Y seguimos pidiendo la palabra: DE MÁRMOL
Kevin había crecido con dos mamás, y eso estaba bien. Lo que no estaba muy bien es que una de ellas, Roxana, se había ido al cielo hacía un año.
En el frío invierno de diciembre, Kev y Maité, la segunda madre del chico, llegaban a su casa en su Peugeot, luego de visitar a los padres de Roxana, a un año de su partida. Como es natural, ambos se notaban un poco tristes, y a pesar de que Kevin era un niño de ocho años, era Maité la que parecía más abatida. Esa noche, como otras últimamente, a ella le daba por tomar una bebida amarillenta de olor fuerte, se iba a su cuarto a llorar y, según parecía, se ponía a platicar sola con los retratos de la bonita familia que habían conformado dos mujeres y un niño.
Kevin trataba de darle consuelo a Maité, entraba a su cuarto y la abrazaba para consolarla pero a veces también se contagiaba del llanto hasta que a los dos los vencía el sueño….
Cada amanecer, las cosas parecían ir en su curso normal. Él a la escuela, ella al trabajo, más tarde la comida juntos y luego ella de nuevo al trabajo y él se quedaba solo en una casa grande y bien protegida. Así que Kevin se refugiaba en la televisión y luego fue arreglándoselas para entenderle a la computadora. Como era un niño solitario pero muy listo para sus ocho años, pronto hizo del internet su moderna compañía, le encantaba ver videos de Justin Bieber en Youtube, jugar Call of Duty y agregar amigos en Facebook.
Así los días. Y por las noches, llegaba Maité agotadísima, de vez en cuando, entraba a la sala con su nueva mejor amiga. Y fuera por atender a la visita o porque el trabajo consumía todas sus energías, la madre de Kevin en varias ocasiones lo ignoraba, llegaba prácticamente a su triste hábito de platicar a solas con los retratos. No es que fuera una mala madre o una desobligada, al contrario, procuraron siempre dar de todo y más al único hijo que crió junto a Roxana; sucedía que desde la partida de ésta, Maité parecía buscar ocuparse todo el tiempo posible: tan sólo llegar a su habitación le hacía recordar viejos tiempos y ponerse triste, aún cuando a veces, y afortunadamente, su nueva mejor amiga estaba a su lado para darle un abrazo cuando aparecía el primer llanto.
En esta situación era evidente que Maité y Kevin, aunque como cualquier madre e hijo, se amaban, también se comunicaban poco. Más difícil hacía la situación que la madre del pequeño se ponía de mal humor fácilmente: fuera porque el niño subía mucho volumen a su música, porque temía que descompusiera los aparatos, o porque él chico perdía mucho tiempo jugando con su celular a la hora de las tareas.
Los castigos con desconectar el internet, lo cual convertía a la computadora en una máquina de escribir antigua, o quitarle a su hijo su celular por varias horas, ¡que era casi peor que dejarlo desnudo fuera de su casa!, fueron siendo cada vez más frecuentes y provocadores de disgustos.
Una ocasión, Kevin reventó en llanto cuando Maité le quitó el celular todo el día, alegándole que se dedicara al cien por ciento a las tareas de la escuela. Ya entrada la noche; Kevin había quedado dormido con la cabeza encima del cuaderno; su madre lo tomó en brazos para llevarlo a la cama pero se desbalanceó con sorpresa, ¡el chico ya había crecido y pesaba como un costal de piedras!
Al encaminarlo a la cama, Kev, aún soñoliento le dijo:
-Mamá, ¿no crees que te estás poniendo muy dura conmigo?
-Kevin, tú necesitas más disciplina. -Le dijo sentándose con él en su cama. Creo que haces cosas indebidas sólo por llamar la atención.
-¿Tú crees que es eso?... ¿Y es malo, Maité?
Maité sonrió y le dio un tierno beso en la frente.
-Lo puedo entender. Mira Kev, creo que a veces me ha faltado pasear, conversar más contigo, lo que pasa es que he tenido mucho trabajo. Aunque yo trabajo con computadoras también, no creo que sea sano que le dediques todo tu tiempo a ella, lo mejor es platicar de persona a persona; he notado que ni siquiera tienes amiguitos, me gustaría que tuvieras al menos uno.
Al día siguiente, Kevin estaba en clase, aburrido, viendo sin ver nada por el ventanal de su salón de clases. El maestro ordenó hacer unos ejercicios de matemáticas en su cuaderno y dijo que iría a la dirección. Pronto, los compañeros y compañeras se miraron inquietos, como cada vez que quedaban sin autoridad.
Uno de los niños más grandes del grupo, sacó un celular de su mochila y empezó a grabar con la cámara a otro niño que empezó a correr por el salón; eso fue primero, luego, al notar que el maestro tardaba, el celular registró la convocatoria abierta para darle pamba a un niño gordito sentado a un lado de Kevin; y luego siguió Kev, quien puso cara de enfado, como acostumbrado a que en su soledad, nunca nadie lo defendiera. Harto de ser grabado cuando le increparon encima tres compañeros, él se levantó, empujó al primer compañero y salió apresuradamente del salón bajo el asombro del resto del grupo, que no esperaba esa respuesta.
