Y seguimos pidiendo la palabra: DIEGO
Caminé, caminé y caminé, hasta perder el aliento, la razón y la esperanza de alguna vez volver.
Recuerdo ese día que caminábamos sobre la línea que el mar dejaba sobre la arena, estábamos unidos por un lazo invisible, pero a la vez capaz de percibirse a kilómetros de distancia. Conversábamos sobre aquella noche, cuando nos conocimos.
Obscurecía sobre la costa Barcelonesa, yo leía al final del muelle del puerto principal, hasta que un balón golpeó mis costillas y me hizo soltar mi libro que cayó y se hundió en esas aguas movidas, miré hacia el puerto para descubrir al culpable y ahí estaba él, alto, de tez morena, cabello hasta las orejas de color café quemado, corría avergonzado hacia mí.
-“Perdón, fueron los gilipollas de mis…” -dijo ayudándome a parar y volteando como si buscara a alguien- “bueno como sea, perdóname por favor, ¿Estás bien?”- -“Sí, sí estoy bien” –dije tomando mis cosas furiosa por la pérdida de mi libro- “y no, no te perdono.”-
Esa noche me rogó acompañarme a casa y de paso reponerme mi libro. Caminamos en silencio hasta una librería que seguía abierta. Al llegar pedí el libro y él lo pagó. De ida a mi casa platicamos un poco.
Él se llamaba Diego y era originario de Holanda. Había llegado a Barcelona escapando de una familia conflictiva y llena de gritos para establecerse en un departamento que era de su abuelo y se encontraba cerca de La Sagrada Familia. Por mi parte, le conté que yo era una chica latinoamericana, que llegó a vivir a Barcelona por trabajo de sus padres, con quienes vivía actualmente.
De repente una ola nos corto la plática y nos empapó. Al percatarnos de la hora iniciamos nuestro retorno a casa. El camino era corto y la vista inigualable, así que decidimos regresar andando.
Durante el recorrido de regreso casi no hablamos, Diego iba callado y serio.
-“¡Hey!” –Lo toqué del brazo tratando de llamar su atención- “¿Qué pasa? ¿Por qué tan serio?”- -“No es nada” –respondió con un hilo de voz- “bueno si hay algo pero no sé como…”-
Sin anticiparlo cayó sobre el suelo sacudiéndose involuntariamente.
-“¡Diego! ¡Diego!” –grité desesperadamente-. Afortunadamente un vehículo tipo mini van pasaba a nuestro lado, al ver a Diego en el piso, se detuvo y se ofreció a llevarnos a un hospital.
Yo sabía que Diego tenía problemas cardiacos, pero no que le daban convulsiones.
Pasó una semana y Diego seguía en el hospital, alguna vez me había contado que su salud estaba pésima y que sería un milagro si aguantaba más de una año. Jamás lo creí.
Al domingo siguiente fui a visitarlo por la mañana. Se encontraba acostado sobre una camilla en un cuarto sin compañía dentro, de unas sabanas que combinaban con la pared y con la piel actual de Diego, amarillentas y sin vida, le habían retirado todos los tubos y en la máquina apenas se leían algunos latidos muy distantes uno de otro. Esa fortaleza que tanto lo definía se había evaporado de él.
Me encontraba consciente e informada sobre la situación y el destino de mi amigo. Había escuchado al doctor hablando con el abuelo de Diego y vi al anciano derrumbarse en lágrimas.
Al entrar al cuarto, Diego me recibió con una afectuosa sonrisa, sin ningún motivo me sentí aliviada y capaz de contener mis lágrimas.
-“Pareces un pollo; flaco, amarillo y feo” –hice mi mejor esfuerzo para que mi voz no se quebrara pero al ver la cara de Diego supe que no había sido suficiente- “Los doctores dicen que te estás recuperando” -“Sí, y también dicen que podría morir en cualquier momento” –“¡Diego!, ¡No digas eso! Además, no hay forma de que tú mueras, eso es para los ancianos, ¿Recuerdas?” –dije con intención de sonar optimista- “No me puedes dejar, nos faltan muchas cosas por hacer”.
Comentarios (1)
Victoria Madrigal