LOS DIÁLOGOS DE ORTRO (Capítulos: XLIII al XLVI)
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En el preciso momento en que Rocío estaba en proceso de parto, del otro lado del mundo Jano se preparaba para ir a la universidad. Antes de eso, tenía tiempo para un desayuno. Poco a poco se acostumbró a la vida solitaria. El departamento nuevo lo había llenado de chácharas medievales que compró en las últimas semanas, en un acto compulsivo de rellenar los espacios vacíos. Helena hizo notar en alguna ocasión que tantas cosas terminarían por no caber. “Pero en éste ajustaré todo lo que quiera”, exclamó jubiloso cuando llevó la última de sus adquisiciones: una armadura de placas completa. Emocionado, sacó todas las partes de la caja de madera donde se la dieron. Sabía que las armaduras fueron esenciales para los caballeros, pues los resguardaba de las acometidas que sufrían en la lucha cuerpo a cuerpo. Una armadura de batalla completa no podía pasar de los veintinueve kilogramos; se esperaba que ese equipo, bien articulado, diera una completa movilidad, de modo que se pudiera montar rápido a caballo ante una emergencia, sin utilizar estribos. La armadura de placas articulada por completo que se desarrolló en la primera mitad del siglo xv recibió el nombre de gótica por su énfasis en las líneas verticales y su silueta puntiaguda, reminiscencias de la arquitectura de este mismo estilo. Una de estas armaduras era la que estaba frente a sus ojos, con todas sus partes. Era plateada, con figuras en bajorrelieves dorados. Fue armando pieza por pieza, limpiándola, puliéndola, memorizando con devoción obsesiva el nombre de cada una de ellas. Incluso había adquirido la espada, el escudo y la lanza por un módico precio. Una vez que la tuvo hecha, se la puso con la intención de sentirse uno de esos caballeros. Le reconfortaba sentir los casi veintinueve kilogramos que pesaba el traje. Había adquirido incluso un espejo de cuerpo entero para admirarse todas las noches. Con la armadura puesta, se pasaba horas frente a la computadora tratando de escribir alguna línea, pero las ideas parecían embotadas en un rincón óxido del siglo xv. De alguna manera creía que si ponía las condiciones los párrafos literalmente saltarían de sus dedos al teclado.
Paró su coche en un restaurante; le gustaba rodearse del bullicio de voces. Esos sonidos de cierta manera lo acompañaban el resto del día, hasta el momento en que se calaba la armadura antes de dormir. Los estudiantes dejaron de hacerle preguntas acerca de su vida, lo cual alivió las tensiones de explicar su comportamiento huidizo.
Pidió al mesero un desayuno ligero; éste indicó que debía servirse él mismo, dado que había buffet. Un televisor se encendió. Jano se dirigió a la barra de comida. Tomó un plato grande para servirse lo que llamara su atención. De reojo veía en la pantalla uno de los noticieros matutinos. Una vez instalado en su mesa escuchó que la voz del conductor anunciaba una nota importante: al otro lado del mundo, en la isla donde vivió, donde estaba su amigo Polo, acababa de morir trágicamente el presidente. (También en ese instante, en el otro hemisferio, un nuevo miembro del planeta era sacado del vientre de su madre, en una clínica de un pueblo cercano a la Ciudad Más Grande del Mundo; la mujer había sido inyectada en cuatro ocasiones en la columna para que no sintiera dolor, debido a la cesárea.)
Jano no dejó de ver el monitor. Las escenas señalaban que el nuevo presidente de la república de ese lejano país había sido acribillado por un desconocido. El asesinato se perpetró en una de las colonias más populares de una ciudad famosa por sus burdeles y cantinas. Jano observó con atención. La noticia podía ser una broma. Además, ¿para qué continuar asegurando que su candidato era el presidente?; por lo que platicaba con Polo, el otro era el bueno. Sin embargo, las imágenes seguían diciendo otra cosa. Transmitían sin cortes publicitarios. Mientras narraban los hechos, nuevas escenas mostraban la grabación de un aficionado donde se veía, sin precisión, con la imagen distorsionada, cómo un hombre disparaba en la cabeza del mandatario. Alguien de la calle entró gritando que el presidente de un lejano país había muerto a manos de un solo hombre.
