Y seguimos pidiendo la palabra: LA PAJARERA
Estaba la pájara pinta sentada en un verde limón. Por aquí y por allá se entierraba los pies en sus chanclas de hule verdes, las piernillas cenizas de palo seco. El Yeye brincoteaba brilloso, persiguiendo y gritando, esperaba la nochecita para acercarse al camino y ver a los que venían del Arenal en bicicletas a visitar a las novias. Los ojos redondos del Yeye ya sabían mirar de frente y con ansiedad, y no tendría ni doce años, pero bien que se resbalaba sin dificultades. Chotito, lo saludó un cantadito burlón de atrás. Te vamos a arrastrar entre todos hasta que se te quite lo mariquita, lo regañó el de adelante y se fue el Yeye corre y corre a su casa con miedo, vergüenza y jaria.
La madre espiaba desde la ventanita de la cocina. Sirvió el café en un pocillo y levantó la voz chillona. Qué te andaban diciendo esos hombres, y no me digas que nada que yo clarito oí. Qué les andas provocando. Te van a desgraciar, te van a romper el alma. Te van a hacer lodillo. Te van a poner la marca y luego no te va a alcanzar la vida para que se te borre… pero el Yeye sólo alcanzó a oír la primera frase y salió por la puerta del caidizo. Las gallinas se desperdigaron aleteando, cuando se metió al gallinero.
Que las gallinas no saben bailar, le contestó el Yeye a la tía Sofía cuando estaba todavía chiquito de seis años y preguntaba mucho. Mi frijolito, le decía, y se lo sentaba en las piernas. Si tú vas despacito y te arrimas al gallinero, ya en la noche, vas a verlas bailar, dan dos pasos pa’lante y luego se dan la vuelta. Y tanto le dijo la tía que el Yeye fue al gallinero a ver el baile de las gallinas. Pero nada, estaban a piense a piense. Las gallinas tan pensonas. Y entonces le habló el Fito que estaba orinando detrás de un árbol. El Yeye se quedó un rato sin responder. De lejos se oían las averiguaderas de la tía Sofía. El Fito volvió a llamarlo. Y Yeye fue. ¿Quieres hacer gorserías? No. Pero finalmente se puso a curiosear con sus manitas la piel suave y caliente de su primo. Sigue así, sigue. El Fito ya tenía pelitos pegados a la piel. No lo sueltes. Pero no se lo andes diciendo a todos, le advirtió el Yeye. Está bien pero síguele. Di por Dios santito que no vas a decirle a nadie. Por Diosito santo, pero pónmela dura, se recargó el Fito contra el tronco del árbol y respiraba fuerte. Más rápido Yeyito y el Fito sudaba. De la boca del Yeye colgaba un hilo de baba. Ponme salivita. Lo escupió el Yeye. No, así no. Le empujó la cara a sus verijas. El Yeye olisqueó y probó un poco la carne del Fito. Pero le dio asco y miedo y salió corriendo a donde estaban la tía Sofía y su madre a las carcajadas en el patio del frente.
Desde entonces, cada vez que miraba al Fito rondando, el Yeye no encontraba sosiego y andaba de un lado a otro corriendo como lagartija borracha. Niño ya estate en paz, niño te va a agarrar un aire, le decía doña Petra. O te estás quieto o te amarro a una silla. Y el Fito gorjeaba fuerte desde las ramas de un mango. No había cumplido su promesa. Regó la voz de que el Yeye ya sabía del gusto a verija. Subidos a las ramas estaban los cuates Mendoza, el Paco salao y el Topeche. Y uno pegaba un silbido como pijul mojado y otro trinaba como primavera, y graznaban como pichiche de un rincón, y del otro salía un grito de cotorro enchilado. Entreverados en las ramas de los árboles espiaban la inquietud del Yeye que no podía salirse del cerco de su madre.
