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AGUA LA BOCA: ES MÁS, YO NI QUERÍA PIÑATA...

Escrito por María Luisa Vargas San José. en Martes, 28 Febrero 2017. Publicado en Gastronomía, Literatura

A mí me tocó nacer en pleno diciembre, así que mi cumpleaños siempre se empataba con las posadas, de tal suerte que mi fiesta podía acabar siendo un combinado no siempre afortunado. De todos los preparativos que mi madre hacía ninguno me llamaba en absoluto la atención, sino hasta que me llevaba a comprar mi piñata. Podía escoger entre piñatas que tenían más o menos forma de perritos, ponis, conejos, elefantes o las tradicionales estrellas multicolores, de siete picos forrados de oropel y con su mechón de papel de china colgando de ellos, como el perfecto sombrero de dama medieval que después de acabada la fiesta pasaría meses debajo de mi cama, juntando pelusa entre mis zapatos, un calcetín sin pareja y las cajas medio aplastadas de los juguetes de navidad.

Las piñatas de posada llevaban en su gorda panza de barro, cañas de azúcar cortadas al sesgo, con los extremos sellados con mugrita pegajosa, varias mandarinas ya flojitas, amarillos y perfumados limones reales bastante amargos, tejocotes -que siempre han sabido a rayos- jícamas enanas que se despanzurraban a la hora de los caer al piso, naranjas, limas y montones de cacahuates y colaciones de esas que aún ahora se usan para romperle los dientes a los niños impacientes que insisten en morderlas para ver qué tienen en el centro, yo se los puedo decir sin que se rompan nada: en el centro, las colaciones tienen una de dos cosas, o un cacahuate miserable, podrido y negruzco o un pedacito de cáscara de naranja con casi idéntico aspecto que el del cacahuate… no valen la pena, ni las recojan del suelo.

Durante los setenteros años de mi niñez, a las piñatas de cumpleaños las rellenábamos de chiclosos Kori, Palelocas , paletas esponja y de caramelo con chicle en el centro, Tutsis de chocolate, Chupirules, chicles Motita o Topo Gigio , tubitos de pastillas Aciditas, chiclosos Bocatti y chamoys Miguelito o Brinquitos. Si había sido un buen año, también poníamos dentro algunos juegos de matatena con su brincona pelotita de goma, silbatos con su chicharito dentro, bebés de plástico cuyas extremidades se unían con una liga rosa al interior de su cuerpecillo, espantasuegras, serpentinas, una buena bolsa de confetti y algunos globos de los que nos habían sobrado después de adornar con ellos el comedor y la mesa del pastel.

Tanto las fiestas de posadas como los cumpleaños, o los combinados como el mío, siempre han sido ideados para salir bien y quedar mejor, pero vistos desde la lejanía, la suma de las desgracias siempre ha sido mucho más memorable y por supuesto, más divertida. Primero que nada, estaba el palazo de rigor, que casi siempre le tocaba al cumpleañero por andar adelantado, un par de rodillas raspadas para cada uno de los invitados, con tepalcate enterrado o sin él, chipotes a granel, provocados por los mismos malignos tepalcates antes citados. Nunca (pero nuca) faltó el gordito que se tiraba como rana encima de los dulces en cuanto caían al suelo, y ahí se estaba gritándole a su mamá hasta que le trajeran una bolsa para poder hacerse con su tesoro, no contaba con esa justicia poética que ahora se llama Karma, y como en el pecado llevaba su penitencia, en cuanto trataba de incorporarse para meter los dulces a la bolsa, un millón de manos anónimas se le colaban entre piernas y brazos, despojándolo de su mal habida riqueza… entonces empezaba la campal. Patadas y mordiscos, jalones de pelos, y uno que otro codazo bien colocado, como si hubieran apretado el botón rojo de Washington -que entonces vivía en el imaginario colectivo de todos los niños de la guerra fría- instantáneamente llegaban los refuerzos de madres entrenadísimas en el marcial arte de los pellizcos y los cocolazos a tutiplén, sacando agarrado de la patilla a más de un guerrero desde el fondo de la pila de cuerpos hechos bolita sobre sus caramelos.

A todo esto, tanto el cumpleañero (hombre o mujer, eso es indistinto) junto con varios más de sus socios (y/o socias) acababan siempre llorando por múltiples razones, algunas de las cuales podrían enlistarse aquí:

¿Por qué llora el cumpleañero? Porque la piñata tiene puros tejocotes. Porque le poncharon su balón de futbol que le acababan de regalar. Porque le ordenaron que no fuera díscolo con sus “amiguitos”, que les prestara sus juguetes nuevos y ya se los desgraciaron. Porque tuvo que invitar a sus vecinos, a su “primo de cariño” y a los hijos de las amigas de su mamá. Porque ya llegó la tía que le pellizca los cachetes, le soba la cabeza, le pinta el beso en donde caiga, y luego le suelta entre los brazos un abrigo gigante para largarse libremente por su Cuba…a las cumpleañeras como yo nos solían estresar cosas como el hecho de haber sido peinadas de coleta de caballo, tan restirada que además de traer los ojos jalados, siempre se nos podía encontrar en ellas gajos del limón con el que nos habían engomado; además pagábamos nuestra vanidad con el vestido nuevo y los zapatos de charol de los que rechinaban, los cuales eran galas tan almidonadas que no nos dejaban aventarnos a gusto y sin conciencia al remolino bajo la piñata, o correr sin ampollarnos los talones al jugar a “la trais”, pero lo peor de todo era que, habiendo invitado a las amigas más “tiquis”, o peor aún: al guaperas del salón que tanto nos gustaba, nunca faltaba, de hecho nunca faltó ni faltará el adulto súper chistoso que empiece a cantar a grito pelado aquello de ¡ la piñata tiene caca…!

 

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