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La enfermera de recepción lo vio llegar. El hombre se notaba nervioso, cojeando levemente. Se acercó al mostrador, esbozando lo que parecía una sonrisa.
—Pobre —musitó la enfermera—, no puede ni reír; ha de traer un dolor de los mil diablos.
—Señorita, ¿aquí se encuentra una mujer embarazada? —espetó el recién llegado, con voz lastimosa.
—¿Embarazada?, creí que venía a servicio, como cojea un poco.
—Quiero saber si esa persona está aquí.
—Pues llegaron dos embarazadas: una la trajo su familia, la otra fue encontrada en la carretera.
—¡La de la carretera, ésa es la que necesito!
—¿Usted es su pariente?
—Soy su esposo. Me llamo Polo.
La enfermera lo miró fijamente.
—¿Está seguro?
—Por supuesto, a menos que ya me hubieran cambiado el nombre.
—Espere un momento, por favor.
La mujer marcó un número en el teléfono. Polo observó que dijo un par de cosas para luego colgar.
—¿Y bien? —preguntó, ansioso—, ¿me dice qué sucede?
La enfermera tamborileó los dedos sobre el mostrador. Polo esperó en silencio una respuesta. Por el corto pasillo apareció una mujer también vestida de blanco. Saludó a Polo.
—¿En qué puedo ayudar?
—El señor afirma que es el marido de la recién parida, la de la carretera —interrumpió la recepcionista.
—¿Ah sí?, ¿entonces usted es Polo?
—¡Exacto! —gritó—, ¿mi mujer está aquí, verdad?
—Si se llama Rocío, su esposa acaba de tener una niña hace unas horas. Está en reposo, durmiendo.
—¡Rocío!, ése es el nombre… ¿Una niña dice?
—Una niña.
—Necesito llevármelas.
—Espere, despacio, ¿cómo es posible que esté aquí?, ¿no había muerto en una explosión?, lo vimos en el noticiero —dijo la mujer, jalándolo hacia un rincón.
—No morí… Es una larga historia, sólo deje que me las lleve.
—Imposible, su esposa está delicada porque sufrió bastantes trastornos en la carretera; por poco muere de pulmonía. Parece que una pareja la abandonó a su suerte. Gracias a un automovilista que la trajo, salvó su vida.
Polo se dejó caer en uno de los sillones viejos. La enfermera se acercó.
—Se ve usted mal.
—Pasará pronto…
—Esas heridas necesitan atención; además su pierna está débil.
—No hay cuidado.
—Señor Polo, si lo que dijo el reportero de las noticias es cierto, usted sufrió esas heridas en la explosión.
—Es verdad.
—Y debe ser responsable de lo que lo acusan.
—No hice nada de eso; me tendieron una trampa. Yo era un simple asistente, de pronto me envolvieron en ese desmadre. Sólo deseo estar con mi familia.
—Como se dará cuenta, ahora es un fugitivo.
—Me asusta cómo lo que dice; créame, sólo soy víctima de las circunstancias.
La mujer lo observó de cabo a rabo. Buscó algún indicio de que mintiera, un gesto, un rasgo que denotara la falsedad de sus palabras. En su pecho se arremolinaron las emociones, cruzándose unas con otras, chocando, ansiando claridad ante un evento de tal magnitud. Concluyó que el hombre no mentía.
—Hagamos un trato: ninguno de nosotros dirá nada, pero deje que un médico lo vea. Después ya veremos. Su esposa está bien, se recupera, la niña ni se diga. Es lo único que puedo hacer, ¿qué dice?
Polo miró suplicante a la enfermera.
—Espere unos días cuando menos, su esposa todavía está delicada —repuso ella ante la insistencia.
—Usted lo prometió, cumpla su palabra.
—Lo sé, lo dije.
—¿Entonces?
—Me tomé la libertad de registrarlo con otro nombre para evitar preguntas.
—¿De verdad hizo eso por mí?
—Sí, ahora descanse, necesitará fuerzas para lo venidero.
