LAS NARCOTIENDITAS DEL AMADO
Cuando Amado despertó el dinosaurio todavía estaba allí. Los críticos, que despertaron antes que Amado ya estaban buscándole razones al dinosaurio. Ya estaban puliendo sus gafas para encontrar lo literario del texto, el sentido histórico o la metáfora a esas siete palabras del cuento de Monterroso.
Los cuentos del Amado no tienen ese espíritu proverbial y ambiguo que da mucho de qué hablar porque calla lo que quiere decir. Pero tienen la cualidad de reproducir las situaciones en las que cualquier mariguano paceño se ha visto alguna vez envuelto. En ellos me reflejo y se reflejan quienes marcamos un número desde el teléfono de un oxxo para esperar al carro blanco que se convierte en calabaza después de las dos de la mañana. Escuchamos los diálogos de quienes se fascinan por hablar del Chapo y beber whisky, mientras esperan un perico que está a diez miligramos de no ser cocaína. Así como los versos de Góngora no son una apología de su invencible locura, el libro del Amado no es una apología del consumo de drogas. El regocijo que hay en él es una necesidad humana, con la que obtenemos salud al reírnos de nuestra propia fosa.
Los personajes que aquí aparecen son personajes vulgares, mediocres, y en general no desarrollan un soliloquio reflexivo en el que destapen o retuerzan el alma humana. Son hombres. No poemas. Compran sus drogas en la calle o con distribuidores autorizados, pasando aventuras de poca monta pero suficientes para sentir que están siendo parte de algo ilegal, rudo y callejero. En fin, que se están portando mal.
A pesar del riesgo de ir en bola, todos quisimos ser parte de la aventura. Inconsciente o conscientemente también, el placer de hacer algo ilícito da un mayor disfrute cuando todo resulta bien y te pones drogado. Algo así como renovar la credencial que te da derecho a ser loco rifándotela, jugar a la ruleta con el revólver del destino y saborear el poder con el que puedes burlarte de la autoridad establecida.
Como la mayoría tenemos o tuvimos estas sensaciones gratificantes, el libro tendrá una lectura garantizada en la Indeco, en la Revolución, el Santuario, el Esterito y zonas intermedias. Este carácter local no es de ninguna manera una desventaja. Los seres humanos nos parecemos tanto sin darnos cuenta, y todos nos parecemos en que nos creemos únicos. La venta de drogas ha homogeneizado algunos hábitos en México, como el de marcar por celular a los jetas blancos o ir de visitas fugaces a casas que parecen abandonadas. Habrá lectores potenciales en Chihuahua, Tijuana, Santa Rosalía, el D.F., La Paz, y todas aquellas ciudades en México donde el circo de las drogas levante sus carpas al público.
Este hábito, como cualquier hábito social, genera recuerdos que terminan en la vitrina de nuestra memoria. Los recuerdos más gratos del barrio siempre tienen una o dos cucharadas de barbitúricos, bombones de humo y litros y litros de cerveza. Estamos enredados en la telaraña de las sustancias, quizá como presas, quizá como fervorosos degustadores de sus placeres…
El libro de Amado, como bien lo dice Rentería en el prólogo, también ofrece muestras del aparato no oficial de la federación, con el cual puede mantener una relación de amor, odio y dinero entre la autoridad policiaca y los narcos, que se funden y confunden como las ramas de nuestros árboles genealógicos. A muchos nos ha tocado enfrentarnos a la astucia del policía, que se aprovecha de nuestra parálisis etílica para llevarnos a la comandancia. A muchos nos han hecho un placón por hallarnos una bacha escondida en el asiento, como si fuéramos la médula del crimen organizado. Personalmente encuentro en este libro a los policías demasiado perrunos y porcinos, casi tan porcinos y perrunos como nosotros mismos.
Los Cuentos cortos de narcotienditas tienen ese lenguaje, usado con abuso en una que otra página, del hablar cotidiano. Ver en las páginas de un libro una frase exclusiva del barrio, en una historia del barrio, es un bien que tal vez ayude a que algún chukero lea el libro. Estoy seguro que una de las mejores recompensas para el Amado será que su libro lo conozcan sus compas y los personajes que andan por ahí como jóvenes de 17 años comprando mota y fumándosela en la esquina para ostentar ese sentimiento del que hablábamos antes.
Espero sea un éxito en los paralibros, pero espero más que Amado les pueda vender unos ejemplares a quienes han estado vendiendo cristal a la población durante quince años. Que lean en el libro el sentir de un consumidor. Que lean en él una respuesta fuera del discurso político y del discurso periodístico. Una respuesta literaria, pero sobre todo una respuesta de quienes estamos vivos todavía y sabemos cómo están las cosas en nuestra cuadra. De quienes disfrutamos y padecemos íntimamente todo el show de las drogas, ya sea en la calle, o dentro de nuestras casas, con nuestras familias.
Me sorprende que los personajes tengan ese poder adquisitivo. Se compran 1000 pesos de cristal, 600 de coca, 500 de mota, para una fiesta de sábado. Seguramente es una alusión a la inflación o un error de dedo. No tiene importancia, como no tiene importancia que se mencione a Fox en su libro o al papa Benedicto XVI, que al fin son nombres desechables. Me parece más importante que la construcción de estos relatos haya cedido menos a la exaltación barroca que al ambiente familiar, sencillo e ilusoriamente superficial con que están hechos. Amado también escribe versos y éstos no carecen del carácter doliente y visceral del espíritu humano, expresado con ese aliento indefinible que tiene la poesía; sin embargo, en este libro renuncia casi por completo a él, y nos narra aventuras breves y ligeras, y no por ello menos expresivas. No me refiero con esto a que el texto no tenga flashazos poéticos, pues la poesía de vez en vez visita a la literatura. Me refiero a que no abusa de su habilidad poética para empañar sus relatos con un tono que no les corresponde. Por la simple razón de que en él se intentan comunicar otras sensaciones y escenarios, el libro de Amado no es un libro de los versos que le conocemos, sino un texto donde encontramos sujetos parecidos a nosotros, cercanos a una realidad dramática, que aquí se presenta cómica, en la que vamos embarcados y acolchonados sin mayores reclamos.
Tal vez si los lugares en que se desarrollan las historias no se parecieran tanto a La Paz (aunque no todos estén ubicados ahí, sino en una zona ficticia) el libro sería más violento. Aunque se expresa una realidad en ellos, no es la realidad del país, la cual es más cruel, pútrida y avasalladora. No hay escenas de narcobalaceras ni grandes bisnes, porque parece que quienes se disputan el negocio del narco han decidido que nuestra tierra será su patio de recreo, apacible y tranquilo para sus fines de semana. Lo que encontramos es la manifestación del último eslabón de la gran cadena del narcotráfico, donde los personajes se parecen más a nosotros, con crudas igual que nosotros, con deudas, desvelándose en débiles diálogos intrascendentes antes de recibir unos gramos de placer basura, revoloteando monótonamente en una jaula de pájaro invisible.
Cada relato es una cifra del ambiente que sustenta al libro. Su valor radica en el conjunto, no en la individualidad de cada historia. Las constantes en el libro son la brevedad de sus apartados, el tema, pero sobre todo, para mi gusto, el humor con que conversa con el lector. Es un texto que te hace agarrar cura, sin circunloquios académicos, de la farsa de las cosas.
El texto es tan breve que puede leerse de un solo tramo, sobre todo si vives en Camino Real y tienes que ir en pesero al estadio Guaycura. Esta brevedad, que no es la brevedad de El dinosaurio de Monterroso, es mi esperanza para la estimulación de sus lectores.