Y seguimos pidiendo la palabra: JULIA YA NO VA A VOLVER
Víctor solía morirse de risa cada vez que pasaba por aquella casa. Por eso en el barrio adquirió una fama de loco que nunca se pudo quitar.
Todas las mañanas, a la hora en que el mundo se desquicia, donde los carros van y vienen, donde los niños caminan en un solo bostezo rumbo a la escuela y donde las señoras, menos doña Julia, se quedan en sus casas para hacer lo que el santísimo disponga, Víctor se empuja un café caliente y sale de prisa rumbo al módulo de teléfonos celulares donde trabaja desde hace seis meses.
Él llegó a ese barrio en los años sesenta, debido a que a su padre le habían asignado el cuidado de una empacadora de pescado y, junto a su aún incipiente familia, tuvo que viajar desde el puerto de ilusión hasta el puerto de esperanza como don Higinio le llamó a ese lugar desde que pisaron tierra.
Víctor apenas andaba por los ocho años, era flanco, de poco pelo, con su cara llena de manchas blancas como pequeños mapas y no tenía entonces más pendientes que la escuela, los juegos durante toda la tarde y su programa favorito: el gran Chaparral, mismo que pasaban después de las novelas que por nada del mundo se perdía su mamá.
Ella, al igual que don Higinio, había nacido del otro lado del mar. También María Estela, la hermana mayor de Víctor y todos, pero esta había muerto antes de cumplir tres años a causa de la imprudencia de un borracho que la hizo volar algunos metros con su carro viejo. Cuando pasó esto, Víctor todavía no nacía; Juan Antonio sí y fue él quien de un de repente vio caer a su hermanita desde el cielo como una muñeca destartalada ese inolvidable día que jugaban a la pelota en la banqueta.
Víctor escuchó esa historia muchas veces. Algunas en boca de doña Estelita como todos le decían a su mamá en el barrio, otras por plática de los parientes más viejos; A Juan Antonio en cambio, nadie le podía sacar una palabra de eso, aunque dicen que cuando se fue para los Estados Unidos, lloró como un niño abrazado de su papá y todos sabían que el motivo de su llanto no era nada mas por ese viaje.
A los primeros días que Juan Antonio partió, a Víctor se le hacía inmensamente solo el cuarto inacabado que por varios años compartieron. Fue por esas fechas cuando le empezaron a dar esas rarezas a la hora que dormía por las noches. Un doctor diagnosticó, en palabras traducidas por su mamá, que todo esto venia de su malnacencia y que tendría que aprender a vivir su vida sorteando esos ataques y esas repentinas encorajinadas que le daban a Víctor.
Don Higinio se lo llevaba de vez en cuando a la planta para que se distrajera pero como le empezó a agarrar sabor al dinerito que le daban los amigos de su papá por lo mandados que les hacía, su mamá ya no lo dejó ir porque temía que abandonara la escuela.
Resulta entonces que a Víctor le llegó la adolescencia muy pegadito a su mamá. Con tanto alejamiento de su padre, tenía que estar con un ojo a su vida y con otro a la de su jefita, como él la nombraba. Ella le correspondía enteramente: Amanecían juntos, comían juntos, hacían la tarea juntos, veían la tele juntos: ella vivía emocionada con la novela Rina y él aguantaba callado pero muerto de la desesperación para ver enseguida “el gran Chaparral”.
Ambos odiaban que alguien llegara cuando estaban más emocionados frente al televisor.
Doña Julia, la entrañable vecina ya de muchos ayeres, podía presumir de todo: de su bello esposo ya fallecido, de Puebla, su tierra natal, de su mole que le salía como para ofrendárselo a los dioses, de su artificial cabello ensortijado, de su casa recién ampliada con un préstamo de la infonavit, de sus amplísimas caderas, incluso de su perro “killer” que le habían donado hará unos meses los del antirrábico del ayuntamiento; pero no de su prudencia porque esta no existía en sus modales. Por eso Víctor y su madre hervían de coraje cuando tocaban a la puerta pues estaban seguros que era doña Julia acompañada del “Killer” quienes sin la menor vergüenza entraban rozagantes y ella se dejaba caer como aerolito en el primer sillón que la recibía en la sala, mientras el perro husmeaba unos segundos y luego se echaba impasible al lado de su dueña.
Las visitas de doña Julia eran de carrera larga por lo que Víctor y su mamá se turnaban, no siempre de buena gana, para atenderla. Y es que les empezaba a contar que ya no aguantaba a la gente del barrio, que un día de estos agarraría sus tambaches y se regresaría a Puebla, que le habían faltado al respeto en la calle; hacía esto justo cuando Ofelia Medina protagonizaba un sublime enfrentamiento con Carlos Ancira y la famosa actriz estaba a punto de levantarse de la silla de ruedas para estrangular a su acérrimo rival. Doña Estelita acaso oía su cantaleta lejanamente pero no despegaba los ojos del televisor. En cambio Víctor, como para matar el tiempo, no quitaba la vista de las macizas piernas de Doña Julia.
