ARENA SERPENTINA
Hay cómo rezumba y suena, rezumba y va rezumbando mi cascabel en la arena
Son jarocho
Con cuatro tajazos quedó la piña desnuda y supurando el jugo sobre la tabla. No tardaron las moscas en acercarse y la madre en espantarlas. Fito había llegado del puerto, donde ya trabajaba en la fábrica de tubos. “Viera nomás tía cuánto fierro y cuánto calor allá adentro… y le cuento que ya ando saliendo con una que trabaja en Costa Verde de criada, y que me dieron la cartilla del servicio militar, para defender a la patria,” decía Fito mientras el Yeye entraba, acudiendo como las moscas al olor de la piña. Dijo “qué hay” sin quitar los ojos de las manos enmieladas de su madre. Yeye escogió la rodaja más delgada y se escabulló hacia el patio de atrás. Doña Paula se quedó con la vista clavada en el hueco de la puerta. Por un minuto, sólo sonaron los sorbos en las bocas de Fito y su tía. “Lo estoy llevando a San Pancho con la Meche,” dijo doña Paula en voz baja y luego tosió con desgano. “Le pusieron un mal. Le ha dado por esconderse. Lo encuentran debajo de los catres, subido a los naranjos, en los cañales, en las piedras del puente, debajo de los camiones. Ya le aplastaron un pie. De repente arrancó el camión y no le dio tiempo a salirse bien. No le pasó nada, ni susto agarró. Y me cansé de perseguirlo. Que se salga, que se pierda, que ya no le queda tanta madre.” La nariz abolada de la tía se contraía por el resuello. Sus ojos opacos cayeron sobre el sobrino cabizbajo. “Voy a dar con ellos y hasta trabajo les va a costar pronunciar mi nombre a esos hijos de la gran puta.” El Fito frunció los hombros. Un escalofrío se le arrastró por la espalda. “Debía de llevarlo a un doctor, tía, quizá nomás esté débil.”
La danzonera Alma de Sotavento de Víctor Manuel Sánchez Marín tendrá el gusto de amenizarles la mesa del almuerzo con el danzón que lleva por título “Juárez,” que tanto le gusta al licenciado López Arias, nuestro ilustre gobernador, anunciaba el presentador de la XEU. “Los doctores cobran bonito mijo, y no tendrán cabeza para decirme bien lo que yo sé, porque una como madre sabe mejor que los doctores. Al Yeye le han puesto una cochinada mero por el tiempo en que se murió tu madre, que en paz descanse. Pues desde ese entonces no hubo fuerza de cristiano que le arrancara la mano del trasero. Y ahí lo tienes, todo lo hace con la mano derecha. Le pregunté a la Meche que qué indicaba eso. Hizo los ojos pa atrás, blancos se le pusieron: ‘tu hijo no viene de la tierra, viene de la mar, iba a ser mujer y se le encalló la barca como quien dice, ni acompletó lo mujer ni se quedó en hombre. Más que el uno y menos que la otra.’ Y me dijo que ya no lo golpeara más y que ya tuviera confianza de la gente, que le diera a beber mucha agua y que fuéramos al mar todos los viernes de luna para verla salir, porque también estaba enfermo de tristeza. Cómo trajimos manos de cangrejos la otra noche, con un palo los mataba el Yeye y yo les arrancaba las tenazas. Si por eso te digo que no está enfermo, que sí entiende, que sí se acuerda de todo. Deberías venir hoy que es viernes para que no andemos tan solos.”
El último danzón fue el Rigoletito. Hablaron de la difunta Sofía, de lo buena que era para el baile, de cuánto quería al Yeye, que hasta le enseñaba a decir cosas de memoria y el chiquillo se la pasaba todo el día repitiendo palabras raras y difíciles. A la fecha se le oye de repente hablar entre dientes todo ese palabrarío de su tía. El Fito torció la boca en algo que parecía burla y mal recuerdo, pero doña Paula no lo vio. La tremenda corte empezaba en el radio con José Cadelario Tres Patines acusado el prángana de haber timado a Nananina. El letargo de la resolana hacía difícil hablar. Fito se levantó de repente y prometió volver más tarde para hacerles compañía.
