LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO (Capítulos: IV al VI)
4
—Hola, otra vez por acá —escribió Polo.
—Qué bien, me da gusto leerte —respondió Jano.
—Hay que comprarnos una cámara.
—No, ya sabes, me gusta más escribir… Mantiene activo… imagino crear.
—Bueno, es cierto… A mí también me gusta el tecleo… Las ideas fluyen sin dilación… Ja… Qué mamerto, ¿no?...
—Hace días que no te veía.
—Es que salgo tarde del trabajo; llego rendido… Rocío me reclama por no estar con ella… Ya me dijo: O tu jefe o yo… Siente que el tipo le roba horas a nuestra vida… que pongo más cuidado a la oficina.
—¿De plano?
—Figúrate cómo es… siempre la encuentro enojada… como si yo tuviera otra.
—La verdad no te envidio… me pasa lo mismo con Helena… sólo que para ella mi jefe o la otraes la computadora… La veo ir y venir por los cuartos… por el pasillo… Hace ruidos con los cubiertos… con los platos… todo por llamar la atención.
—¿Lo logra?
—A veces… Otras, va directamente hasta mí, abrazándome para que sólo me acueste junto a ella… No le gusta estar sola…
—Igual Rocío… es incansable… Por cierto, ¿ya empezaste tu novela?
—Como te digo, no es fácil… Hago unas líneas, las borro, empiezo de nuevo… Así, hasta lograr nada… a veces siento que la página en blanco se ríe de mí… He empezado varios proyectos… pero los destruyo porque no avanzo… Me falta la historia, una muy buena… Leo mucho los diarios para encontrar algún pretexto, sobre todo la nota roja…
—Espera, el teléfono está sonando…
—Bien, espero…
—Ya… Perdón, ¿me tardé?…
—¿Quién era?
—Un mudo, alguien que habla, cuelga, en fin… Ya tiene días.
—Tu mujer pensará que tienes amante. De por sí.
—Para nada… ¿a qué hora se tiene una?
—Cierto… Oye, no me publicarán El caballero se ha posado.
—Ésa no es una buena noticia.
—Sí, lo sé.
—¿Por qué?
—Cuestión de línea editorial.
—Ya habrá algún editor interesado, así nace la fama, ¿no?
—Eso espero… más bien quisiera olvidarme del asunto… lo que sí sé es que nos odiarán nuestras mujeres.
—¿Por qué?
—Por el Chat.
—No entiendo.
—Por sumergirnos en la pantalla, pasamos horas.
—Rocío dice que el internet es adictivo.
—Sin duda… yo no dejo de frecuentarlo… Después de mis clases me clavo en la red buscando cualquier pendejada… Pura ansiedad.
—¿Así de plano?
—Estoy consciente: el internet sirve para un carajo.
—Es el escape perfecto… Pero ya no quiero hablar de eso… Polo, ¿cómo siguen las cosas por allá?
—¿Te refieres a las elecciones?
—Sí.
—No sabemos quién ganará.
—Así son esos negocios.
—Tú lo has dicho… De la noche a la mañana las cosas cambiaron.
—¿Tú qué piensas?
—No sé… Hace unos días me dejaron un sobre con estas palabras: Tengo y necesito información importante. Me pondré en contacto.
—¿En serio?
—Resistí comentarlo con alguien… incluso con Rocío.
—¿Qué harás?
—Nada… Desconozco de qué se trata… Cirse lo dejó en mi escritorio… que un niño lo entregó y salió corriendo.
—¿Sin más?
—Así es, por ahora es lo único…. Bueno, ya me voy… es tardísimo…
—Eso… Oye, disculpa, no te pregunté por Rocío.
—Está bien… Sabes, no te he dicho una nueva…
—¿Cuál?
—¡Vamos a ser papás!
—¡Muy bien!… ¡qué valor el de ustedes!... ¿cuánto tiempo tienen?
—Tres meses… Hace poco lo supimos… Será niña.
—¡Ya lo saben?
—¿Qué quieres?, somos primerizos: la curiosidad nos ganó.
5
Federico nació en la Ciudad Más Grande del Mundo; sobrevivió a pesar de sí mismo, pues el entorno le hizo un carácter arisco o cuando menos eso aseguraban los más cercanos. Sólo Cirse lo conocía más adentro. Entró a la política admirado por el crecimiento económico de sus camaradas.
—Es un buen negocio —dijo un día, decidido—, no hay más que mover la boca para esconder lo que piensas.
No tenía familiares, así que la vida solitaria era lo suyo; además, con eso evitaba desquites futuros. “Soy un lobo estepario”, le comentó a Polo cierta vez, “pero más cabrón que el de Herman Hesse”. Polo sabía que Federico no acostumbraba leer, por lo que la frase seguramente procedía de un comentario televisivo, como todo lo que solía decir para causar impresiones diversas.
—En general —le confesó un día a Cirse—, mi jefe es un compendio de frases célebres aunque no sepa de dónde provienen ni en qué ocasiones se utilizan.