—¿A qué se refiere?
—Sobre su nueva vida.
Polo se quedó pensativo unos segundos.
—¿No me consuela ni me echa mentiras sólo para mantenerme a raya?
—Dígame, ¿tengo cara de mentirosa?
—No.
—Entonces, relájese. En un par de horas lo dejaré ver a su familia. ¿De acuerdo?
—Gracias, disculpe la desconfianza, tengo ideas muy paranoicas desde hace varios días.
La enfermera hizo un ademán, indicando que había otras cosas que hacer.
—Lo veo al rato. Por cierto, su nombre es Jano, para que estemos en el mismo canal; dígaselo a su esposa cuando despierte.
—¿Jano?, ¿de dónde sacó ese nombre? —preguntó Polo, inquieto.
—Parece que ahora vive de puros sustos, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Cualquier cosa que digo lo altera.
—¡Es que ése es el nombre de mi mejor amigo!
—¿En serio?, ¡qué coincidencia! Mire que lo tomé al azar. De hecho, es un nombre que me gusta; en mis ratos libres leo mucho… ¿Qué quiere?, soy una solterona que llena sus vacíos con libros. Por si no lo sabía, Jano era, en la mitología romana, un dios de dos caras que miraba hacia ambos lados de su perfil; era el dios de las puertas, los comienzos y los finales. Por eso le fue consagrado el primer mes del año, que en español pasó del latín Ianuarius a Janeiro y Janero; de ahí derivó a enero.
—Vaya, no lo hubiera imaginado.
—¿En verdad no sabía?
—Algo me platicó cierta vez mi amigo, no tan detalladamente.
—Pues déjeme completarle. Era el dios de los cambios, de los momentos en los que se traspasaba el umbral que separaba el pasado y el futuro. Se le honraba cada vez que se iniciaba un proyecto nuevo, nacía un bebé o se contraía matrimonio. ¡Se da cuenta de cómo coincide con su situación! ¡Ni mandado hacer para usted! Como dios de los comienzos, se le invocaba el primer día de enero. Jano no tenía equivalente en la mitología griega.
—Para ser enfermera, está bien informada.
—Ya le digo, vivir sola tiene sus cosas… ¡En algo tengo que invertir mi tiempo! La lectura permite no volverme loca.
—¿Por qué no ve televisión como todos?
—¿Todavía lo pregunta?, la televisión me hace entrar en profundas depresiones.
—Si lo pone de ese modo…
—Bueno, no siempre. De hecho, para que vea que no soy tan drástica, le prestamos una a su esposa pues estaba muy inquieta… Quería información…
—¿De veras?
—Pero resultó contraproducente porque se alteró con el noticiero, justamente cuando dieron la nota del auto que explotó. Como digo, la televisión no es lo más sano.
—Ya veo. Ahí se enteró…
—Así es… Disculpe, me retiro, hay cosas que hacer, ya me entretuve mucho con mis pláticas. Los doctores se enojan cuando hacemos amistad con los pacientes.
Polo observó alrededor: estaba en el cuarto de curaciones, en un camastro. Había un par de estantes repletos de medicamentos, algunos aparatos ortopédicos, material clínico necesario para casos de emergencia. Cerró los ojos en espera de que el sueño viniera en su auxilio. La figura regordeta de Rocío apareció como una estatua brillosa, deslumbrándolo por instantes. Abrió los ojos para borrar la imagen. Parpadeó un poco, sumergiéndose en el descanso por unos minutos. Los ruidos exteriores lo arrullaban, conduciéndolo hacia el abismo onírico que no recordaba desde hacía varios días.
La puerta se abrió súbitamente. Era la enfermera; lo sacudió para despertarlo.
—Levántese, necesita irse cuanto antes.
—¿Perdón? —increpó, somnoliento—, ¿qué pasa?
—Debe irse, ahora mismo.
—¿Por qué?
—Una de las enfermeras del nuevo turno reportó su entrada a la clínica.
—¡Cómo!
—Sí, al ministerio público, es un trámite de rutina. Lo siento en verdad, no tengo el control de todo. Váyase antes de que esto se llene de policías o reporteros.