Tan pronto finalizaba Rina, Víctor se aplanaba en el sillón y buscaba la postura más cómoda para disfrutar por media hora de los sanguinarios enfrentamientos entre blancos y apaches, de las voz del tío Buck, del corrosivo sentido del humor de Manolito Montoya y de la Jovial belleza de Linda Cristal en su abnegado papel de Victoria, la dulce esposa de John Cannon.
Este ritual casi guardaba para ellos la misma necesidad que comer, o dormir o ir al baño. Pero todo tiene su final y eso le pasó a la telenovela donde los buenos vivieron felices para siempre y también al Gran Chaparral que un día salió del Aire para poner en su lugar un aburrido documental sobre animales que a Víctor lo trajo encolerizado por un buen tiempo.
Doña Estelita pronto le agarró el sabor a la nueva telenovela, pero Víctor - prefirió hacer ronda con sus amigos que diariamente se juntaban en la esquina debajo de ese poste aluzado donde se sentaban a disfrutar sus correrías.
Era una esquina cómplice, una casa al aire libre donde se inventaban glorias presentes y prósperos futuros.
Hasta allá se oía el grito de doña Estelita cuando estimaba que ya era muy noche para que Víctor anduviera en la calle. Este fruncía el ceño y contestaba refunfuñando ahivoy, sabedor de que en el fondo, ese llamado era el viejo truco dormilón de su mamá para que doña Julia, quien ya llevaba un par de horas con sus cantaletas, levara anclas y agarrará camino para su casa con todo y Killer.
Víctor y sus amigos dejaban el poste cuando ya todo estaba en silencio y las luces de sus casas empezaban a apagarse. Víctor trotaba hacia la suya y según le pareciera, iba a dormirse en su cuarto o se tiraba a lado de su madre.
Una noche como tantas,Doña Estelita apenas siente cuando Víctor cae en la cama. Pasan de las doce y ambos duermen. Doña Estelita explaya sus ronquidos en diferentes tonos, Víctor se empieza a mover en un solo pedacito como culebra y de su boca sale una nubecita de saliva blanca. Sus movimientos aumentan descompuestos y sus ojos van y vienen extraviados. Entonces le atiza un codazo a doña Estelita quien despierta ofuscada y, en penumbras, observa a Víctor que le estira las manos y le quiere decir algo con voz traposa pero se muerde la lengua y su cuerpo se pone duro como un animal disecado. Doña Estelita le habla por su nombre, le grita por su nombre, llora con angustia y le empieza a sobar con ternura todo el lado izquierdo hasta que Víctor va aflojando el cuerpo y enderezando la boca. Poco a poco se va quedando dormido, mientras doña Estelita en sollozos lo acaricia como a un niño y ruega a dios que ya amanezca.
A partir de entonces doña Estela aumentó la vigilia sobre su hijo. Cuando don Higinio venia los fines de semana hablaban de eso, pero todo quedaba en un pendiente y después cada quien volvía a sus tareas. Don Higinio regresaba a la planta, Doña Estelita se metía en sus quehaceres y Víctor sorteaba su tiempo ahora entre la escuela y los amigos de la esquina, esos que tenían que andarlo fildeando, como decían ellos, para que no le fuera a pegar la tatagüila
Doña Estelita, sin embargo, no dejó las preocupaciones. Por el contrario, siguió con los cuidados y no perdía ocasión para tener a su hijo lo más cerca posible. Aparte de los medicamentos que le prescribió el doctor, el epamín y el fenobarbital, Víctor tenía que someterse además a todo experimento casero que recogía su mamá entre los vecinos con tal de que se le quitara la malnacencia.
Bebió te de cebolla y de raíz de Cholla, comió huevos crudos en ayunas, condimentó sus comidas con polvo de víbora de cascabel, tomó caldo de iguana, se empinó sendos vasos de leche tibia en la noche antes de acostarse, probó un brebaje de miel con saliva, le pusieron sebo con cal en las uñas de los pies, le zamparon una cucharada sopera de nuez moscada molida que por poco y se les ahoga, le colocaron en sus calcetas unos algodones empapados con orines de becerro recién nacido y le untaron cataplasmas de estiércol de gallina en todo el pecho.
Lo flotó con creolina una mujer embarazada, le sobaron todo el cuerpo unas gemelitas, le dieron fuertes ramalazos en la espalda con un manojo de Pirul, le retacaron su almohada con hojas de ruda, lo hicieron que se bañara con agua helada muy de mañana, lo convencieron de que entrará de rodillas a la iglesia de la colonia, quemaron una camisa de él y le dieron a comer las cenizas mezcladas con aceite de oliva, y le pasaron una y otra vez la cola de un gato negro por todo el brazo izquierdo.