—Que no te oiga —contestó ella—, porque se ofende.
—Sólo digo de qué trata el asunto.
—Y justamente conmigo que lo conozco más.
Con el tiempo Federico creó una red amplia de relaciones que asentaron su influencia, usando causas perdidas en beneficio propio.
Unos golpes tamborilearon en la puerta. Rápidamente guardó los fajos de billetes en el sobre para eludir las explicaciones.
—Pase —gritó.
Era Cirse, con una mueca que no dejaba lugar a dudas de lo que había entre los dos.
—Imposible atenderte ahora —recalcó—, te lo dije muy claro.
—Afuera hay alguien que desea hablar con usted.
—Dile que otro día —dijo, haciéndose el interesante.
—Tiene que ver con una información que dejó en un sobre manila.
Federico observó de soslayo el paquete sobre el escritorio, con el rostro lívido; depositó una mano encima como poniéndolo a salvo de una pregunta indiscreta.
—Que pase —ordenó, con voz nerviosa, aparentando frialdad.
Unos segundos después un hombre bajo, de pasos seguros, se sentó sin que lo invitaran.
—José, ¿otra vez por aquí? —preguntó Federico, con cautela.
—Sí, otra vez, aunque te hagas el disimulado. El Jefe dice que ese dinero es parte del pago por tus servicios; que el resto será al concluir la operación.
—Ya les comuniqué que no contaran conmigo; quiero ahuyentar los problemas, no atraerlos. Con este dinero me doy por bien servido.
—Pues seguirás igual. A lo hecho, pecho, mi niño; no hay que andar con mamadas…
Federico tomó aire, lo soltó. Observó que sus manos tenían un ligero temblor.
—Así que piénsalo o se olvidará de las consideraciones que tiene contigo —remató José, dando la media vuelta para retirarse.
6
Cirse se sentó en su escritorio, intrigada por la visita de José. Tal vez era momento de alejarse de Federico. Se acostaba con ella como si se tratara de un asunto de oficina, jamás dirigiéndole la palabra en público, más que para solicitarle algo. Lo había conocido no hacía mucho, andando en manifestaciones, en los plantones que organizaban distintos grupos opositores. Con el pasar de los meses aceptó que no fue amor lo que la atrajo, sino necesidad de protección. Había llegado de la zona del cultivo de tomate para estudiar Letras en la Universidad Nacional, a pesar de la negativa de su padre, quien dejó de hablarle durante un tiempo, aunque al final terminó apoyándola con mensualidades raquíticas para que algún día se arrepintiera de su decisión. Nunca fue así. Cirse se quedó a vivir en la Ciudad Más Grande del Mundo, terminando la carrera antes de lo establecido; consiguió trabajo en una revista política, misma que la condujo hasta Federico, incluidas las marchas que se organizaban. Cuando lo vio por primera vez con esa barba de candado, suspiró porque era la viva imagen de su padre. Para burlarse de ella, sus compañeros de universidad apodaban a Federico El Sesentero, por ese aire anacrónico que lo rodeaba.
—Es un hombre de su tiempo, con fuerte pensamiento vanguardista —decía Cirse para defenderlo.
—Es más grande que tú al menos veinte años —le dijeron un día, en la casa de un amigo, durante una fiesta—, ¿cómo puedes estar con él? Pregona que él te educó, que sólo eres una provinciana torpe bajada del cerro a tamborazos, que te abrió los ojos porque venías muy verde.
Cuando Cirse asistía a las reuniones de partido, veía, para su disgusto, que decenas de personas entraban y salían buscando una posición de privilegio, como sucedió con una de las aspirantes para diputada federal, Keiko, quien no le caía bien “por sangrona y fingida”. La mujer había orquestado una campaña con la frase Yo también quiero… con Keiko…más servicios, dejando entrever una clara connotación sexual.
—¿Cómo votar por una mujer cuya plataforma política está sustentada en sus senos, sus nalgas y sus piernas? —le remarcó enojada a Federico, una noche en que él insistía que estaba muy guapa, que en todo caso de eso trataba la política—. Más bien parece que se postula para un table-dance.
—Lo que sea, pero está muy buena —contradijo él, divertido.
La puerta se abrió, de donde salió José para dirigirse al elevador. Cirse lo miró caminar con demasiada prisa. A un lado estaba Federico, quien la miró para soltarle una frase casi despectiva:
—A ver si ahora sí me corres a la gente indeseable; estoy harto de que entren cabrones como ése.
—Sí, señor.
—Pase a mi oficina.
Cirse sabía que eso significaba darle un masaje oral, hasta que descargara la tensión líquida en el rostro. Era casi mecánico, sin gimoteos, sin palabras; sólo un leve gruñido de placer al final. En esos actos, ella sonreía para sus adentros, mirándolo a los ojos, recordando las relaciones esporádicas que mantenía con otros hombres, ex compañeros de universidad.