Polo se incorporó del camastro para caminar hacia la puerta.
—¿Me puedo llevar a mi esposa?
—Sí, está despierta, con su bebé; se encuentran afuera, esperándolo, yo misma la saqué. Mire, mi carro no está muy bien, pero lléveselo; es el de color verde, tome las llaves, de algo servirá, aunque sea para que ponga pies en polvorosa. Salga por la puerta de atrás.
—Gracias, se lo pagaré algún día.
—Conque se cuiden los tres me doy por bien servida. Ande, váyase antes de que nos convirtamos en un muladar de gente indeseable.
Polo dio la media vuelta para salir apresurado; la pierna dolía. Caminó hasta el acceso. Ahí estaba Rocío, con el rostro serio, tenso. Esbozó una sonrisa forzada: el cansancio se marcaba en sus pómulos. Se abrazaron por unos segundos. Él la ayudó a subir, luego se pasó al otro extremo. Metió la llave con nervios. Giró un par de veces, el motor no respondió.
—¡Carajo!, ¿éste también? —murmuró.
Pedaleó el acelerador para subir la gasolina. Giró de nuevo la llave hasta que escuchó el motor encendido, como un crepitar de brasas. Esperó unos segundos para calentarlo.
—No hay tiempo para eso —intervino Rocío—, arranca ya.
Polo jaló la palanca de velocidades acelerando a fondo. El carro tosió un par de veces, jaloneándose. El ruido de unas llantas saliendo disparadas se oyó a lo largo de la calle.
45
Cirse fue recibida por su padre en la terminal de camiones, después de un viaje de dieciocho horas que le aletargó el cuerpo. El hombre de más de sesenta años caminó hacia ella, dándole un abrazo rápido, casi sin tocarse. Evitó el contacto visual dándose la vuelta.
—Vamos —dijo—, el carro está lejos.
Bajaron por el túnel hasta el estacionamiento. Aventaron las maletas en el asiento de atrás y subieron callados. Cirse miró a su padre esperando alguna represalia o reclamo, pero no hubo ningún gesto; se concentraba en la avenida por la que circulaban.
La madre de Cirse agitó los brazos cuando los vio aparecer. Había preparado una fiesta de bienvenida con muchos invitados, además de comida, pastel, varias botellas de vino y decenas de cajas de cerveza.
—Santa, no quiero dar molestias. Ya sé que esto es lo que usualmente se dice, pero era innecesario. Además, no creo merecerlo —comentó, suspirando.
—¿Cómo dices? —corrigió el padre—, ¿que no lo mereces? Todos estamos felices de tu regreso, mi mujer, tu hermana Miranda y Lalito. ¡Pues qué te pasa?
—Además —agregó la madre—, prefiero que me digas mamá, en lugar de Santa; me haces sentir una desconocida.
Cirse recorrió uno a uno los miembros de su familia: se les veía contentos. “Voy a disfrutarlo”, murmuró, animándose. Ofrecieron una copa para brindar; el padre alzó la suya, con una sonrisa.
—Esto es por mi hija porque por fin entendió que acá estaba su vida, no en esa ciudad que la volvía loca —Cirse percibió que las palabras de su padre auguraban un conflicto. La mamá sonrió nerviosamente, era un mal momento para que su marido se pusiera impertinente. Cirse esgrimió también la copa para agregar algo a lo que su padre dijo, pero el hombre cortó cualquier intención—. Aguarda, no he terminado. Me da una alegría enorme tenerte con nosotros. Recuerdo que te fuiste a estudiar una cosa inútil; a pesar de eso, me siento orgulloso de ti. ¡Lograste hacer dos carreras! Ya que estamos en esto, ¿dónde está el cabrón que decías querer por sobre todas las cosas?
Cirse sorbió un trago grande de vino, abriendo mucho los ojos. La mamá intervino para impedir la discusión.
—¿Qué tal si mejor comemos?
—Que la niña conteste lo que pregunté —atajó el padre—, ¿tiene miedo de decirnos?
—Papá, no creo necesario hablar de eso.
—¿Entonces cuándo?
—Después.
