• werr
  • wer
  • weeee

Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO XLVII y XLVIII (25-oct-14)

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Sábado, 25 Octubre 2014. Publicado en Literatura

47

 

—No huiremos eternamente —replicó Rocío, enojada porque Polo prefería quedarse donde estaban—. ¿Tú crees que esto es vida?, es una locura.

—Aquí nos quedaremos hasta que las cosas se calmen.

—¿Cuándo pasará eso? Nunca. Llevamos escondidos más de cuatro semanas y tus heridas todavía no cicatrizan. Los medicamentos se terminaron. Date cuenta de que nos siguen. Es mejor dar la cara, afrontar los hechos. Vale más un juicio que una vida de zozobra.

—Lo sé, pero si nos agarran, nos matan. Para ellos no hay bueno o malo, simplemente obstáculos que derribar, fichas que desplazar. Es como si buscaran la extinción de la especie.

—Polo, no te pongas filosófico ni melodramático. Además, ya te había dicho que desconfiaras de Federico. Nunca hiciste caso, para ti era más importante lo que decía tu jefe que lo que sucedía en tu casa.

—Carajo, ya te pedí perdón por todo eso.

—Una mujer nunca olvida.

—¿Es esto ocasión para discusiones?

—Para soluciones. Odio tus frases. Existe una hija que sostener, un futuro que organizar.

—Es un riesgo, lo sabes. Mi niña crecería sin padre.

—Más bien el miedo te paraliza.

—¿Qué, a ti no?

—Sí, pero jamás me quedo estancada.

Tarde o temprano decidirían. Polo la observó dar pecho a su hija. Hacía tantos días que se había acabado la calma. Las erupciones en la piel aparecieron como antaño, cuando estaba bajo presiones de la familia para que fuera el mejor. Los recuerdos lo atormentaron por instantes. Miró sus manos: las escamosidades lo convertirían en una serpiente sin lugar a dudas. Al incorporarse, caminó hacia la ventana. Se encontraban en la sierra, en una casa abandonada rodeada de brotes de amapola y mariguana, más unos montones de ceniza donde seguramente el ejército efectuaba la quema correspondiente. Hacía frío; envolvió los pies en tela gruesa, encima de los zapatos. Alrededor, pocos muebles, más unos cuantos utensilios que servían para la vida diaria. También una chimenea que los dos disfrutaban en sus ratos de mudez.

—Ahora vuelvo —dijo entre dientes.

—¿A dónde vas?

—Por leña, se nos terminó.

Abrió la puerta; el frío recorrió su cara como si le untaran hielo. Caminó cuesta abajo, con hacha en mano, buscando palos secos. Por momentos sintió que alguien lo observaba desde algún punto. Volteó para todos lados sin encontrar a nadie. Si fuera la policía, ya lo hubieran detenido, así que volvió a lo suyo. Un tronco grande se convirtió en su objetivo. Buscó dónde dar el primer golpe. El impacto lo cimbró por dentro. Dio el segundo golpe. La misma sensación lo sacudió entero. Miró la herramienta con detenimiento. Había una inscripción que probablemente pertenecía al dueño. “Es buena idea escribir en madera, o en lo que sea”, dijo, abstraído. Recogió los pedazos cortados, atándolos con una cuerda. Se los echó al hombro para regresar con Rocío lo más rápido que pudo. Aventó la carga que traía.

—Ten cuidado —dijo ella.

Él sólo se quedó quieto, parado.

—Rocío, ¿sabes qué ocurrió?

—¿Qué cosa?

—Que me di cuenta de que se puede escribir sobre madera o sobre cualquier superficie plana.

—¿Qué con eso?

—Hace mucho que no hago uno sola línea. Sin trabajo, sin hacer nada, me vuelvo loco.

—Ah, eso, pensé en algo más importante.

—¿Te das cuenta de lo que dices?; claro que lo es. Se me ocurrió una historia, algo que mate el tedio de estar aquí.

—Si te hace feliz, hazlo.

—Yo no protestaba cuando movías mis libros, ¿te acuerdas?

