Y seguimos pidiendo la palabra: ROBERTO VENDE FLORES
Mi amigo Roberto estudió ingeniería química pero prefiere dedicarse a vender flores. Azaleas, crisantemos, gerberas, pensamientos, girasoles, claveles, rosas y muchas otras. Todos los días, a las cuatro de la mañana va a la central de abastos de la ciudad de México y compra lo que le parece más fresco y llamativo. Es un experto. Sabe de la flor que una novia debe de recibir a cambio de su perdón, y de aquéllas que las ancianas despliegan en los floreros cuando encaminan sus recuerdos; conoce muy bien del ramo que las parejas jóvenes acomodan, nada más porque sí, en el centro de su primera mesa y está al tanto de todas las alegrías y tristezas que prescriben flores para el que nace, para el que cumple años y para el que se muere. Dice Roberto que en febrero y mayo vende muchas rosas rojas. Hay miércoles en que vende solamente rosas amarillas, los domingos rosas blancas, y casi todo el año, le gente se lleva muchas rosas rosas.
Roberto conoce su oficio. Lo heredó de su padre y de su abuelo. Como ellos, abre el puesto desde la mañana, exhibe y rocía los arreglos varias horas y cierra el local muy entrada la noche.
Con frecuencia, últimamente, me acerco al puesto y me quedo platicando con mi amigo. Le grito: ¡Roberto! Y sale de detrás de una cortina de colores, alegre de verme, y nos saludamos con un entrañable “¡Cabrón! ¿Cómo estás?” Un par de empujones y un abrazo, igual que cuando teníamos ocho, diez, quince, treinta años. Estudiamos y crecimos juntos. Su esposa, detrás del mostrador, se nos queda viendo como diciendo “…Tan viejos y jugando a ser niños”, y de lejos me lanza una sonrisa como saludo y continúa haciendo sus arreglos.
Juntos egresamos de la prepa y escogimos ingeniería química. Decíamos que primero nos haríamos ricos y después tendríamos tiempo para hacer lo que realmente nos gustaba. Yo, leer y leer. Él, vender flores. Al año de la carrera, irremediablemente triste, decidí dejar química y tramitar mi cambio a Filosofía y Letras. Como faltaban muchos meses para hacer el examen de reingreso, me encontré con bastante tiempo libre para hacer nada. Cuando Roberto se enteró de mi cambio a Letras, trató de retenerme: “¿Qué te pasa, Pedro? ¿Por qué te cambias a Filosofía? No puedes hacerle eso a tus papás. ¿Qué vas a hacer después? ¿Qué es eso de Letras? ¿Quieres ser un parásito de la sociedad?” Y se alejaba encabronado.
Yo no sabía qué responder. Había fallado a uno de esos pactos que a veces hacemos los amigos de siempre y que aunque no se digan, tejen las mejores lealtades; con esos amigos coincidimos en acometer los primeros encuentros con las cosas que se gozan y con aquéllas que más duelen porque sabes que ya son tuyas, que no las has heredado.
Tras algunas semanas de haberme dado de baja de química, me cansé de mi casa, de hacer nada y de todo y me fui a caminar por Montebello, en donde las montañas me perdonaron por haberme equivocado de profesión.
Cuando finalmente ingresé a Letras, Roberto y yo nos veíamos ya muy poco, sólo de casualidad. Dispuse que todo lo que tenía que ver con la ciencia química era parte de mi pasado, el cual había que olvidar y borrar. Equivocadamente dejé de buscar a Roberto, y pasó mucho tiempo sin vernos.
Ya casi para terminar mi carrera, necesitaba unas flores para una novia y fui al puesto de su padre; con sorpresa, vi a Roberto preparando un arreglo de claveles.
–Dejé química, Pedro –me dijo después de un buen abrazo– mi padre necesitaba ayuda y mejor me vine todo el día a la florería. Y mira, nos ha ido muy bien, ya nos hemos extendido bastante.
Llegó un cliente y mientras Roberto lo atendía, su papá, don Álvaro, me tomó del brazo dizque platicándome del negocio y me dijo: “Pedro, invítalo a que se divierta, a una cantina, a una fiesta, váyanse al futbol, es necesario que salga un poco, no anda bien, han pasado cosas, dile que te platique…”
Decidí pasar de nuevo a la florería en la noche del siguiente día. Ya casi para cerrar.
–Aguántame, Pedro –dijo mientras introducía al local los arreglos, apilaba las cintas de colores para los moños, guardaba las navajas con las que raspaba las espinas y barría los pétalos que se repartían por todo el piso del local. Le invité una cerveza y no aceptó.
