Y seguimos pidiendo la palabra: Evocaciones e invocaciones en un bizcocho de naranja
A veces, cuando preparo el sencillo bizcocho de mi abuela, sé que con una buena cucharada sopera de piel de naranja recién rallada, con tres huevos, media taza de leche y otra media de aceite, dos de harina y una de azúcar, y si no me olvido del polvo de hornear y de la pizca de sal, puedo, como la aprendiz de bruja que siempre he sido, preparar la poción perfecta para dar de merendar a la familia pegándole esquinazo a la estrechez del presupuesto, justo como mi abuela lo hizo durante tantos años. Ella era una mujer imaginativa e invencible, y su gallardía para vencer los obstáculos siempre fue irreductible; cuando horneo su panqué me doy cuenta de que caigo en una especie de “chamanismo”, como aquellos hombres de la prehistoria que en las paredes de sus hogares naturales pintaban los objetos del mundo sobre los cuales deseaban tener dominio: bisontes, caballos, mamuts, o toros, invocándolos para que los alimentaran y al mismo tiempo les contagiaran sus poderosas cualidades.
En casa de mi abuela -y en la de mis padres, cuando a su vez ellos se convirtieron en abuelos- siempre hubo besos, galletas e historias para acompañar con un café con leche. En ambos casos, su casa fue el refugio antibombas, el pasadizo secreto que nos salvó el pellejo a los nietos cada vez que pedimos asilo político. Ese campo neutral en donde existe la inmunidad diplomática es la zona franca en la que los padres de los padres, la parte más vieja y más gruesa del tronco del árbol de la vida familiar, ejercen la magia de la fascinación sobre los nuevos retoños que los miran con adoración, quizás porque en ellos reconocen la versión perfeccionada de lo que desde su pequeña infancia, fantasean con “Ser de Grandes”.
Estoy segura de que la abuelidad, debe de ser la actividad más sabrosa de la edad madura. Por un lado, los abuelos usan lentes para ver de cerca, pues como son las pequeñas cosas las que realmente les llaman la atención, desean verlas bien, así que es increíblemente más difícil engañar a tu abuela que a tu madre; por otro lado, los abuelos no tienen que cargar con el pesado fardo de tener que educarnos, así que aprovechan para malcriarnos, dejándonos en claro que somos el ombligo del universo aunque el resto del mundo no lo haya descubierto. Como a los abuelos no les cabe la menor duda de nuestra grandeza, es imprescindible que en su casa nos comportemos a la altura… en casa de los abuelos solemos ser mucho mejores personas que en cualquier otra parte del mundo simplemente porque no hay otro remedio.
Sospecho que cuando guiso aquellos platillos que tradicionalmente han alimentado a mi familia, trato de hacerlo apegándome lo más posible a la manera en la que han sido hechos siempre, trato de ceñirme a los cánones, a las leyes de mis mayores, en un intento por conjurar sus espíritus y, desde luego, como un homenaje a su sabiduría; por eso, cuando saque del horno este bizcocho dorado, honesto, sin pretensiones; absolutamente sencillo y familiar, sé que su perfume me transportará irremediablemente a los naranjales antiguos de una niñez afortunada.