—De verdad, sin trabas.

—Bien, lo haré en las paredes. Son blancas como una hoja.

—¿En las paredes? Dijiste en madera.

—O en cualquier cosa; escojo las paredes.

—Está bien, pero en el otro cuarto, tanta letra me enloquecerá.

Polo fue al cuarto contiguo. Buscó algo con qué escribir. Salió de nuevo, con el pecho acelerado por la emoción.

—¿Qué buscas?

—Un lápiz, un plumón, cualquier cosa.

—Puedes hacerlo con los tizones.

—Es verdad —gritó, triunfal— ¿por qué no lo pensé?

—Porque te concentras en una sola cosa, como todos los hombres.

Polo fue a la chimenea para seleccionar restos carbonizados de madera. Corrió hacia el cuarto, quitando objetos de la pared. Se subió a una silla y escribió desde arriba. Las ideas fluyeron como las imágenes de un cinematógrafo. Las letras eran pequeñas: le angustiaba que el espacio se acabara pronto. Como una explosión, como un Big Bang disparándose en todas direcciones, creó una reacción en cadena, con polvo interestelar juntándose, yendo hacia delante como un globo que se inflaba lentamente, durante el curso de millones de siglos, conformando galaxias y dentro de ellas sistemas solares completos, con planetas pequeños y gigantes, generando en alguno de ellos la vida. Escribía sin parar, poseído de una lucidez nunca antes sentida, capaz de desnudarle sus instintos, sus represiones, sin miedo a saber qué rumbo llevaba ni en qué utilizaría eso que Rocío consideraba una pérdida de tiempo.

 

 

—Polo, llevas ahí muchas horas —increpó Rocío, parada en la puerta, somnolienta. Él no la miró. Tenía las manos negras por el tizne: se le habían hinchado los dedos por la presión que ejercía.

Polo volteó, mirándola sin ver, como si sus ojos se hubieran perdido. La mujer desistió de más preguntas; regresó al lugar donde se había acostado con su hija. ¿Qué le sucedía a su marido? Quiso dormir otro poco, pero habían sido demasiadas horas de sueño, así que no era momento para eso. El tiempo y espacio dejaron de existir en ese lugar: todo era homogéneo, plano, lineal. Decidió hacer algo de la comida que les había llevado la persona que los veía cada cuatro o cinco días y que era quien los había guiado hasta ese lugar por una cierta cantidad. La cocina nunca había sido lo suyo, pero algo se le ocurriría; después de todo, la sazón era asunto de instinto, no de experiencia. Hizo unos cuantos malabares, prendió la hornilla improvisada con cierta dificultad. Al final el fuego emergió consumiendo los maderos.

—Las provisiones se agotaron; de aquí a que venga ese hombre con nuevas raciones —suspiró quejándose. Acomodó unos platos de peltre en la mesa. Su hija dormía profundamente.

Comió como siempre lo hacía, masticando despacio para que los alimentos descendieran sin ninguna dificultad. Después de unos minutos dejó el plato para levantarse. Fue al cuarto donde estaba Polo, quien continuaba escribiendo, a punto de empezar en una pared nueva.

—¿Vas a comer? —preguntó, con un dejo de tristeza en la voz.

—Se agotaron los tizones —recibió como única respuesta.

Dio la vuelta, enfadada, musitando el tiempo que llevaba ahí: ¡más de diez horas!

Acababa de amanecer. Rocío despertó, sobresaltada porque Polo no durmió con ella. Echó un vistazo a la niña, quien jugaba con sus pies; sólo le había dado leche dos veces. Se asomó por la puerta para ver a su marido: había cubierto casi las cuatro paredes, faltaba poco para llenar la última.

—No te acostaste —reclamó.

Respondió con un gemido seco, sin dejar de escribir.

—Polo, enfermarás, mírate las manos.

—¡Me desconcentras!