–Mañana tengo que levantarme temprano, mejor otro día.
Le dije que camináramos un poco, del local a su casa.
Fuimos lentamente y por ese conocimiento indecible de muchos años de compañero, se dio cuenta de que yo le pedía, en silencio, que me contara qué le sucedía.
–Me casé hace casi cuatro años. Con Yuli… ¿la recuerdas? Vivía cerca de mi casa y nos hicimos novios más o menos en la época en que dejaste la facultad. Adaptamos una habitación en la casa de mis padres y comencé mi vida de familia. Ahora, ¿qué crees?, ya tenemos dos hijos. Ya van a la escuela. Son tremendos, muy traviesos…
Hizo una pausa larga. Sabía que iba a decir algo.
–…Hace unos meses, al más pequeño le detectaron un tumor. Dicen los médicos que es muy difícil….
Seguimos caminando. Después de un rato nos sentamos en una banca que está frente a la iglesia del barrio. El atrio estaba solitario. Hacía un poco de frío. Se veían en la fachada de la iglesia algunos restos de los adornos de flores moradas y blancas que se habían colocado el domingo anterior, día de fiesta.
–Mi papá es el responsable de adornar la iglesia –me dijo. Mi abuelo también se encargó muchos años. Por eso, el cura le hace mucho caso a mi papá. Él sugiere quién va a cantar tal o cual misa, qué orquesta debe venir a tocar al baile, quién se va a encargar de organizar los puestos, en qué se van a gastar las cooperaciones…
Sopló una brisa que hizo volar algunas de las flores de la fachada.
–¿Cómo andas, Roberto?
–No sé, Pedro. Pienso que estoy triste y de alguna manera me parece que eso tiene mucho sentido, es lógico, pero no estoy seguro. No sé cómo explicar eso de que mi hijo se va a morir y yo no sé si estoy triste. Sé que mañana puede que ya no esté cenando con nosotros; también sé que Yuli sufre mucho y entiendo perfectamente que la familia, los abuelos, mis hermanos, todos están preocupados. Pero yo no estoy seguro de saber si esto que me sucede es tristeza o qué carajos. Sólo sé que esto es así… ¿Sabías que esta iglesia es realmente la primera que se fundó en Coyoacán? Este barrio existe casi desde la Conquista. Todavía traen cada año al Niñopan para que duerma una noche en esta iglesia y todos los barrios vecinos traen aquí sus cristos y santos. ¿Has venido a la fiesta, verdad, Pedro?
–Sí, Roberto, cuando éramos niños, un día me invitaste a la feria, saliendo de la escuela. Estuvimos toda la tarde en los juegos, y recuerdo que tu hermano, que estudiaba arquitectura, nos mostró ese día un trabajo que iba a presentar al otro día. Era el rostro de un cristo muy grande, como en acrílico o algo así.
–Creo que le pusieron seis o siete por esa tarea. Aunque estaba muy bien hecho, el tema no le gustó al profesor… seguramente era ateo o laico o ve tú a saber.
–¿No se puede hacer nada? ¿Ya vieron otros médicos?
–A varios. No hay mucho que hacer, más que jugar mucho con él. Los tratamientos son fuertes y lo dejan débil. Pero se da su tiempo para seguir jugando. Seguramente ahorita ya me está esperando.
–¿Cómo te ayudo, amigo? ¿Puedo hacer algo?
–… Mira, ves allá arriba, esa ventanita es la del coro. La iglesia tiene un órgano muy antiguo. Han venido de la universidad a verlo y fotografiarlo. A ver qué día subimos para que lo veas. Además, se ven las pinturas de cerca. Dicen los de antropología que valen mucho.
–Estaría bien. Un día nos ponemos de acuerdo y subimos.
–Fíjate, Pedro, que una vecina piensa que los funerales del barrio son muy bonitos. Que están llenos de flores, de familia, de amigos; que la gente que nunca se abraza, se abraza, que los que nunca se hablan, se hablan, que los que no nunca se apoyan, se apoyan. Que lo que sí está feo es el asunto de estar enfermo. Que hay dolor, vómitos, sudores, mal olor… ¿tú qué piensas?... yo creo que habría que saltarse la muerte y que las cosas fueran directas al funeral. Estaría mejor ¿verdad?
Permanecimos callados varios minutos. A ratos, Roberto levantaba la vista a la iglesia y veía la torre, los ángeles de piedra, la puerta con su arco de flores marchitas, la campana, muy callada.
Ya muy tarde, Roberto y yo nos despedimos como siempre, medio jugando, a empujones, y después con un fuerte abrazo. Como cuando éramos niños.