Cuando el maestro se dirigía al salón se encontró con Kevin corriendo hacia el patio, pero no logró contenerlo. Para cuando el maestro cerró la puerta tras de sí, siguió un silencio sepulcral, como si el grupo estuviera realmente concentrado en los ejercicios de matemáticas. Así que el maestro miró amenazante hacia la ventana, sin entender la actitud de un Kevin que dejaba ver la mitad de cuerpo debajo de la escalera que subía al segundo piso.
Más tarde Maité estaba en la dirección de la escuela oyendo la inapropiada conducta de su hijo, quien se reprimía sin dar más explicaciones.
A la mañana siguiente, Maité enfilaba su Peugeot cerca de la entrada del colegio donde estudiaba su niño; la cola de vehículos avanzaba lenta y el día era lluvioso. Adentro del carro, la señora vio directo a los ojos a su hijo y le dijo:
-Hijo, te amo mucho, eres lo mejor de mi vida. Sólo quiero pedirte un gran favor: ¡no hagas nada para llamar la atención!
Kev soltó una tímida lágrima; Maité le incorporó el rostro con ternura y le quitó la lágrima que botó como una piedrecilla sobre el vidrio, confundida entre las gotas de lluvia que asaltaban la ventana.
-Bueno, Maité, haré mi mejor esfuerzo. ¡Y yo que pensaba que era un chico tranquilo! Jejeje. Pero está bien, ya no haré nada.
Su madre lo despidió con un beso en la mejilla, antes que el niño saliera disparado hacia el pórtico del colegio. Ella notó sorprendida la fría carita del niño, que parecía lógico en invierno, pero su cachetito era duro. Bueno, pensó que quizá besó el mentón y no la mejilla y siguió su marcha, mientras veía al chico cruzar el portal. Antes de acelerar, recogió extrañada la piedrecilla con forma de semilla de limón, al pie del asiento de Kev.
Al regresar al mediodía, Maité se apeó a varios metros de distancia del pórtico del colegio, pues la fila de carros era más enorme que en la mañana. Pasados varios minutos, Kevin, quien sabía que venían por él, empezaba a tardar demasiado. Impaciente, ella caminó apresurada hacia la escuela. Había más autos detenidos y más gente en la entrada de lo acostumbrado. Había algo raro, una pelea quizá, pensaría ella. Un grupo de niños y adultos susurrantes estaban apilados a unos metros de la entrada y definitivamente llamaron la atención de Maité, quien al abrirse paso entre la gente vio al centro a su hijo, tieso como una estatua.
Era él, con todo y uniforme. Eran su cuerpo y su rostro, pero completamente pétreos; en su gesto había una sonrisa, estaba de pie con los brazos tendidos al cielo a donde también se dirigían tiernamente sus ojos.
Para ser un ejercicio o una broma, ya había transcurrido mucho tiempo y sería virtuosismo la inmovilidad absoluta que el muchachito conseguía. Maité se acercó hasta él, apenada de presenciar una broma a la vista de medio mundo, pero también irritada de ver los alcances de su hijo, quien no se conmovía con nada. Al llamarlo “¡Kevin, Kev!” él no movía ni una pestaña, la rigidez de su sonrisa era impactante, y sus brazos levantados no asomaron una sola señal de cansancio. ¡¿Era posible esto, qué ocurría?! Maité jaloneó asustada al niño de mármol. Le ayudaron otros compañeros, entró la directora y otros maestros y nada: ¡nadie lo podía mover!
Inmediatamente ella fue al salón de clases de su hijo: vacío; por toda la escuela se le buscó sin hallarlo, ni respondía al celular de él, ni al llamar a sus abuelos sabían ellos del paradero de su nieto. La estatua fija era de una textura muy humana para ser de piedra, para de ser de piedra era demasiado viva.
Ya de noche, Maité estaba llorando frente a las fotos familiares, conteniendo en su mano un vaso con la bebida que le hacía platicar a solas. Se encontraba ensimismada, estaba asombrada y triste. Y rodeando con su dedo el rostro de su hijo en la foto, habló para sus adentros diciendo:
-Kevin, te amo mi niño, perdón por no tener más comunicación contigo, por atenderte y entenderte menos de lo que necesitabas, por casi no platicar de persona a persona contigo que lo ocupabas tanto, porque he extrañado mucho a nuestra Roxana y ahora te extrañaré a ti…
-Jajaja, ¡Mamá! Se escuchó un grito. Sabes bien que te adoro Maité, que no fuiste una mala madre. Anda ven, soy yo el que habla, soy tu Kevin, soy Kev que sólo te quiso dar un pequeño susto…
¡La voz del niño la oyó Maité en su cabeza! Se espantó. Pero luego se contentó. No sabía a ciencia cierta qué pasaba, era como la mezcla de tres mundos distintos. Ella se asomó a la ventana del segundo piso, donde la llovizna aún seguía y no había rastro humano alguno por el jardín. Por dentro, se veía la puerta de la sala, que permanecía cerrada y con una penumbra detrás que hacía difusa la luz que aventaba por debajo un foco de afuera. Maité se vio a sí misma en el reflejo de una ventana: llorosa y pálida, descalza y desaliñada; tomó su vaso y lo estrelló al piso, y tomando un impulso amoroso, salió corriendo de su cuarto hacia abajo, a la sala, al encuentro de su hijo.