Y seguimos pidiendo la palabra: EL ASESINO SOLITARIO
Detrás de esa máscara sudada, se escondía un rostro atormentado. Noches largas colgaban de sus ojos. Después de cada lucha, el Asesino solitario, se dirigía al lavadero, donde restregaba lo mallones manchados de sangre y tierra. Se metía en una tina repleta de agua fría y se sentaba a ver un televisor que no encendía. Se acostaba siempre mirando a la pared.
Vivía solo en un edificio abandonado, con muchas ratas. Que sólo escucha y nunca veía.
En una de las paredes de su cuarto, la que estaba en mejor condición, tenía recortes de periódicos, de revista, viejos calendarios con desnudos de chicas de muy poca calidad, los cuales, uno en particular, le llamaba la atención. Y se preguntaba. ¿Aún vivirá?
La llamaba Vivian, era hermosa del rostro y del cuerpo, voluptuosa, rubia de cabellos y su pubis cubierto de una nube oscura, una mezcla de ternura y vulgaridad, una adolescente traviesa, pensaba mientras la acariciaba con adoración.
Su mayor preocupación era que se desprendiera el calendario de Vivian y las ratas lo mordisquearan, pero era sagrado como una imagen de una virgen, que no se atrevía a moverla o sujetarla con clavos o tachuelas. Sería un sacrilegio.
Sólo ante ella se quitaba la máscara y era sólo para besarla. Ya llegué, le decía como si fuera la esposa que lo esperaba después de una gira por los pueblos alrededor de la ciudad.
El Asesino solitario salía por las noches al patio trasero del edificio, donde había un ring imaginario, con butacas repletas de aficionados eufóricos también inexistentes que aclamaban al ídolo de los cuadriláteros.
Él se movía en círculos, en el centro del ring, y lanzaba una mirada hacia la ventana donde también lo observaba Vivian, que le deseaba suerte.
Volteretas y golpes fallidos, iba perdiendo.
Algo siniestro flotaba en el aire, él lo intuía. Pero no sabía con certeza lo que era. ¿Perdería la lucha, la máscara? pensaba el público nervioso.
Boca arriba en el centro del ring, volteó a ver a Vivian, no estaba. Los aficionados se quedaron callados volteando a hacia la ventana.
Grito su nombre, se puso de pie, entro al edificio, subió de tres en tres los escalones, se le hizo una eternidad llegar al cuarto piso.
Vivian no estaba en la pared, ni el suelo.
¿Se fue?
Fingió buscar una nota de despedida, revisaba el cuarto, esculcó en los cajones que azotaba después de cada búsqueda fallida, no había nada. Luego bajo la cama, bajo el mueble que sostenía el televisor que no encendía.
Las ratas. Pensó.
Se quito la máscara y lágrimas corrieron por su rostro atormentado, se la puso sólo para asomarse a ver a sus admiradores, que se mantenían expectantes, revisó cada sitio donde había excremento de rata, donde olía a orines de rata. Su repulsión y odio hacia ellas lo llevaron a poner fin a esa situación. Creyendo haber encontrado un rastro subió a la azotea, el aire de la ciudad le lleno los pulmones y su cara se ilumino cuando vio a Vivian, desnuda con su nube oscura y sus senos generosos, diciéndole con su cuerpo; por fin, Joaquín.
Joaquín, el Asesino solitario, ya no soportaba vivir con las ratas, que lo torturaban al escucharlas roer por todo el edificio. Así fue qué, antes de salir a luchar, dejó a Vivian en la azotea, y colocó en el lugar donde estaba su calendario otro, una muchacha de cabellos dorados también, que a la distancia del cuadrilátero podía engañar fácilmente a los asistentes. Inventó la inesperada partida de su amada, para que su público no sospeche y se dejó vencer para hacer más dramática su última pelea. Pues, no quería desilusionarlos.
Joaquín corrió a los brazos de Vivian que lo esperaba prendida de un tendedero, se abrazaron fuertemente y volaron juntos por la ciudad.