—Bueno, está bien, tendrás que contarnos qué carajos hiciste todos estos años —remachó, dejando la copa en la mesa para retirarse.
Cirse se sentó pesadamente. No esperaba esa perorata, en la terminal de camiones parecía tranquilo. La madre hizo una señal para que la comida se sirviera. Se acercó a su hija.
—Tu papá se siente ofendido.
—¿De qué hablas?
—De tu marido.
—¿Mi marido?
—Con el que vivías.
—Mamá, en primer lugar no me casé con ese tipo, sólo éramos novios; en segundo lugar nunca viví con él. ¿De dónde sacas eso?
—Del periódico.
—No entiendo nada.
—Nosotros tampoco.
—¿Entonces?
—Es que se nos hace extraño que vinieras justamente cuando encerraron al Federico ese.
—¿Ya lo saben? Qué bueno, así sobran las explicaciones.
—Hoy salió una nota donde dice que un hombre entró al reclusorio cosiéndolo a balazos.
Cirse se puso de pie como resorte.
—Cálmate, se darán cuenta.
—¿Lo mataron?
—Sí, un hombre llamado José se hizo pasar por familiar suyo; nadie se percató de que llevaba pistola o cuando menos eso dice la versión oficial.
—¿José, el hombre que le daba dinero a Federico, el que todos vimos en el video?
—Sí, hija, ése.
—¿Cómo fue?
—Ven, léelo tú misma.
Se encaminaron hacia la cocina; la mujer abrió un cajón para sacar un periódico.
—Toma, aquí, en esta página.
Cirse revisó la nota.
—¿Cómo pudo suceder todo esto?
—Te involucran; por eso se enojó tu padre —agregó la mujer.
—¡Esto es mentira, mamá!
—Díselo a tu padre, se enteró de que secuestraste a una mujer embarazada.
—Eso lo hablé con Polo y con ella, ya lo aclaramos…
Un ruido de motor las sacó de su plática. Las voces de los invitados se oían agitadas. Cirse y su madre se asomaron por la ventana: cuatro hombres armados con ametralladoras descendían de una camioneta de lujo. Las dos mujeres se miraron entre sí. No eran policías. Bastaron tan sólo unos segundos para que los gritos se esparcieran por diferentes partes. El largo e intermitente sonido de un arma escupiendo fuego sembraba el caos. Cirse y su madre se dirigieron rápido hacia la puerta trasera, trémulas, como si los corazones fueran a salírseles para salvarse por su cuenta. Adentro de la casa los ruidos disminuyeron. Las dos mujeres corrieron hacia unos maizales, sin detenerse. De pronto, Cirse dejó de correr; su madre la miró aterrada, rogándole con las manos que siguiera, no había tiempo para reflexiones. Los pasos estaban cada vez más cerca. Cirse se llevó el dedo a la boca para mantener las palabras a raya… Ni un respiro; con suerte, lograrían escabullirse. La mujer observó que su hija sudaba sangre de la frente. El ruido de plantas que se removían las alertó: casi estaban encima de ellas. Cirse hizo un gesto para indicar el momento en que debían correr; minutos después hizo una seña. Arrancaron sin ver por dónde iban, agachadas para estar fuera de tiro. Sin embargo, la estrategia resultó inútil. Los pasos de los matones eran lentos, encañonando sus armas hacia el frente; las manos húmedas, apretando el metal con fuerza para que no resbalaran. Uno de los hombres apuntó con el dedo el lugar donde creía que estaban. Una desbandada de pájaros espantados por un eco ensordecedor de ametralladoras fue el marco que sirvió para saber que las dos fugitivas habían sido localizadas.
46
—¿Qué lo trae por acá, maestro Mazuk? —preguntó Jano, durante la presentación de un libro, extrañado porque su antiguo maestro andaba en la ciudad. Jacobo lo miró de reojo; continuó firmando autógrafos a quienes compraban su libro.
—¿Qué tal, Jano?, ¿qué haciendo tan lejos de su tierra?
—Pues —repuso, cortando la frase porque se dio cuenta de que el lugar era inapropiado para dar particularidades de su vida.