Doña Petra lo bañaba con agua de piocha, le frotaba aceite dulce y loción de siete machos, a la hora de dormir. Y apenas se levantaba le daba ponche de ruda con leche de burra, dos yemas de huevo rojo y un chorro de jerez para aplacar el histérico que le rebullía en las tripas. Por las tardes llegaban las tías y las abuelas y las comadres con sus vestidos de percal y las gardenias encajadas en la cabeza. De entre sus labios morados iban saliendo las opiniones sobre el pobre Yeye, frijolito, tan bien logrado que estaba. Qué le darían a probar, qué se metería a la boca, qué cochinadas se tragaría con tanta gente malintencionada que anda nomás viendo dónde provocar desgracias. Entre mangos y aguas frescas intercambiaban remedios. Si es un mal de este mundo con tecito de cundeamor, pero si es de espíritu malo hay que bañarlo con sangre de gallina prieta culeca, una el martes y otra el viernes. El Yeye se hacía el dormido en la hamaca para oírlas. Pero ninguna sabía del olor que el primo Fito le había clavado, del veneno saladito que esa carne le dejó. Doña Petra no era tonta, se puso a espiar a los pajarracos que pardeando se trepaban a los árboles de la huerta. Cada tarde se arrimaban, cada tarde era el pendiente con el Yeye, taparle todas las salidas, no perderlo ni un momento, tan tiernito, tan de a tiro un botoncito y ya estaban los chacales afilándose los dientes. A veces salía enmuinada a gritar a los cuatro vientos: a ver si no se van a comerse la mierda de la que los parió y dejan de estar cagando donde no los llaman. Y aventaba piedras a la oscuridad de las ramas sin saber a dónde. Y no tardaban en volver a oírse más fuerte todavía los gorgeos, los graznidos y los trinos. Y doña Petra escupía el suelo y aplastaba la saliva y lanzaba maldiciones. Que se mueran de chorrillo, que se les pudra la picha, que los muerda un coralillo.
Tuvo la vieja que hacerse a la idea. Los árboles se llenaban de pájaros de todo tipo. El Yeye iba creciendo azorado sin salir siquiera a tomar el aire. Cuando empezaba la alharaca el menudo prietito se enroscaba a temblar en un rincón debajo del altar de la virgen para alcanzar la protección de la reina y madre llena de misericordia, la dulce esperanza nuestra. Y empezaba doña Petra a cantar el “Magnificat” al derecho y al revés hasta que la noche se cerraba y el pajarerío se apaciguaba por completo.
Cuando la tía Sofía murió, doña Petra y el Yeye la fueron velar como era el deber. Doña Petra se juntó a los llantos de las mujeres que rodeaban el cadáver. Afuera los viejos tomaban café con aguardiente que el Fito y los cuates Mendoza repartían. Ya el Yeye tenía diez años y doña Petra estaba muy triste como para andarlo cuidando. Lo pusieron a que ayudara a acarrear los pocillos y a amontonar las flores que iban trayendo los dolientes y a recoger los trastes sucios y a acarrear agua y a detener los cables para que hubiera luz por todo el patio y a poner ladrillos para los tablones donde se sentara la gente. La noche se alargaba en el ajetreo y los rosarios no cesaban con los cantos de las viejas lloronas y las pláticas a media voz de los hombres apiñados en el patio.
Y los cuates se llevaron al Yeye a buscar leña para atizar la lumbre del café. Y no grites Yeyito que aquí nos las vas a pagar, putito, ni digas que no te gusta. A ver: huele, huele bien, mariquita. A ver dale una probadita a ver si no es cierto que andas que te derrites, torcacita. Pásale la lengua no tengas miedo que de esto vas a vivir. El Yeye lagrimeaba pero nada decía. De rodillas se puso a obedecer. Ya había llegado Paco el salao, el Topeche y hasta el Fito. Nomás no grites perrita en brama, nomás no hagas musarañas que de esto vas a tener todos los días. Y se lo pasaban uno al otro. El Yeye no paraba de llorar pero tampoco era capaz de salir corriendo. Y no chilles jotito. Le dio una bofetada el Topeche, el más alto, el más oscuro, el más dotado. El Yeye sólo pujó, se dio por vencido, hizo todo lo que el grandulón le ordenaba. Moqueaba, lagrimeaba, las tembladeras le cubrían todo el cuerpo, pero no se desprendió del fruto jugoso que lo sometía. El Paco se lo arrancó y lo tiró al suelo. Le dio otra bofetada y una patada en las costillas. El Yeye dio un grito, pero el Fito, aunque doliente porque su madre estaba tendida, le puso la mano en la boca para atajárselo. Y sólo se la quitó para ponerle el miembro dulce, tibio y resbaloso entre los labios. De uno en uno todos fueron volviendo al velorio y a los lamentos por la difunta. El último fue el Yeye, después de limpiarse con el paliacate de su primo.
Y dejó las diligencias para irse con su madre a corear la letanía. Salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consolación de los afligidos. Doña Petra recitaba por inercia, perdida la mirada en la montaña de flores blancas donde nada parecía estar muerto, como si la tía Sofía se hubiera vuelto fragancia, humo de veladora, espuma de ola que regresa al mar. Ahí les amaneció, los viejos tristes en las bancas de afuera dormitaban. El Yeye estaba recostado sin dormirse sobre el regazo de su madre. Trinos, gorgeos y graznidos inundaban las ramas de los árboles.