Un hostigamiento de limonarias se espesaba en el camino. Iba el Yeye con el torso virado y la mano izquierda anclada en el trasero. Al principio doña Paula forcejeaba con él para destrabarlo pero no hubo manera. Algo más fuerte que la mano huesuda y renegrida porfiaba en mantenerlo amarrado a sí mismo. Pardeaba y no había viento. El Fito a veces hablaba pero la tía Paula no respondía ni aceleraba el paso ni daba señas de haberlo oído ni nada. Como si estuviera sola. Y el Yeye atrás pujaba o reía o daba un chillido de rata torturada. A veces el Fito volteaba a verlo y recibía de golpe la mirada sin freno de su primo. No le reclamaba nada, solamente esperaba el momento de caer sobre él y trragárselo entero como una víbora se traga un sapo. No había mal que sanar, lo que había eran las ganas suspendidas que ni el Yeye ni Fito acababan de soltar. Poco después de haber muerto su madre, se lo llevó Gloria, su hermana, a vivir al puerto. No había visto al Yeye desde entonces. Se le vino a la cabeza la noche del velorio. El Yeye no lloraba porque la tía Sofía se había ido, sino por verse atrapado entre la brama y el desprecio. ¿Desde cuándo se le habría zafado al Yeye la cabeza? ¿De dónde habría agarrado la idea de meterse a tarado? Qué fachas eran esas tan asquerosas de andarse agarrando el culo día y noche. Los cuates y el Topeche nada querían saber. Ellos lo cuidaban, se lo traían a doña Paula cuando lo encontraban escondido en los cañales o debajo de los camiones. Eso de revolcárselo en el velorio había sido de relajo, de pura maña. El Yeye lloraba porque estaba asustado, pero bien que le gustaba.
Fue al pasar por el médano que el Yeye se perdió. La madre y el primo pensaban tanto que no se dieron cuenta de cómo ese cuerpo largo y ondulante se escurría cuesta abajo en alguna de las tantas hondonadas. Hasta pisar la playa lo notaron. No había que extrañarse. “Vé y búscalo si quieres,” le dijo la vieja al Fito y se atanchó frente al mar como una piedra antigua. Todavía la acompañó por un rato, esperando que el Yeye apareciera. Doña Paula lo ignoró, clavó los ojos en el horizonte a esperar que el primer rayo de luna se asomara. El Fito volvió sobre sus pasos. Subió y bajó y volvió a subir. Había tantas sombras que el Yeye parecía estar acurrucado en cualquier rincón de los arenales. Por eso corría el Fito de un lado a otro para encontrarse con que no había Yeye, sólo sombras. En vez de llamarlo por su nombre empezó a gorgear como pájaro nocturno, agudo, suave, interrumpido. El médano se alargaba sin más horizonte que las pilas de arena. No sabía Fito que el Yeye estaba cerca, arrastrándose detrás de él, siguiendo su gorjeo, olisqueándolo a distancia, hasta que no pudo más ocultarse y tuvo que volverse el Yeye oscuro y fruncido que Fito buscaba.
Fito quiso forzarlo a caminar hacia la playa, pero el Yeye le clavó su cabeza lanuda y reseca en el pecho para atajarlo. “Tú te haces pendejo, ¿verdad putito? A mí no me vas a venir con que la virgen te habla.” Una sonrisa temblorosa abría los labios abultados del Yeye. Con asco y lástima el Fito lo rechazó de un empujón. El Yeye rodó sobre la arena con un zumbido, y con la misma se volvió convertido en un crótalo pardo que detuvo el aliento de su primo. Sin dejarle de ver los ojos se le fue enroscando en las piernas hasta tumbarlo. Cuando hizo por escapar, la culebra lo tenía trabado por el cuello. Tuvo que aflojar el cuerpo para que no lo estrangulara. Doña Paula volvía del mar cuando encontró al Fito revolcándose con el crótalo. Al notarla, el Yeye se escurrió en las sombras y reapareció más tarde con la mano en el trasero detrás de su madre y de su primo.