El escritor, irónico, apuntó:
—Como ve, vine a presentar mi más reciente libro, La armadura del mal.
Como en antaño, el hombre parecía burlarse de él. A su cabeza vino un caudal de recuerdos que se amontonaron uno sobre otro, queriendo brotar el que más se asemejara a lo que acababa de hacer Jacobo Mazuk; lo que sobresalió fue la risa chillona haciendo alarde de su capacidad para escribir, junto con las conexiones de afamadas editoriales hispanas. No había sido gratuito que le insistiera a Polo tiempo atrás que lo localizara, debido precisamente a los contactos que tenía. Ahora estaba allí sin que lo hubiera pedido.
—Sí —respondió al final Jano—, eso lo veo: firma libros.
Había agregado otra tontería; deseaba que el hombre no soltara su verborrea ácida.
—Bueno —dijo Jacobo, suavizando la voz para ser amable—, ¿qué tal si nos vamos a echar unos tragos por ahí?
—Correcto —aceptó Jano, al sentir el cambio de actitud—, cuando termine de atender a sus lectores, nos vamos a donde guste, mientras echaré un ojo a ver qué encuentro, puede que hasta compre el suyo.
—Bien, en cuanto concluya esta larga fila, nos vamos. Ah, dejemos eso del usted, no son para tanto los años sin vernos.
Jano hizo un ademán para responder: Mazuk había vuelto a la carga, pero se aguantó porque dos emociones se cruzaron, confundiéndolo: una que decía que no había problema, que el asunto en realidad era él mismo, más otra que mostraba su temor a agresiones como aquéllas. Optó por la primera.
Instantes después Jano observó desde lejos que la mesa de autógrafos estaba casi vacía. Había decidido llevarse uno de Jacobo Mazuk: bajo el brazo llevaba un ejemplar de El caballero del mal. Le llamó la atención la nota de la contraportada. Jacobo se puso de pie, doblando el cuerpo de un lado a otro; estiró las manos para finalmente mover la cabeza de izquierda a derecha: estaba listo para irse. Jano se acercó, apuntando el camino a seguir. El escritor, agradecido, lo siguió a la calle.
—Compré tu libro, a ver si me lo autografías al rato —dijo, para hacer plática.
El bar a donde llegaron era pequeño; El hijo de la corneja se llamaba. Jacobo lo analizó de cabo a rabo, como si midiera el territorio. Pidieron al mesero un lugar donde pudieran conversar. Unos minutos después se apostaron en una mesita redonda, con sillones mullidos, ideales para la situación. Jacobo ordenó un coñac; Jano prefería una cerveza, pero para no pasar un mal rato, pidió “lo mismo que mi compañero”. El escritor sacó una caja de su saco, exhibiendo varios puros.
—Son habanos, ¿quieres?
Jano pensó que tal vez era momento para dejar de fumar o que debería negarse para llevar la contraria.
—Sí, gracias.
—Siempre que tengo un éxito editorial me gusta fumarme un puro con un buen amigo; lo vi en una película.
Jano sabía a qué película se refería, Misery, con Kathy Bates y James Caan, basada en la novela del mismo nombre, de Stephen King: “¡Qué cabrón tan original!”, farfulló. Hizo un gesto de incredulidad pero brindó por la ocasión.
—Un verdadero gusto verte de nuevo —afirmó Jano, sonriendo.
El escritor extendió el brazo para chocar el vaso.
—Salud —dijo, con obvio enfado porque lo consideraba una cursilería—. Me gustan estos bares, poseen un aire de nostalgia involuntaria; en todas las ciudades del mundo me he encontrado con uno: la madera, la media luz, el humo de los cigarros reconfortan porque ofrecen un material extraordinario para escribir.
—En cambio yo sin trazar una línea, aunque me disfrace del personaje que quiero crear —agregó Jano, consternado.
—¿Cómo así? —preguntó el hombre con interés.
—Tengo una idea de novela que me cuesta aterrizar; empiezo una oración, un párrafo o una página, al final los borro porque extravío la voz con la que deseo arrancar la historia.
—Tal vez la extravías porque es mala.
—A lo mejor.
—Intenta contármela.
