mis ojos se deslizaban como cuchillos en mantequilla a punto de derretirse, por las páginas de aquel fantasma olvidado.
No puedo decir que quedé conforme, ni que mis ideas se relajaron, pero sí aseguro que, de aquellos 60 olvidados, después de leerlos un par de veces, aprendí a hablar con los libros.