SED
Enamorarse es crear una religión
cuyo dios es falible.
-J. L. Borges.
Con un pañuelo de papel me limpio las manos y el vientre. En las fotos muertas de la revista reconozco de nuevo mi sensación de fracaso. La señorita abril parece un sueño diseñado por computadora; todo es exacto, preciso, incluso la leve arruga sobre la comisura de su sonrisa.
Lo más deplorable es su belleza. Es una ausencia, por eso es deplorable. Las fotografías siempre son ausencias — ¿qué diría al respecto el etéreo discípulo del que presumía de ignorarlo todo? —.Las fotografías siempre son dolorosas.
¿Cuántos, como yo, sienten, de nueva cuenta quizás, la ausencia a la hora de guardar la revista —ni modo de tirarlas, son tan caras— y piensan en el error de guardar la imagen congelada de un instante?
Pero no voy a criticar la fotografía, mi camino es otro. Yo voy por el lado del sentimiento que me atacó cuando me despedí de Nidea, mi diosa del escepticismo. Voy por donde la ausencia acecha, pero no la huída de Nidea presentida en ese momento, ausencia de su carne al fin, sino un vacío más viejo, más profundo...
Es que tres veces no me bastaron y si hubieran sido cien tampoco me hubieran bastado, porque en su cara que se contraía por el placer descubrí que la empresa era vana. Porque Nidea es como yo y si yo fuera un símbolo no podría, significar más que lo que soy. En ese momento la corriente era inmensa, pero nosotros seguíamos siendo como siempre hemos sido, como todos. Y yo pensaba que era lo mismo estar con Nidea que con cualquier otra muchacha.
Mi diosa me preguntó si la iba a querer eternamente, la respuesta, claro está, no podía tener sentido. Luego se demoró demasiado al despedirse de mí. En ese momento yo estaba lleno de ausencia. Lo que más deseaba era que Nidea se fuera para poder buscar alivio solitario. Aunque ya preveía que no tengo remedio. Por lo menos la revista no me ayudó. Hasta siento un poco de asco cuando pienso en el anuncio de refresco que había detrás de la señorita abril. Reconozco que yo esperaba algo así, pero quise, no obstante, intentar por cuarta vez en el día, y me expuse al sacrificio aún sabiendo que era inútil, que al final el vacío sería mayor.
Que no haya malos entendidos, no hablo de incapacidad, sino de ausencia. Ninguna muchacha se queja de mí, ni yo de nadie. Ni tendría yo porque quejarme, de no ser por este cántaro tan liviano y polvoriento.
Era común entre los antiguos decir que las aguas de cierto río llevaban la eternidad —se imaginaban quizá el tiempo como un río incesante— y que sólo los dioses, que eran inmortales, podían bañarse en ellas.
Ahora dicen que la sensación de morir es igual a la de un orgasmo, que los ahorcados se excitan y manchan la ropa. En fin dicen muchas cosas, incluso hay quien habla como si conociera la muerte. Pero a mí me falta, coraje y mejor espero. Esperar es otra forma de provocación.
Tengo miedo de los errores irremediables. Es posible que todo sea inútil que no haya modo de cubrir esta tumba, este hueco impertinente, este vacío.