Y seguimos pidiendo la palabra: ELLA
Ella corría hacia el mar, como si nunca hubiera estado ahí. Aún tenía puesto el vestido de algodón blanco de su prima, cuando la primera ola se estrelló en sus muslos, se arrancó el vestido, lo aventó a la arena y se zambulló completa en el agua fría.
Yo bajé las sillas y la sombrilla, acomodé todo y me senté a verla.
Cada treinta segundos salía a rellenar sus pulmones de oxígeno y desaparecía de nuevo entre las olas. Cuando reaparecía en la superficie, su cabello rojo, normalmente chino, se extendía por su espalda pasando la mitad de ésta, parecía una llama viva. Las gotas que quedaban en su piel dorada e impermeable brillaban como oro con la luz del sol.
Habíamos crecido juntos en esta playa. Hacía más de doce años que cada viernes después de la escuela veníamos y chapoteábamos hasta que cada pizca de energía en nuestro cuerpo se desvanecía y nuestros padres nos levantaban de la arena y nos llevaban a casa.
Cuando ella cumplió once y yo diez, nuestros padres decidieron que no nos acompañarían más, nosotros no quisimos abandonar nuestra tradición y desde entonces nos regresamos caminando 5 km por una carretera cubierta de hojas que caían desde los miles de árboles que la acompañaban hasta el fin.
Nunca habíamos hecho caso de las ideas prejuiciosas de todos acerca de “esos dos muchachos solos en la playa”. Nosotros sabíamos que no importaba y también conocíamos nuestros límites y la relación que teníamos, hasta ese viernes hacía ya dos semanas.
II
Llegamos, como siempre ella corrió al agua y yo acomodé todo. El día era particularmente caluroso, por lo que no tuve alternativa que meterme al mar.
Caminé unos diez pasos y paré al verla acercarse con una piedrita hermosa en su mano extendida hacía mí. Estaba tan cerca de entregármela cuando una ola le pegó y la empujó hacia mí.
Ella había dejado de usar bañadores de niña pequeña y comenzado a vestir trajes pequeños de dos piezas desde hacía tres años, sin embargo yo le había tomado la menor importancia, hasta ese viernes. Yo tenía la impresión de que ella tampoco se había dado cuenta de mi cambio después de tres años de ejercicio y la expresión de sorpresa que se formó en su cara al encontrarse su cuerpo con el mío lo confirmó.
Nos miramos fijamente por un momento, la cargué. Podía sentir cada músculo de sus piernas y abdomen, sentía sus pechos redondos clavarse en mí. La besé
Al final del día, cuando llegamos a su casa la abracé, di media vuelta comencé a caminar con dirección a mi casa. No había dado más de cinco pasos cuando sentí su mano delgada en mi hombro, la fuerza que aplicó sobre mí al jalarme, fue suficiente para hacerme girar y quedar de frente a ella, un segundo más tarde nos fundíamos en el abrazo más cálido.