Y seguimos pidiendo la palabra: HISTORIA MISTERIOSA Y CON FINAL PENDIENTE, PERO PROMETIDO
Parte 3: Dientes de acero
Raúl abrió los ojos para descubrir tinieblas absolutas. Un sonido mecánico intermitente, como el zumbido de un motor lo sacó del estupor. Había una persona con él, sentía su piel, su vientre, los pies fríos que le rosaban los tobillos, los labios cerca de su pecho; al recordar sus besos un escalofrío lo recorrió. Todo afloró en su mente: era Osiris, había movido las caderas como posesa, y... Le habló entre dientes en espera de alguna reacción. No la obtuvo.
—Raúl… —logró escuchar la voz de su hermano. Algo era distinto; alargaba demasiado las sílabas, carraspeaba y por algún motivo eso le pareció alarmante.
El zumbido no se detenía.
— ¡Miguel!, ¿estás bien?
Alguien más farfullaba, era la otra mujer. La cadencia de sus palabras le resultaba tan familiar, sin embargo no lograba identificarlas. Súbitamente uno de los monitores se encendió y pudo verla: era Tábata. De forma automática identificó un rezo en el que se entremezclaban padrenuestros y avemarías. Tuvo ganas de devolver el estómago, todo daba vueltas, todo…zumbaba. ¿Y Miguel? Miguel, partido a la mitad, señalaba con un dedo tembloroso un objeto que vibraba sobre el alfombrado. Estuvo a punto de gritar: era una sierra eléctrica. Tuvo que voltear la cara, Miguel ya estaba del otro lado, por más difícil que fuera tenía que aceptar que ya no podía ayudarlo, era necesario que se concentrara en sí mismo.
Se palpó rápidamente sin encontrar heridas. Supo que la sangre que lo cubría era de Osiris; fláccida, con la boca desencajada y su lengua (esa lengua roja que lamió todo) parecía dispuesta a continuar. En la pantalla, mientras se quitaba el cadáver de encima, el rostro de un viejo calvo con lentes de sol, cobró forma.
—Buenas noches Raúl. Déjame presentarme, soy el Doctor Óscar, agente del Círculo. Sé que no tienes idea; te portas bien, no tienes enemigos (sí, te conocemos a la perfección)…. No, no se trata de matar; matar, descuartizar: prácticas comunes de bárbaros, carniceros carentes de sofisticación. No, para nada, eso fue… colateral. Porque lo que sucedió aquí fue bastante complejo; se requirió una estimulación total para que ustedes (sí ustedes) realizaran esta carnicería… Y te digo esto, no porque tenga que hacerlo, sino porque me ayuda…
Raúl no hizo caso, sabía que era imperativo conservar la claridad. Se esforzó por ignorar el aroma de la sangre y los ruidos: la sierra, Tábata balbuceante, los ruegos de su hermano.
— ¡Ah, sí! La razón, pues, (en caso de que haya una) no debe importarte; acéptalo, el viaje se termina, y en el fondo estoy seguro de que es lo que anhelas; el fin del sufrimiento: sufres y nada más queda decir adiós. ¡Adiós!… ¡Ah! Levska, mi asistente, también quiere despedirse.
La rubia de la gorra de capitán apareció en pantalla y sopló un beso. La transmisión se cortó.
—Ave María… Madre en el cielo… Santificado sea vientre — insistió Tábata.
—¡Cállate!, nos quieren chingar. Tenemos que salir.
—¡Jesús! ¿Por qué, Jesús?
—¡No soy Jesús, pendeja! —gritó en el culmen de la desesperación. Ella siguió arqueándose como si estuviera en penitencia.
Unos tubos que brotaron del suelo escupieron un vapor traslucido que apenas se delataba en sus ondulaciones. “Gas, los hijos de puta quieren envenenarme”. Tanteó la alfombra, sin saber que buscaba. Encontró algo terso: un pedazo de tela, era una tanga. La amarró alrededor de su cara en un intento de proteger sus vías respiratorias. Era la segunda vez que la tenía en los labios. Le dolieron los pulmones, sintió que explotaban; cuando sucediera sería consciente por un instante más, luchando por respirar con la garganta llena de coágulos. Necesitaba encontrar la forma de abrir una vía de escape, ¿cómo? En su mente apareció la imagen de una cadena que corriendo sobre la espada destrozaba una pared: era la motosierra. Impulsivamente decidió buscarla. Reptó guiado por el traqueteo hasta que la encontró. Cuando la tuvo bien afianzada sintió que una sacudida de poder se extendía por sus músculos. Se reincorporó y avanzó con torpeza.
Tábatha apareció envuelta en un jirón de humo, su rostro era una plasta de ampollas en efervescencia. Blandía la sierra. Deseó que se quitara, estaba en su camino; no lo hizo, no podía detenerse, ya no aguantaba más; le pareció que se quemaba por dentro. El acero la partió en dos y siguió de largo hasta impactar la portezuela del vehículo. La fibra de vidrio cedió. “Sí, sí, por favor”, dijo Raúl para sus adentros al ver como se iba levantando en tiras. Logró abrir un boquete lo suficientemente ancho y profundo. Soltó la sierra y asomó el rostro. Una corriente de aire puro removió el improvisado tapabocas para entrar en sus conductos respiratorios; llegó a lo más profundo, oxigenó la sangre, relajó sus músculos. Era casi libre, sólo necesitaba… Pasó el cuerpo por el agujero.
Azotó de espaldas contra la tierra. Estaba afuera. El cielo nocturno giró lleno de estrellas. Nada perturbaba el manto de la noche, resplandecía, para Raúl, esa noche era la más brillante, palpitando como su corazón. Respirar era tan delicioso, nunca reflexionaba sobre eso, ahora lo sabía, ahora se preparaba para descansar. Cerró los parpados y se desmayó.
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Esteban Beltrán