Rocío concluyó que tal vez Polo regresaría a la realidad en cualquier instante, pues la atendió, dándole un par de respuestas. Caminó hacia la salida para tomar un poco de aire. Respiró hondo. Los pulmones se inflaron gozosos, como si recordaran para lo que servían. El paisaje la asombró, salpicado de árboles, montañas y horizontes amplios. De pronto imaginó ver una sombra que se deslizó por unos arbustos. Estiró el cuello para distinguir algo, creyendo ver la figura de un hombre. Dio unos pasos, acercándose. Husmeó entre los matorrales sin encontrar a nadie. Un ruido la hizo volver en sí: era su hija, quien soltó un largo llanto. Entró con pausa, dándole espacio para que continuara llorando, con la esperanza de que Polo reaccionara. La niña estaba sola. Un vuelco en el estómago indicó que su enojo se elevaba. Tomó a su hija, poniéndosela en el pecho; caminó hacia su marido, sin hallarlo. Las paredes repletas de frases, de párrafos largos. Leyó un poco para entender; declinó a favor de saber dónde estaba. Regresó a la estancia y oyó pasos: era él, quitando escombros, limpiando una pared nueva.

—Qué haces?

—Necesito seguir, falta mucho para el final.

—¿Y nosotras?

—Ustedes están bien, hay lo que necesitan.

—Al contrario, se acabaron las provisiones.

—Déjame concluir esto, en seguida bajaré a decirle a ese hombre que nos traiga comida.

—¿Hasta cuándo será eso?, quiero a mi esposo.

—Aceptaste que lo hiciera.

—No a este grado, ¿a dónde quieres llegar?

—Sólo sé que debo escribir.

—Nos llevas entre las patas a nosotras. ¿Te acuerdas de las cuentas pendientes con las autoridades?

—Son pequeñeces comparado con esto.

—¿Pequeñeces te parecen?, ¿sabes qué?, eres un pendejo, estoy hasta la madre de esta situación. Me iré para no volver, debo pensar en mí y en mi hija. Si tú no quieres hacerlo, allá tú —remachó.

Él observó que ella recogió sus cosas, que envolvió a la niña con una cobija. Mudo, continuó escribiendo.

—Me voy —dijo ella, temblorosa

Él no contestó ni volteó a verla porque estaba ensimismado de nuevo: los movimientos de la mano izquierda eran cada vez más frenéticos. Mientras Rocío, anegada de lágrimas, respiró un par de veces, liberando el aire con brusquedad, como si espantara el enojo o la incertidumbre que de seguro la esperaría cuesta abajo.

 

 

48

 

“El presidente del lejano país realizará su primera gira de trabajo a nuestra patria”, decía el periódico que Helena leyó de reojo en el aeropuerto. Interesada, lo tomó unos momentos: “Luego de unas elecciones cerradas, el presidente vencedor visitará nuestras tierras a concretar importantes negocios que prometió durante su campaña, sobre todo en el sector energético.”

—¿Lo comprará? —preguntaron.

Ella dejó el diario en su lugar.

—No gracias, sólo confirmaba algo —contestó.

—Jo, si toda la gente que quiere corroborar leyera no pagando, me arruinaría en un santiamén —escupió el hombre, visiblemente molesto.

Helena echó a andar a toda prisa, sin oírlo.

—Ya es tarde —dijo, fastidiada— a como voy, parece que no tengo ganas de irme. Mi padre debe estar feliz porque mereció la pena el dinero que envió para allá, sus expectativas cumplidas, aunque estoy confundida. Quizá Jano y yo imaginamos todo, aunque no lo creo, era muy real lo que veíamos por televisión y también lo que le sucedía a Polo. Sin duda que dos realidades es una locura, una destruiría a la otra de cualquier manera. En fin, me da igual quién esté al mando.

Buscó el mostrador donde registraría su salida. Tenía cierta incertidumbre por lo que pudiera encontrar en ese país. Habían pasado muchos meses desde que dejó de ver a Jano; la amenaza de su padre de mandarlo desaparecer hizo mella a tal grado que prefirió esconderse para evitar una desgracia. “¿Dónde está el lugar de documentación?” Caminó unos pasos, tratando de deshebrar las voces de las bocinas. “Joder, ¿hasta cuándo estas tías hablarán claro?”, gritó, sarcástica. Giró sobre sus talones para revisar por última vez; preguntó a la primera persona que cruzó su camino. “Allí, frente a usted”, informó la mujer, sonriendo con amabilidad.

