Y seguimos pidiendo la palabra: TOTECZIN
Bajo un cielo áspero de nubes grises habíamos convocado a los hombres de Zempoala. Diez jóvenes delicados y sonrientes llegaron al arenal del río. Un grupo de mujeres los seguían con tristeza. Era inútil la danza y el ruido de los cascabeles, ni siquiera los niños se alarmaron. De los árboles cercanos una multitud de rostros nos miraba en silencio. Los cautivos esperaron de pie a que nosotros les hiciéramos las primeras heridas con pencas de maguey. La mirada de Toteczin me buscó el rostro con inusitado entusiasmo. El canto de mis compañeros me impidió oír las palabras que decía. Lo despojé de sus plumas y mantos y lo hice correr a la orilla del río. Su cabello brillaba como un vuelo de pájaros oscuros. No quedaban más que cinco días para el regreso.
La noche mecía las plumas del despojo. Toteczin caminaba a mi lado un sendero de sombras profundas. Murmuré varias veces los versos aprendidos. Mi cautivo entonaba un estribillo indescifrable. Hice que callara golpeando el suelo con mis pies. Mis compañeros caminaban cerca de nosotros. Cuando la luna estuviera en el centro del cielo nos reuniríamos. Toteczin no dejaba de sonreír aunque yo le había herido los brazos y los muslos. Recité otra vez los versos que debía decirle. El viento y el frescor del río lo hacían tiritar y yo le hablaba de flores oscuras con bordes amarillos y el camino de las águilas que sirven al sol, mientras él clavaba la mirada en mi cuello, olvidando sus manos atadas al leño atravesado sobre su nuca. Un olor a hierbas brotaba de su aliento. Pensé que su risa era un insulto a los cantos sagrados y entonces le abofeteé el rostro. Su cabeza cayó sobre mi pecho como si sólo así pudiera evadir mi castigo. Lo dejé quedarse ahí al sentir su temblor y su aliento, incluso solté los amarres en sus manos.
Hoy volverá a aparecerse en el cuerpo de un hombre esbelto pero nada lo hará volver por completo. El estará entre nosotros ciego a todo otro deber que no sea el rapto de las prendas para honrar mi valor. El gira solamente en el séquito de la luz. He dormido con sus vestiduras estos veinte días de luto, su olor a hierbas de Chalchuihuecan, hierbas de jade y pájaros cantores me abren en el pecho una flor más grande que la de su muerte. Muerto él, su cuerpo fue sólo alimento de dioses y hombres como debía de ser: el corazón ofrecido en el ocaso, las piernas y los glúteos servidos a los parientes en el guiso de flor de calabaza que nunca probaría yo por orden divina. Incluso vestir su piel el día en que el tiempo regresa, la nueva piel de Xipe-Tótec, sólo fue una nueva ceremonia, un magnífico deber, pero no la conmoción de su piel agitada, de su aliento de hierbas cuando escuchaba de mí las enseñanzas de los viejos guerreros.
Toteczin lucharía contra nosotros los águilas y contra los Ocelotes y tendría que mostrar coraje en la pelea y ser vencido para turnarlo al Bebedor Nocturno. Pero en la noche del río era imposible hacerlo mi enemigo. Antes de llegar la luna al centro del cielo, la tibieza de su cuerpo fue por completo mía. Los versos dicen que él es mi alma, porque yo lo he vencido, porque yo lo traje al camino del dios colibrí. Al oír el grito que nos convocaba a reunirnos con los otros guerreros y cautivos, tracé una herida en su espalda y él mismo puso las manos en el leño para que yo lo atara.
No volví a desatarlo hasta la lucha de los Rayados. No habló ninguna otra palabra ni siquiera en el cilindro de piedra de la música florida. Al amanecer reemprendimos el camino. El volcán de Tláloc estaba cubierto de niebla. Yo repetía sin cesar las sentencias que lo volvían hijo de mi fuerza, descendiente del águila, que le daban el nombre de su muerte. En los campos resecos de Totalco la segunda noche nos dio alcance. Toteczin aprendió a escuchar cabizbajo los dichos del dios colibrí. Por la vereda que atraviesa los campos de izotes seguimos hasta la casa de descanso. Una flor es el pecho abierto del hombre para nutrir el tiempo, tú eres mi pecho, tú eres mi flor, le decía, y él pegaba su oído a mi pecho en señal de asentimiento.
Los atabales y los teponaxtles anunciaban la lucha el día segundo del mes de Xipe Tótec. Mientras comía tortillas frescas, yo seguía hablando a su oído la verdad de su grandeza: eran mis últimas palabras antes de que pasara a mi completo dominio. Su mirada cayó en mis ojos como una piedra en el agua hasta tocar mis entrañas. "Que se abra tu corazón como las flores, que viva hacia arriba tu corazón", alcancé a decirle antes de pelear. Vestido con amate rojo, su cuerpo de adolescente más parecía pez que guerrero. Cuatro veces tenía que luchar y cada vez cambiar vestidos de amate rojo y amate blanco antes de ir al sacrificio.
Cada noche de las cinco que duró nuestro andar desde Zempoala, le debía abrir heridas frescas. Una flor es una abertura de la tierra, es un vaso que da de beber. Y yo lamía su sangre para aliviar una sed que sólo los guerreros sabemos.
Tras la última lucha, vestidos de amate rojo, dancé con él la danza del cautivo. El pueblo ferviente no vio más allá de nuestro atavío. La música proseguía interminable en torno de la piedra. Ningún cautivo, ningún cautivador, ningún sacerdote de los que presenciaban habría dedicado tanto entusiasmo al culto de Xipe Tótec. Más allá de mis fuerzas proseguí girando, emplumado de blanco, persiguiendo su roja figura cubierta de cicatrices, sudando menos el cansancio que la fiebre de un terror y una entrega, de un amagamiento que se encumbraba en la cúspide de todos los deseos. Era lo mismo que estar rompiendo su piel tramo a tramo en los parajes del camino, que recibir el roce drástico de su cabellera en mi pecho, que advertir el eco de mis palabras rituales en el temblor de su silueta. Era que debíamos danzar hasta la muerte, era que queríamos hacer brotar el corazón prescindiendo del filo de obsidiana, empujar hacia afuera, en la agitada instancia de la danza, la flor vital, era eso. Pero las percusiones callaron y el silencio nos hizo caer desde la altura.
Aguilas y Ocelotes, cautivos y cautivadores, hubimos de dar vueltas mientras los dioses bajaban del templo de Yopico a rodear la piedra de los corazones, hubimos de beber el pulque que los cautivos sirvieran entre cantos y danzas de celebración. En medio de la embriaguez debí atrapar a Toteczin por el cabello y sostenerlo para que los Ocelotes y los Aguilas rayaran su piel. El rostro de mi cautivo quedó prendido al mío como quien mira su rostro en el agua. Las flautas, los caracoles, los silbos y los cantos, el fuego del sol que se sumerge, el rumor intrincado del lago, todo estaba ahí. Los dioses llegaron, el Lobo Bebedor Nocturno abrió el pecho de Toteczin. Vi brotar su corazón, vi abrirse su boca como una carcajada y como una noche llena de estrellas. Su aliento final llegó a mi cara y yo lo aspiré en secreto.