Y seguimos pidiendo la palabra: UN SALTO DESPUÉS DEL CAMPO MINADO
¡Brinca! –Le gritó al oído mientras Marcela daba un paso más cerca hacía el vacío- Brinca, brinca, brinca…
Arroyos de lágrimas corrían por sus mejillas, esas imágenes seguían dando vueltas en su cabeza y la voz constante rogándoles que brincara no se callaba.
1 Semana antes
Domingo
Abrió los ojos y lo primero que notó fueron los rayos intensos del medio día filtrándose por entre los agujeros de las cortinas azules y gastadas.
El resto de la habitación seguía en penumbra, la cera de las velas de la noche anterior yacía en el plato de cerámica colocado en el pequeño y único espacio que quedaba en el buró junto a la cama. Casi encima del plato un puñado de hojas, plumas y colores estaban colocados perfectamente desordenados, del lado contario a la vela, una lamparita cuyo foco rojo no combinaba con el delicado soporte de hierro, mantenía un equilibrio casi imposible.
Un montón de ropa hacía de barda tras la puerta. Infinidad de objetos difíciles de identificar, formaba un campo minado imposible para cruzar.
Sobre la cama un cobertor de plumas, enrollaba un pequeño y escuálido cuerpo protegido con tan sólo una camisa grande y rasgada color verde y unos calcetines de lana. Una melena lacia y enredada cubría una almohada casi plana.
Al otro lado de la puerta la casa sufría un frenesí, todos corrían de un lado a otro. Empacando las últimas cosas antes de partir. Alguien corría por las escaleras y alguien salía a guardar el equipaje en el maletero de un taxi que rechinaba tan fuerte como las ruedas de un tren sobre vías gastadas.
Se hizo un silencio espectral, la casa entera se sumió en una profunda tranquilidad. Pasados apenas dos minutos, se escucharon pasos que corrías subiendo las escaleras, alguien abrió la puerta luchando contra la inmensa barda de ropa y dijo casi gritando
-¡Nos vamos, por fin!, Cuídate mucho y come por favor.
-Sí, mamá- pronunció una voz de ultratumba que emanaba por debajo del cobertor.
-¡Ah! Y por lo que más quieras Marcela ¡Limpia tu cuarto y alimenta a Tomás!
Dos horas después, Marcela decidió que debía levantarse. Cruzando diestramente su propio campo de minas, alcanzó la puerta y salió dando un brinco por encima de la ropa.
Bajó despacio y se dirigió a la cocina, lo primero que vio fue el frutero vacío y junto a él, una nota y un sobre.
¡Felices vacaciones!
Se leía sarcásticamente sobre un pedacito de servilleta mal cortado. El sobre contenía dinero para los gastos de la semana.
Dentro del microondas un plato con un omelette frío esperaba ser devorado. En la parte superior del refrigerador localizado a su espalda del otro lado de la habitación, un gato gris con cola negra que se balanceaba y una mirada aterradora se encontraba acostando observando cada movimiento que Marcela hacía.
Ella tomó el plato y un tenedor sucio que hacía de pisapapeles de la agradable nota de despedida. Caminó con un aso de muerto hacia la puerta delantera y se sentó en el tercer escalón.
Por la calle nadie pasaba, las casas eran todas iguales y el viento era, como siempre fresco.
Marcela comía con poco entusiasmo el frío y desabrido omelette. De repente se percató de una pequeña caja de cartón que descansaba a dos centímetros de sus pies con una gran M en el centro.
Dejó a un lado el plato con el alimento apenas picoteado y tomó la caja. La abrió despacio y con una sensación de angustia. En el interior, una foto instantánea con la fecha de ese mismo día.
La imagen retrataba a un pequeño niño casi tan pálido como su vestimenta blanca y detrás, el mar.
El primer sentimiento de Marcela fue de asco, sin embargo este se convirtió rápidamente en lástima e igual de rápido, la culpa la invadió totalmente. A pesar de conocer al niño, había algo en esa imagen que perturbaba a Marcela.
¿Por qué mandarían algo así? ¿Quién lo mandaría? ¿Por qué? ¿Para qué? Miles de pregunt5as llenaron su mente al mismo tiempo en el que Marcela salía corriendo escaleras arriba -dejando el plato con comida- con dirección al baño.
Vomitó todo lo que no había comido, hasta que sintió su cuerpo desvanecerse. Se quitó la ropa, abrió las llaves de la regadera y dejó el agua correr por su cabeza hasta los pies.