Cruzó la puerta del avión con cautela, como si se resistiera al paso que daría. Caminó hasta detenerse en su asiento. Se dejó caer, reconfortada. Miró por la ventanilla a los trabajadores del aeropuerto. Tomó una de las revistas para hojearla sin mucho interés, volviéndola a su lugar. “Mejor leo el libro”, dijo, acordándose de una lectura pendiente. Se incorporó para sacar del maletín de mano el ejemplar que le regalaron: Los poemas ocultos de Julieta. “Bonita edición”, suspiró, “le debe haber costado una fortuna a mi padre”. Estaba intrigada porque no entendió la razón por la que la tía Julieta decidió publicar aquellos poemas: “Se supone que ya no escribía y miren nada más el mamotreto que salió.” Abrió las primeras páginas para leer la dedicatoria:

 

Para Helena, que sabe tomar decisiones sabias; con afecto, tu tía consentida.

 

Desde las primeras líneas resaltaba una mujer que vivió enclaustrada por más de treinta años; los versos denotaban una profunda amargura. Leyó unos cuantos. La voz del capitán anunció la salida. Se acomodó en el asiento, abrochándose el cinturón de seguridad. La aeronave se enfiló; después de unos minutos se hallaban en posición de arranque. La velocidad hizo que Helena recordara la primera vez que viajó con Jano para recorrer el otro lado del mundo. El pequeño vértigo que produjo el ascenso despareció tal como llegó. Atisbó por la ventanilla el panorama completo: la isla donde vivía realmente era grande. Había la sensación de que allá abajo quedaban cosas incomprensibles. Amaba a su padre, pero la manera en que la acosó para que abandonara a Jano nunca la dejaron tranquila. Ni su madre la convenció de que lo que hacían era bueno, que a la larga todos se beneficiarían. “¿Qué ganaríamos?, ¡no sé cómo me dejé engatusar!”, se lamentó. Intuía que Jano había emigrado a su lejano país, decepcionado porque ella nunca apareció. Durante varios días, después de evadir la vigilancia de su padre, indagó todo lo que pudo. Los alumnos de Jano refirieron que habían dejado de mirarlo desde hacía semanas, que prometió volver un lunes para aplicar un examen. La portera del edificio donde solían vivir explicó que una mañana de sábado un camión de mudanzas se llevó sus cosas e incluso comentó sus planes para viajar al otro lado del mundo. “¿Se habrá escondido para escribir?, mira que no paría un solo párrafo. Su idea de un perro de dos cabezas sonaba interesante… Ojalá que así sea. Necesitaba silencio… conmigo, pues no. Conque no le haya dado por desfacer entuertos”, sonrió, recordando las bromas que le hacía sobre El Quijote.

Se reclinó sobre el respaldo, presionando el botón para ponerlo un poco más atrás. Dejó el libro a un costado del asiento. Cerró los ojos. Durante noches había sopesado desacatar las órdenes de su padre, pero sabía que sus palabras se harían efectivas a como diera lugar. Había pasado de la burla a la amenaza y de eso a cumplir lo que decía quedaba un solo paso, pues no habría miramientos ni compasión. Supo de las infructuosas visitas clandestinas que Jano realizaba todas las tardes en las oficinas y en la casa de sus padres, incluso una de las veces lo divisó, deseando correr hacia él, pero se contuvo llena de temores. Cuando supo que cambió de domicilio, con dolor se dio cuenta de que Jano estaba cortando definitivamente con ella. Lo que ahora debía asumir era que el vuelo llegaría en catorce horas, con escalas en un par de ciudades del mundo.

Escuchó que le ofrecieron una cobija:

—Hace frío en las alturas —dijeron.

