Y seguimos pidiendo la palabra: GUADALUPE YA NO ES VIRGEN
Ahí de cuclillas, en medio de la sala, empapada en sudor, inerte del miedo: Guadalupe tenía que obedecer porque él aún sostenía, con su mano derecha, el machete ensangrentado y, con la otra manaza puerca, su cabeza. El glande se paseaba con dulzura entre sus labios; un hilillo transparente escurría de su morena y no tan inocente boca. De vez en cuando el viejo soltaba uno que otro resoplido de toro en brama. Su erección era tan grande que sentía desgarros en su piel. El traslucido camisón blanco resaltaba los pezones de Guadalupe. Ella era virgen: hace unos dos años cuando tenía 13. Esa fue su época feliz. Recorría descalza los campos de tomate y fresa, mimada por el cálido aire e imaginaba planicies lejos de las vallas de seguridad del rancho “El Piloto”. Hasta que, en una rara actitud, su padre comenzó a prestarle más atención a ella que a la hermana mayor tras su espontáneo embarazo.
En penumbras, en uno de los cuartos, a espaldas de Guadalupe, frente a una veladora, la madre y hermana sollozaban mientras las plegarias a Dios rebotaban en el techo, en las paredes. Querían que se detuviera el alcoholizado sujeto. Claro, no paró su agresión, en su lugar, hubo embestidas bestiales a la garganta de Guadalupe; se atragantaba la muchacha en una jugarreta irónica de la vida. Los espasmos en la próstata le doblaron las rodillas, le volteó los ojos y surtió de su denso y amarillento fluido. ¿La amaba en ese momento? Liberó el enredado cabello de la quinceañera. Se guardó el pito. El metal del machete resonó al caer muy cerca de la otra víctima: el cuerpo de un niño de cuatro meses, hijo de la hermana de Guadalupe.