—Aquí escasea el silencio, como que necesito privacidad para que salten las ideas en confianza.
—Si quieres, nos vamos.
—¿Irnos?, ¡acabamos de llegar!
—Lo digo para que estés a tus anchas.
—Tienes razón, vámonos a mi casa —respondió, tomándose de un golpe la bebida.
Cuando Jano prendió la luz del departamento, Jacobo lanzó una expresión de sorpresa por el decorado.
—Caray, vives en plena Edad Media.
—Jano percibió que no hubo ironía de por medio.
—Platícame, ¿para qué sirven estas antigüedades? Digo, hasta una armadura.
—Es del siglo xv; me costó una fortuna.
—Vaya que eres excéntrico; ya ni yo que soy capaz de robarme el mechón de mi escritor favorito.
—Desde hace años me gusta el medioevo; lo descubrí durante la universidad. Fue justamente en un libro de caballería donde brotó ese gusanito que me condujo a la ansiedad y luego a la obsesión. Sé que algunos ven la época con malos ojos, pero es un pasaje de la Historia interesantísimo porque nos enseña que la naturaleza humana llega a extremos de intolerancia o lucidez a causa de la supervivencia.
—Bueno, eso pasa en todas las épocas, ¿no?
—Cierto, pero en ninguna Dios tuvo participación tan directa; fue durante estos siglos donde Dios construyó sus negocios más poderosos.
Jacobo recorrió con la vista los objetos, tocándolos ocasionalmente. Se detuvo en la armadura. La examinó por todos lados.
—Es una maravilla; ¿para qué adquiriste algo así?
—Para ponérmela; ya te conté que a veces necesito recrear ciertos ambientes.
—¿Logras algo?
—Te dije que últimamente no.
—¿Hay algo de tomar?
—Sólo un poco de vino.
—Pues que sea vino.
Jano sirvió dos copas. Jacobo tomó la suya dirigiéndose a lo que parecía ser la sala.
—Hasta los sillones los compraste del periodo.
—Pura réplica: los mandé hacer.
—Has de tener bastante dinero.
—Sólo invierto mi sueldo.
—Estoy sorprendido, de verdad. Es una grata sorpresa saber que enloqueciste de remate —Jano sonrió con disimulo: aquello era un halago—. Ahora dime, ¿qué historia quieres contar?
—Las ideas se me esfuman, no las retengo todas.
—Si te esfuerzas, podrías hilar la historia en este momento.
—Si no lo he hecho en meses, menos ahora.
—Leí algunos cuentos tuyos en revistas y antologías; en verdad deslumbrantes.
El comentario dio en el blanco, que se infló como un globo.
—Gracias, nadie había dicho eso.
—Tal vez porque desconocen tu talento. ¿De qué trata lo que quieres hacer?
—He recorrido varios títulos, tú sabes que el nombre define la historia de algún modo.
—De acuerdo, ¿cómo se llama?
—Los diálogos de Ortro.
—Ortro, ¿no es Orto?
—De las dos maneras; prefiero la forma griega.
—Disculpa, ¿qué o quién era Ortro?
—Ortro era un perro de dos cabezas, hijo de Esquidna y Tifón, y hermano de Cerbero, guardián del Hades o del infierno.
—Ajá, ¿para qué te servirá un perro de dos cabezas?
—Reunir el pasado con el presente, traer la Edad Media a mi tiempo, conjuntarlos, mezclarlos, hacerlos vivir a través de los párrafos, como alternar dos realidades que nunca han estado juntas.
—Nosotros somos una síntesis de ese pasado.
—Cierto, pero nunca han convivido. De alguna manera todos somos Ortro al momento de entrar en diálogo con el otro: dos cabezas forman parte de un mismo perro, incluso la plática que ahora sostenemos.
—Bien, sígueme contando.
Jacobo había abandonado toda actitud de soberbia: se mostraba como un alumno dispuesto a informarse. Jano narró paso a paso sus pensamientos, acomodándolos, desorganizándolos cuando no avanzaba. Paseaba por la estancia, agarraba un objeto, explicaba detalladamente la participación que tendría. En seguida fue a la armadura. Los ojos se le iluminaron.