“Quizá entre nubes encuentre las respuestas”, dedujo, satisfecha e incrédula a la vez. “Aunque lo más probable es que los oídos revienten como siempre y sea incapaz de hilar ideas claras.” La sobrecargo pasó de nuevo, deteniéndose para ofrecerle algo de comer. “Dejaré la dormida para más al rato”, dijo a la mujer elegantemente uniformada. Extendió la mesa de servicio para colocar los alimentos. Tomó el libro de la tía Julieta de nuevo. “No hay otra cosa mejor que hacer”, sentenció. Había que matar las horas con algo. “Espero que el libro no mate mis ganas de leer poesía.”

 

 

El aeropuerto internacional del lejano país la recibió con el estridente rumor de cientos de personas hablando al mismo tiempo: por fin la Ciudad Más Grande del Mundo. Desde el aire apareció la colosal dimensión de la urbe, que se extendía como una carpeta de millones de luces. Nunca vio dónde terminaba el horizonte. De inmediato sintió la presión, las emociones de la gente. “Joder, sí que ha crecido”, exclamó. No había caminado unos cuantos pasos, cuando una decena de hombres y mujeres ofrecieron múltiples servicios, entre ellos el de taxis. Escuchó las propuestas haciendo cuentas mentales para no cometer un desfalco en sus precarias finanzas. Continuó su camino sin decir una palabra. Después, arrastrando su enorme maleta, encontró una ventanilla donde alquiló un coche por una cantidad asequible. Al salir un hombre moreno se acercó, tomándole su equipaje; ella jaló por instinto, sintiendo que la robaban. El taxista aflojó el tirón, sonriéndole con confianza. Helena comprendió el gesto, dejándose conducir.

Al arribar al hotel, se encontró con que no había cuartos.

—Hice mis reservaciones a tiempo —reclamó.

—Si desea esperar un par de horas, solucionamos su problema: un huésped dejará su habitación.

No perdería el tiempo buscando otro lugar, así que accedió a la sugerencia.

—¿Tiene internet?

—Por supuesto, en el café disponemos de un par de computadoras al servicio de los clientes. Si hay alguna libre, tome una con toda libertad.

—Ordenador, dirá usted —corrigió.

El recepcionista arqueó las cejas.

—No se apure, Jano siempre ponía esa cara —agregó, divertida.

El joven esbozó la sonrisa comercial que le habían enseñado en su entrenamiento.

—¿Le encargo mi maleta? —pidió, ubicando con la vista un rincón.

—Claro, aquí mismo —repuso el muchacho.

Fue a una máquina desocupada; dio clic en un icono. Un mesero se acercó, ofreciéndole algo de beber. “Sólo café”, pidió. Seguramente en el país de Jano hallaría una pista de su paradero con mayor facilidad. Abrió los mensajes pendientes y después el chat, anotando las letras de un correo electrónico. Dio otro clic para expandir una lámina de colores. Con interés revisó sus contactos. Aún consideraba que era un desgaste excesivo estar tantas horas frente al monitor. “Jano debió trastornarse por esto”, siseó. Recorrió con el cursor de arriba abajo y de pronto creyó reconocer un remitente. Emocionada, presionó el botón, apareciendo una nueva ventana.

—Hola —tecleó.

El cursor palpitó sin réplica.

—¿Hay alguien ahí? —indagó, inquieta porque tal vez no era quien pensaba.

—Hola, disculpa, ¿quién eres? —escribió alguien del otro lado.

Helena aguardó; como no la reconocieron, la respuesta sería contundente:

—Helena, la de Jano.

—Ah, claro, Helena… qué gusto saber de ti.

—Igualmente… ¿cómo han estado?

—Mal —obtuvo como respuesta.

—¿Cómo mal?

—Las cosas salieron de la fregada.

—¿De la fregada?

—Sí, pésimo.

—Me sorprendes.

—Yo también lo estoy.

—¿Por qué dices eso?

—Porque mi hija se quedó sin padre.

—¿Cómo?

—Polo ya no está conmigo.

—¿Polo?... ¿En serio?... ¿Qué pasó?... ¿se dejaron?

—No lo sé exactamente.

