AGUA LA BOCA: CARAMELITO DE TODAS MIS MIELES
Siendo ortoréxicamente (*) muy incorrecta y nutricionalmente muy incómoda, debo declarar que: de entre todos los sabores del mundo, es el dulce el sabor de la victoria.
Todo lo dulce es una dicha, la promesa final de una comida, el premio universal de los niños buenos y el refugio favorito de cualquiera en un día gris. Nuestro corazón tiene una gran debilidad por la dulzura; con ella cerramos el año o rellenamos una piñata, seducimos a quien cortejamos y contentamos a quienes ofendimos.
Lo dulce, como el amor, vuelve valioso todo aquello que en él se sumerge, resaltando los valores de aquello que ha enriquecido, tal como sucede con un limón cristalizado en azúcar o un amargo grano de café tostado cubierto de chocolate, pudiera ser que la dulce o ácida manera de decir las cosas no cambie su esencia, pero sí el modo con el que las encaramos.
Usamos la idea de dulzura para describir la bondad de una mirada, la suavidad de una caricia y las maneras de las personas amables, bellas, buenas. Los mejores sentimientos del corazón humano son dulces como los ojos de los niños y de los abuelos, como el agua dulce, los dulces sueños y los dulces recuerdos. Lo dulce es sinónimo de bueno… aunque la venganza también es dulce, digamos que es dulcemente mala.
La dulzura es un valor esencial dentro de aquellas soñadas utopías de mundos perfectos. La Tierra Prometida mana leche y miel, decían. Lo dulce es don y promesa en el gran país de Jauja, y el hambre, imposible en ese lugar fantástico en donde los reyes de chocolate poseen castillos con murallas de membrillo, patios de almendrita y torres de turrón, bosques sembrados de barquillos de nieve y cascadas de azúcar granulada…
Nada más seductor que las ilustraciones de los cuentos infantiles como Hansel y Gretel. Cuántos de nosotros no seguimos cayendo en sus encantadoras páginas, y es que pensar en una casita de caramelo con gomitas de colores en el jardín y cristales de azúcar en las ventanas es la trampa perfecta; cualquiera de nosotros dejaría de lado todo recelo para ir a zamparnos alegremente un pedazo de tejado sin pensar en nada más que en aquel goce tremendo derritiéndose en la boca.
En un mundo mucho mejor planteado que el nuestro, la infancia de todos debería ser dulce, transcurrir entre juegos y cuentos, piñatas llenas de fruta y caramelos, pasteles de cumpleaños, globos y malvaviscos, porque el dulce es alegría pura, premio, consuelo y regocijo. El dulce es regalo y es fiesta. Es día del niño y de los enamorados, es calaverita de muertos y colación de posadas; bastones de menta y tiritas de regaliz. Es la sutil e inasible nube rosada de un algodón de feria que desaparece en la lengua de quien lo toca, dejando solo una pequeña gota coloradita en la comisura de la memoria.
Si bien no hay duda de que a nadie le amarga un dulce aunque tenga otro en la boca, lo cierto es que en los peores tiempos, un poco de azúcar puede ayudarnos a pasar los tragos más amargos. Ligeramente banal, el dulce es jubiloso, divertido, espontáneo y contundentemente optimista.
El dulce, más que una golosina, es un estado del alma.
*Ortorexia nerviosa - Trastorno alimentario consistente en la obsesión enfermiza por el consumo de alimentos saludables.