Y seguimos pidiendo la palabra: GABRIELA
El sol caía del cielo, rojo como la flama de un cigarro en la boca de la noche. El agua de la costa era paz salpicada por saltos de peces. Oscurecía lentamente, como si la hora del poniente se resistiera al sueño. Pudimos haber contado una a una las estrellas que iban saliendo, pálidas. De camino al viejo centro de la ciudad, para reconocernos, gastamos saliva en nuestro antiguo ritmo. Caminamos junto a la orilla del rompeolas para asomarnos al agua que apenas chapoteaba en el muro; el olor a mar y algas estimulaba mi nostalgia pero no me entristecía. Gabriela y yo avanzamos como empujados por el silencio de la marea.
Me contó que en el tiempo de dos años en que no supimos nada el uno del otro, su madre la había internado en el psiquiátrico Renfield, y que actualmente tomaba pastillas para evitar recaer en aquellos estados de ánimo que la habían orillado a las marcas de sus brazos. Yo ya había notado, desde horas antes, cuando nos vimos al final del muelle, aquellas cicatrices como gusanos incrustados bajo su piel. Tenía una que especialmente semejaba un gordo gusano dormido entres sus músculos y el cuero. No me parecieron de lo más grotesco, o más bien debo decir que la naturaleza grotesca de sus heridas no me hizo sentir mal. Me parecieron, más que nada, marcas pintorescas que le iban perfectamente. Ahora que cuento esto podrás pensar que la hacían ver más repugnante, pero en esos momentos todo el resto de su ser aminoraba enormemente las feas heridas, y además, fortalecían ese carácter singular por el cual me sentía atraído.
Cabellos y ojos de sombras, piel ruborizada, pequeña como una niña pero con las formas asomándose de una mujer adulta, caminaba junto a mí sin rumbo ni apuro. Encontraba en mi compañera la gracia femenina insinuada en la literatura, distinta, según creo, de la gracia susceptible de caducidad que las mujeres de carne y hueso sufren.
Aunque los dos sabíamos que éramos algo más que amigos, no hablamos nunca de ello, nunca mencionamos o cuestionamos nuestra relación, simplemente nos veíamos como si todo estuviera asumido, como si los dos entendiéramos qué hacer cuando esto o aquello. Y así era, asumíamos todo como resuelto y gozábamos únicamente las horas de nuestra compañía, sin pensar en ellas como algo perenne o el preámbulo de la pertenencia.
Así, moviendo nuestras colas por la orilla del malecón, nos acercamos a las casas del viejo centro; cruzamos la calle principal, subimos la banqueta que era el contraste con una hilera de residencias abandonadas donde sólo había gatos, hojarasca y polvo. Los grandes pinos semejaban un murciélago que con sus alas extendidas tapaba las estrellas. La calle oscura, ni sonido de música ni juego, ni llanto de niños o parejas.
Seguramente por mi inmadurez, por algún veneno que no me sabe mal, o por mi simple gusto, la juventud infantil en las mujeres me hace ceder cualquier resistencia. Ella, por lo tanto, era muy joven, ilegalmente joven; y yo, aunque también joven, ya comenzaba a sentir en mi cara la piel rugosa de los árboles viejos. Nunca nos fijamos en nuestras edades si no era para contentarnos por ello. A ella le gustaba que yo fuese mucho mayor, y a mí me cautivaba casi morbosamente el hecho de tener a una mujer apenas niña, cerca y complaciente. A pesar de su muy corta edad, yo veía en Gabriela una personalidad más astuta y maliciosa que en otras mujeres mayores con las que había tratado. Me sorprendía y agradaba, sobretodo, el sentido juguetón con que satisfacía su lujuria, infantil siempre, y por lo tanto, haciéndome sentir en cada acto y encuentro el placer de estar con un querubín bajado del cielo.
Al besarla era necesario inclinarme, y su mano en la mía, más que una mano, parecía una pequeña criatura atrapada. De ninguna manera su cuerpecito significaba una dificultad para nosotros, así lo deseábamos y así era perfecto. Su cabello largo, sus hombros, su busto donde apenas aparecían unos pechos incipientes y el vientre plano que buscan las mujeres de hoy, estaban en ella sin mayor esfuerzo artificioso. No creo haber dado la impresión, al caminar juntos, de ser su padre, pues la forma afectuosa como nos tratábamos se alejaba mucho del trato que un padre tiene con su hija.
Después de dos años sin verla yo había cambiado, pero a ella apenas si se le notaban ciertos rasgos distintos. Su estatura era tan sólo un poco mayor, sus formas eran más pronunciadas pero angulosas, nunca la voluptuosidad de las adultas que parecen desparramarse por todas partes. Era como una planta bien erguida, sin frondosidades estorbosas.
Gabriela estaba completamente consciente de que su forma y su fondo me atraían sobremanera, y no parecía sentirse incómoda ni usada, o así me lo hacía notar. Puedo decir que era una mujercita vanidosa, y que sabía manejar de tal forma su vanidad que no entorpecía la candidez aparente de su ser, la pureza inherente a las niñas, y esa otra belleza que nunca era manchada con la luz de los cosméticos.
Por mi parte, sabía que, aunque a su edad era normal actuar de forma pueril, gran parte del tiempo Gabriela fingía esa puerilidad, y ella sabía que yo sabía. En fin, nuestra relación era un teatro bien formado; siendo actores nos sentíamos más reales. De regreso a nuestras vidas, cada cuál por su lado, Gabriela era la niña de su casa, y yo, el encargado de la biblioteca, acomodando fichas y desempolvando libros.