—¿Cómo es eso?... no entiendo.

—No sé si Jano te platicó algo.

—Sí…

—Las cosas se pusieron negras…

—¿De plano?

—Nos vimos envueltos en una serie de sucesos que hasta la fecha dudo de mi salud mental.

—Cuéntame.

—Me siento culpable por la situación de mi esposo… Lo dejé cuando más me necesitaba… o eso creo… Es que, verás… andábamos huyendo… horrible el asunto… Nos persiguieron por varios días… Tuvimos que escondernos en la sierra… en una casa abandonada… Y pues… Siento que Polo perdió la razón… preferí escapar… me fui… era demasiado para mí…

—Creo que comprendo.

—Gracias… Polo se soltó escribiendo como un loco en las paredes de esa casa… No comprendí lo que hacía… me pareció que se iba de este mundo… muy probablemente yo con él… Mi hija estaba ahí… me dio miedo que se quedara a su suerte… con sus padres fuera de la realidad… Por eso me fugué… corrí lo más que pude… hasta desfallecer… Me negué a ver lo que sucedía en esa casa… No tuve cerebro para separar lo real de lo imaginario… ¿has sentido eso?…

—Me ha pasado, sobre todo con Jano… aunque él contaba otras obsesiones…

—Polo ansiaba escribir desde hacía años… nunca empezaba… se quedaba a medias… Decía que el cursor debía hacerle sentir el delicioso deslizar por los párrafos… Cuando entró a trabajar se apartó de sus intenciones… Eso sí, leía mucho… Se divertía conmigo porque yo le desacomodaba los libros a cada rato…

—¿Dónde está Polo ahora?

—Te digo que no sé… Cuando fui bajando la montaña… me escondí de un hombre armado que merodeaba la zona…

—¿Qué buscaría?

—Lo desconozco… Cuando llegué a la carretera… escuché el eco de disparos… en la montaña… Me dio pavor caer en la cuenta de que tal vez se trataba de Polo… O quizá ese hombre era un cazador…

—¿Crees que lo mató?

—Me niego a aceptarlo… Deseo que esté vivo, pero no lo he vuelto a ver desde entonces.

—Lo lamento en verdad.

—Me estoy haciendo a la idea… ¿Tú cómo estás?

—Más o menos… Tampoco estoy con Jano… Por conflictos familiares terminé separándome de él.

—Tu papá se salió con la suya.

—A medias.

—¿Por qué?

—Porque decidí buscarlo… Mi padre enfureció… pero logré escapar de su vida.

—¿Qué has sabido de él?

—Vine a ver si lo encontraba…

—¿Por acá?

—Acabo de llegar hace un par de horas.

—Oye, qué bien… ¿por qué no nos vemos?

—Por supuesto…

—Mañana en la noche…

 

 

Despertó sobresaltada. Al entrar a su cuarto había caído rendida. Marcó a la operadora del hotel para preguntar la hora. “¡Es tardísimo!”, exclamó. Se acomodó el cabello, tomó su bolso y salió corriendo. Al llegar a recepción preguntó cómo llegaba al lugar que había dicho Rocío. La muchacha, nueva en el turno, le dio instrucciones precisas, en caso de que el taxista no supiera. “Ya ve cómo son esos tipos, se sube una para que nos digan ‘ahí me va diciendo’. ¿Qué no se supone que para eso son taxistas?” Helena rió de la ocurrencia y salió para tomar un auto de sitio. El hombre cerró la puerta con amabilidad. Antes de encender el auto, el taxista la miró por el espejo retrovisor: “Ahí me va diciendo, ¿no?” Ella movió la cabeza ligeramente de un lado a otro, divertida.

Después de varias vueltas, el hombre la dejó en el domicilio señalado. Ahí estaba Rocío en la calle, arrullando un pequeño bulto, envuelto en una cobija rosa. Ambas se reconocieron de inmediato por la actitud; la sonrisa facilitó las cosas. Rocío condujo a su invitada por una avenida hasta que se detuvieron en un edificio azul tipo colonial, de dos pisos. Entraron aprisa, subiendo por una escalera de caracol. Arriba, un salón no muy grande llamado Las Hormigas funcionaba a modo de bar y café: pequeñas mesas redondas con asientos de herrería a lo largo de un piso de duela barnizada. Se sentaron junto a un ventanal de madera que daba a la calle.