—Tengo una idea —exclamó—, ¿por qué no te la pones para convertirte en el personaje?
—Claro —repuso Jacobo, divertido e intrigado por saber en qué terminaría aquello.
Mientras se vestía, Jacobo hizo notar a su anfitrión que el plan de dos realidades conviviendo en un tiempo para luego separarse en dos, se parecía mucho a la mitosis.
—Lo sé, lo investigué a fondo. Una cosa me llevó a la otra. La mitosis es la división celular mediante el cual una célula nueva adquiere un número de cromosomas idéntico al de sus progenitores. Se crean dos realidades.
—¡Vaya!, ¿todo está en papel?
—Sí —señaló hacia el escritorio—, allí está todo lo que leo e investigo.
Jacobo se plantó frente al espejo.
—Pesado tu trajecito, ¿eh?, aunque cómodo —afirmó, con la intención de hacer sentir bien a Jano.
—Tienes encima casi veintinueve kilos, pero se diseñó para moverse hábilmente durante el combate.
En seguida Jano se sentó para ver cómo el escritor empuñaba la lanza, metiéndola bajo la axila: estaba extasiado.
—Casi recreé mi novela contigo —dijo, riendo.
—Me interesa que termines tu historia.
—Sólo espero que no se me olvide lo que narro.
—Sigue sin preocupación, poseo memoria fotográfica.
Jano continuó por varios minutos, mientras el otro lo seguía con atención. En Jacobo cabalgaron recuerdos de alumnos, talleres, novelas escritas, los viajes realizados alrededor del mundo; la historia de Jano tomó forma en su cabeza, las palabras se parecían más a una marabunta de hormigas que penetraba por sus oídos, instalando una colonia de refrescantes novedades.
—Es todo —enfatizó Jano, emocionado.
—¿Estás seguro?
—Totalmente, ¡no lo creí posible! ¡Tantos meses sin parir nada y ahora hago un alumbramiento sin más ni más!
—Para que veas, todo es realizable en este mundo. Jano, te doy las gracias…
—¿Por qué?, el que debe ofrecerlas soy yo.
—Al contrario, me regalaste mi nueva historia.
—¿Cómo?, no entiendo.
—Ni creo que puedas. Sabes, te diré algo que sé desde hace mucho: ustedes me apodaban “El hacedor de estrellas”.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues eso, que no olvido.
—No me agrada el tono de voz.
—Ni a mí el tuyo —dijo, apuntando la lanza al pecho de Jano—, ¿te gustaría morir como el personaje de tu historia?
—Jacobo, sin juegos burdos, me molestan estas dinámicas.
—¿Te molestan o te dan miedo? —replicó, presionado la punta en la piel de su anfitrión—, ¿no querías que las ideas fluyeran?; ah, pues ahí tienes, la historia completa, nada más que será mía. Sí, soy el hacedor de estrellas o un vulgar ladrón, si prefieres. ¿Qué te parece ésta?: el escritor famoso que plagia historias por el orbe. ¿Cómo crees que logro nuevos libros con diferentes estilos?, matando a mis plagiados, sacándoles hasta la última gota, secándoles el cerebro hasta que me suelten el proyecto completo, como un vampiro que asesina para sobrevivir. ¿Por qué crees que tu novela El caballero se ha posado fue rechazada? Porque yo dictaminé en contra para vengarme de ustedes. Justamente la novela que hoy presenté es la tuya, Jano, la registré a mi nombre en derechos de autor, cosa que tú nunca haces. ¿Quieres que te la autografíe?
Jano no pensaba en otra cosa que no fuera en lo que tenía enfrente. La confesión lo sacudió por un instante, pero volvió a su situación: detenía con las dos manos la lanza, empujándola para evitar el dolor del piquete. Miró a Jacobo con terror: se adivinaba en sus ojos la intención de clavársela hasta el fondo. Trató de ponerse en pie; Jacobo lo impidió, sentándolo de nuevo con la lanza, espoleándola contra el cuerpo. Unas gotas de sangre escurrieron manchando la camisa. Jacobo embistió con más fuerza, como una fiera contra su presa.