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Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DE ORTRO XL y XLI (09-Ago-14)

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Sábado, 09 Agosto 2014. Publicado en Literatura

 

40

 

Se encontraban fuera de la Ciudad Más Grande del Mundo.

—Puede irse —dijo la mujer a Rocío—, se acabaron las razones para retenerla.

—¿Cómo, así nada más? —preguntó, asustada.

—Nos dieron órdenes de liberarla.

—Señora, tome en cuenta que falta poco para que nazca mi bebé; ¡ya no puedo valerme por mí misma!

La mujer guardó silencio; volteó a ver al hombre que estaba a su lado.

—Ella tiene razón; además, no nos ha hecho nada —observó.

—Bien —dijo el hombre—, llévala a la carretera, que ahí espere un transporte foráneo.

—La persona que me retuvo aseguró que ayudarían —imploró Rocío.

—Cirse acostumbra dar órdenes, pero nosotros nos saldremos de este conflicto que no es nuestro —concluyó el hombre, cansado de ofrecer explicaciones—, así que confórmese con que la acerquemos un poco.

Su compañera cerró los ojos, apretándolos, en señal de que el hombre había cometido una indiscreción.

—Un momento, ¿dijo usted Cirse?

—¿Qué con eso? —contestó el hombre, fingiendo displicencia, percatándose de su error.

—Ella es la secretaria del jefe de mi esposo.

La mujer miró a su compañero suplicando no agregar información.

—¿A qué viene eso? —objetó, inseguro.

—Que no puedo creer que se involucrara en esto… ¿un secuestro?

—Sólo recibió órdenes de Federico, su vida también peligraba. Nunca estuvo en asuntos de este calibre, actuó bajo presión. Por otro lado, la misma Cirse la trajo hasta acá para protegerla, pues Federico planeaba deshacerse de usted. Agradezca que la puso a salvo —arguyó la mujer para justificar a Cirse y aminorar la imprudencia cometida. Rocío finalmente respondió, venciéndose ante la pareja:

—Sí, entiendo todo.

La pareja ató a Rocío.

—En verdad lo sentimos, se quedará sin ver por dónde vamos porque tarde o temprano le dirá a la policía dónde anduvimos —dijo la mujer, con culpa—, pero tampoco queremos hacerle daño.

—¿Cree que soy tonta? —dijo, casi susurrando—; además, ¿cómo sabré quiénes son si siempre traen cubierta la cabeza con pasamontañas?

La mujer la condujo hasta la camioneta, donde las esperaba el nervioso hombre. El vehículo arrancó hacia la carretera.

 

 

41

 

—¿Dónde estás, Rocío? —preguntó Polo del otro lado de la línea telefónica.

Hacía varios días que el jefe policiaco lo había soltado junto con Cirse. El grupo parlamentario al que habían pertenecido terminó reconociendo el triunfo del otro, deslindándose de cualquier nexo con Federico, a quien expulsaron por traición. Dentro de toda la vorágine, un chino había sido acusado de negocios ilícitos, pues le encontraron una casa de seguridad donde guardaba más de cuatrocientos millones de dólares, incluso se le encontró responsable por la venta y distribución de cientos de misiles que serían utilizados en contra del nuevo régimen. El arreglo, se enteró Polo, fue que a cambio el partido no sufriría el embate de los medios, prometiéndoles silencio por los asuntos relacionados con el dinero de la videograbación.

Polo había regresado a su casa, cansado de los interrogatorios, de las discusiones que sostuvo con Cirse. “¿Cómo es posible que el mundo sea tan chiquito?” Se sentía estúpido por no recordar que Dagnino fue dicho en una fiesta, ¡nunca lo relacionó!, y que haya caído en el garlito de la mujer que utilizó un disfraz tan elemental para negociar con él secretos de un movimiento que nunca le interesaron. Cuando abrieron las puertas del reclusorio, la calle vino a él como una imagen salvadora, sintiéndose por primera vez libre de algo. Sin embargo, al caminar los primeros pasos, la sensación de cosas pendientes lo devolvieron a su estado de tensión: “Carajo, esto es como una jodida cárcel, nada más que sin barrotes.” Cuando llegó a su casa, se dedicó a limpiarla porque tenía el presentimiento de que pronto se encontraría con Rocío. Acomodó los libros según sus autores para que fuera más fácil buscarlos o consultarlos.

—Espero que ahora sí permanezcan ordenados un buen tiempo, cuando menos hasta que mi hija comience a desparramarlos —suspiró, cerrando la puerta del estudio.

Había que limpiar a fondo el cuarto de los cinco paquetes; quedó satisfecho de que la estancia tuviera olor a cloro porque de ese modo imaginó que el pasado se desinfectaba de toda malevolencia. Al recibir la llamada de Rocío había terminado de ordenar la casa después de varias horas.

Bajó al estacionamiento con las llaves del coche en la mano. Temblaba de pies a cabeza. Por fin vería a su esposa después de tantos meses. Había escuchado su voz muy apagada. Ella le dio las indicaciones necesarias para que llegara hasta el lugar donde estaba. Metió la llave, dándole vuelta para prender el auto. Se escuchó un ruido. Volvió a girar. Esta vez el motor reaccionó al movimiento, pero no encendió. Se reclinó contra el asiento, tomando aire. Se bajó para abrir el cofre del motor, sin saber con exactitud qué era lo que iba a hacer: nunca en su vida había revisado un automóvil. Movió los cables que creyó conveniente, destapó el radiador, revisando que tuviera anticongelante, además del líquido de los frenos y el aceite, como vio que lo hacían en las gasolineras. Volvió a subir. Tomó la llave, examinándola detenidamente para comprobar que fuera suya. La dirigió hacia la abertura, pero una vez más sucedió lo mismo. Se oyó otro ruido; esta vez el motor pareció reaccionar. No hubo más. Puso las manos en el volante.

—¿Puedo ayudarle en algo, vecino? —escuchó una voz que le hablaba por la ventanilla del copiloto. Se encontró con el rostro de un hombre que lo miraba fijamente.

—La cosa esta no arranca y la verdad me urge salir.

—A ver, permítame, sé algo de mecánica.

El hombre se colocó frente al motor, permaneciendo así un par de minutos hasta que preguntó:

—¿Tendrá una caja de herramientas?

—¿Cómo qué necesita?

—Varias cosas, sobre todo una llave de media.

—Déjeme ver, ahora vuelvo.

Polo se dirigió a su casa. Fue al cuarto donde estuvieron los paquetes; después de unos minutos, encontró una caja metálica. Removió el interior: había poco que ofrecerle al mecánico improvisado. “De cualquier manera servirá de algo”, dijo. Tomó la caja. Cruzó el comedor, la sala. La puerta de entrada abierta. Al fondo el coche con el cofre levantado. Dentro, el hombre seguía en su afán. Polo dio unos pasos. Escuchó que el motor encendía. Conforme se acercaba, sintió que el suelo se sacudía un poco. Se detuvo. Apretó con fuerza la caja metálica. Los pies se movieron como si los empujaran de abajo hacia arriba. De pronto, su cuerpo salió expulsado como por una catapulta. Una luz, junto con un estallido, se levantó como un hongo, iluminándolo: el auto acababa de explotar con el vecino adentro. Las llamas se expandieron como lenguas ávidas en diferentes trayectorias. En segundos aquello se convirtió en una hoguera, donde los condenados eran los cercanos a la acción abrasadora.

 

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