—Me apetece el lugar —comentó Helena, levantando ligeramente la voz porque un guitarrista clásico, a quien llamaban Julio César, tocaba el Huapango de Moncayo.

Su anfitriona asintió con la cabeza, concentrada en las manos del músico que se desplazaban de un lado a otro, rasgando las cuerdas: expresaba el fluir emocional de la composición. Después de los aplausos, el guitarrista se retiró, haciendo una reverencia de agradecimiento. La gente volvió a sus mesas. Los meseros se distribuyeron por el salón, sirviendo café, bocadillos y vino. La presentación de la noche estaba por llegar.

—Créeme —recalcó Rocío—, el tipo es interesantísimo; al principio no lo tragaba, pero Polo me dijo que lo conoció en este mismo lugar con el pretexto de un taller literario.

—¿De quién se trata?

—De Jacobo Mazuk.

Helena escuchó la respuesta, buscando en el sótano de sus recuerdos: el nombre le era familiar.

Varios minutos de espera. Helena bebía café al tiempo que Rocío miraba de vez en vez a su hija; se estaban acostumbrando a andar en lugares públicos porque a la niña parecía no molestarle el ruido.

—La he llevado a reuniones masivas sin ningún inconveniente —replicó, a modo de glosa, dado que Helena las veía con preocupación—. No despertará hasta que tenga hambre.

En ese momento entró un hombre de mediana estatura, de tez blanca y cabello negro rizado; sus pasos eran los de un hombre que aparentaba seguridad en sí mismo; sus manos se movían teatralmente: vestía un traje oscuro, planchado impecable, corbata azul con camisa blanca. Se encaminó al frente, sentándose en la mesa de honor, donde lo acompañarían dos comentaristas.

—Hola —dijo el escritor, haciendo una voz ronca para imprimir mayor impacto a su presencia.

Un improvisado maestro de ceremonias anunció el motivo de aquella reunión: “La presentación del último libro del maestro Jacobo Mazuk.” También dio el nombre de los dos acompañantes, sólo que ni Rocío ni Helena atendieron porque sus ojos estaban clavados en el personaje que las miraba con cierta apatía. Los meseros seleccionaron un lugar para la venta de los libros. En la mesa de honor estaba un ejemplar: Los diálogos de Ortro, Jacobo Mazuk, con la fotografía de una armadura del siglo xv. A esa deducción llegó Helena, pues Jano había repetido tantas veces su fantasía de comprar una, que jamás olvidó su descripción. Los presentadores iniciaron sus reflexiones. Luego de minutos de alabanzas por la obra, tocó el turno al escritor, la estrella de la noche. Conforme habló, el autor fue perdiendo la voz de seguridad del principio, para dar sitio a una más real, acorde con la expresión de su rostro.

—Este libro —dijo—, me costó un gran sufrimiento. Todos mis libros de hecho surgen así, con un gran dolor. Créanme, es un alivio verlos cuando están terminados.

Helena lo observó con detenimiento, rastreando alguna señal que indicara que aquello se relacionaba con Jano.

—También —agregó Jacobo—, saldrá a la luz pronto un nuevo libro que escribí en las montañas; se trata de un hombre que escribió la historia de la humanidad personificada en una familia. Este escritor hizo toda su obra en las paredes de una casa. Ojalá lo adquieran cuando salga a la venta.

Helena y Rocío se miraron una a la otra, atónitas, mientras tronaban los aplausos. El llanto largo de una niña de brazos se dejó oír, provocando que todos voltearan hacia la mesa de las dos mujeres. El grito de súplica de la pequeña se esparció hasta organizar una impaciencia exacerbada que hacía perder los estribos.

Acerca del Autor

Déje un comentario

Estás comentando como invitado.