Doña Julia no se quiso quedar atrás y también puso de su parte. Un mañana que Víctor aún estaba acostado y somnoliento llegó con un extraño ungüento en un frasco de mayonesa, le pidió a doña Estelita que la dejará a solas con él y cerró la puerta. Luego puso su mano en el pecho de Víctor y espesó a tallar con delicadeza al tiempo que repetía: Jesús, María y José, recuerda que hay padre, que hay hijo y que hay espíritu santo y cura a este hombre que al igual que todos nosotros es tu hijo. Lo dijo quedito y luego más fuerte casi hasta implorar a gritos la letanía. Después fue bajando su mano poco a poco sin dejar de sobar con la aromática pócima a Víctor quien ya para entonces había abierto sus ojos. Doña Julia no se anduvo con miramientos y empuñó con suavidad el pene ya erguido de su paciente. Víctor volvió a cerrar los ojos y doña Julia, en cuclillas, terminó con su encomienda.
Desde entonces no regresaron las convulsiones. Doña Estelita no daba crédito al milagro y bendijo en todo momento la ayuda de los vecinos. A doña Julia, en gratitud, le regaló una medalla de oro con la virgen de Guadalupe que por muchos años había guardado y le pidió que no dejara de darle sus flotaditas de vez a su muchacho para que no le fueran a volver esos arranques.
Doña Julia cumplió con deleite ese mandato y siguió frecuentando a Víctor para desaparecer los resabios de sus males. Se encerraba con él y pasaban buen rato a solas mientras doña Estela se zambullía en la televisión o regaba alguna mata.
Víctor recuperó el ánimo pero ya no se reintegró a la escuela. Se dedicó a buscar trabajo y no tardó mucho en emplearse como ofis boy en una empresa de telefonía celular.
Su progreso coincidió con la sorpresiva noticia de doña Julia quien, en uno de sus habituales arranques, explotó diciendo que estaba harta de la gentuza del barrio y que se regresaría a Puebla.
Doña Estela pegó el grito en el cielo y le rogó que no se fuera. Pero la decisión ya estaba tomada y a doña Julia ya nada la haría cambiar de parecer.
La noche anterior a su partida, Doña Estela la invitó a su casa, le preparó un pozole y ya, como para no dejar, le hizo el último intento para convencerla de que se quedara. Fue imposible. Doña Estela se soltó llorando y la abrazó por buen rato. Sollozando le dijo que no la esperará al día siguiente, que no iría a despedirla porque soportaría verla partir. Doña Julia apenas atinó a decir que estaba bueno, moqueó también y después de no sé qué tantas recomendaciones mutuas se fue para su casa.
Serían como las tres de la mañana cuando doña Julia escuchó que tocaban a su puerta: abrió con cuidado y se encontró con la cara estragada de Víctor que la miraba fijamente. Ninguno de los dos habló nada, pero doña Julia no lo sintió como otras veces. Ella esperaba un buen apretón de despedida, Víctor sin embargo se echó a sus brazos, comenzó a llorar como un niño y le rogó que no se fuera. De nuevo doña Julia fue tajante. Víctor quiso llevar sus manos más abajo y ella lo detuvo. Entonces la abrazó con fuerzas y le arrancó la bata de un tirón. Doña Julia pegó un grito pero de inmediato él le tapó la boca. Forcejearon y terminaron en el piso. Víctor se le montó encima y sus manos como pinzas la tomaron de su cuello. Apretó con todas sus fuerzas y doña Julia coleteaba como un pez fuera del agua hasta que por fin hubo un vencedor. Ya inerte la penetró en repetidas ocasiones, la subió a la cama y le repitió la suerte. Después fue a la cocina y agarró un cuchillo. Para entonces los ojos de Víctor estaban desorbitados y miraban sin mirar seguramente como uno de esos indios que en tantos episodios vio contender en el Gran Chaparral. Víctor alzó el puñal y lo dejó caer en la humanidad de doña Julia cuantas veces pudo. Enseguida se lo puso en la cabeza y comenzó el escalpe. Sus manos empapadas de sangre comenzaron a quedarse con pedazos del cuero cabelludo de doña Julia.
Terminada la faena, se sentó en la cama, la miró ahí tendida como una res, se incorporó y comenzó a arrastrar a doña Julia hasta medio patio. Como pudo escarbó lo suficiente como para que cupieran los despojos y una maleta que estaba lista para el viaje. Finalizada la inhumación, dispuso de un colchón viejo que yacía en el patio y lo colocó sobre la tierra fresca. Acto seguido caminó furtivamente hacia su casa y se volvió a acostar.
Desde entonces Víctor ya no era el mismo. Su mamá le notó algunos desvaríos pero hacia como que no se daba cuenta mientras no le volviera la condenada malnacencia.
Nadie reparó en la partida de doña Julia. Víctor por su parte siguió de mandadero en su trabajo.
Sus patrones confiesan que es un tipo raro pero muy cumplido: Se levanta muy temprano, se empuja una taza de café caliente y sale de prisa rumbo al módulo.
Los vecinos, eso sí, no lo bajan de loco porque Víctor aún se muere de risa cuando pasa ligerito por enfrente de esa casa.