AGUA LA BOCA: UNA TAMALIZA BIEN ACOMODADA
Abre febrero aquel suertudo que se encontró al Niño dentro de la rosca la noche de reyes un mes atrás. El 2 de febrero, día de la Candelaria, al padrino le toca vestir al nene, llevarlo al templo, y convidarnos atole y tamalitos a todos los que fuimos testigos de su buena fortuna. Hay quien después de las navidades ha quedado desplumado y toparse con el duro obstáculo de un muñequito (con toda falta de respeto llamado “mono”) de plástico blanco en medio de su pedazo de rosca no le hace ninguna gracia, también los hay tacaños sin excusas, indóciles rejegos a los que hay que torcerles un poco la mano y olvidadizos convenencieros que nunca cumplen con su parte, pero los más artistas de todos los remisos son aquellos -verdaderos ilusionistas- que nunca se han sacado un mono en su vida y que por supuesto han ido a todas las tamaladas sin jamás haber pagado la cortesía a persona alguna. Tengo un amigo experto en el arte de zafarse del trance año con año, primero que nada, siempre espera a que nadie esté volteando para cortar su pedazo de rosca, cosa que hace con cuidado y despacito, si el cuchillo se le atora con el muñeco, corta el resto del pedazo con el extremo trasero de cuchillo, como columpiándolo, y adelanta la mano para tomar su cachito tapándolo a la vista de cualquier moro en la costa; así , como quien no quiere la cosa, en un movimiento de prestidigitación, el mono ha desaparecido para cuando el bizcocho toca el plato.
Los tamales en México tienen un origen prehispánico y han estado ligados a los ritos del calendario religioso desde entonces, a todo lo largo y ancho del país ofrecemos tamales en velorios, bautizos y primeras comuniones, en el altar de muertos, y en las fiestas de carnaval, (como los tamales de flor de colorín que se hacen en Tepoztlán en época de mascarada cuando los Chinelos bailan y brincan) sus estilos y presentaciones son tan variados como los innumerables ingredientes con los que la naturaleza regala a cada poblado para poder confeccionar este pastelillo de masa de maíz relleno de un guisado dulce o salado, picoso o no, envuelto en una hoja que además de ser su molde y cuna es su recipiente y que los pueblos que nombran al universo en lengua náhuatl han llamado totomochtli.
En las costas, los tamales se envuelven en anchas y flexibles hojas de plátano, en el resto del territorio se emplea la hoja de la mazorca de maíz, a excepción de los que se envuelven en hojas verdes de elote, como los uchepos michoacanos, esos delicados regalitos de maíz tierno y dulce o las piramidales corundas cobijadas en hoja de carrizo o de planta de maíz y mezcladas con ceniza. Hay recónditos tamales envueltos en hojas de chilaca o de papatla, como el zacahuil chiapaneco y la redundancia de los golosos son las tortas de tamal de la Ciudad de México. Primos de los tamales podríamos considerar a los mixiotes, pequeños itacates de carne envueltos en el delgado pergamino transparente que cubre la hoja del maguey (xiotl)
Este año el mago invicto no contaba con un pequeño diablillo de cinco años que llevaba toda la tarde espiando la aparición del mono… apostado a la altura de la mesa, justo frente al platón de la rosca, por su altura, inadvertido para los adultos. El centinela perfecto que, por supuesto, lanzó un grito triunfal en el momento justo en el que el cuchillo de mi amigo tocó la pelona cabecilla del amuleto de su desgracia. ¡Oh, justicia divina!
Ante la ineludible tamaliza solo queda pasar revista a las opciones con las que nuestro anfitrión lavará su honra: De ceniza o agrios, de maíz azul o de harina de arroz, de maíz quebrado o bien molido, esponjaditos gracias a su mantequita de puerco, podrán esconder en su interior un tesoro de chicharrón prensado en salsa de chile rojo, de pierna adobada, de frijoles, o de mole, de pollo en salsa verde, rajas con queso, o dulces: de piñón con biznaga y pasitas, de nuez, de piña con rompope o acaso de chocolate…
A palo dado ni Dios lo quita.