LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO (Capítulos: VII al X)
7
—¿Necesitas que te traiga algo del súper? —preguntó Rocío, poniendo la mano sobre el hombro de Polo.
Él gimió para indicar que era muy temprano para estar despierto. La mujer insistió sacudiéndolo con suavidad. Abrió los ojos, respondiendo con voz aguardentosa:
—Tú ya sabes.
—Por favor, ¿qué te falta?
—Unas navajas de rasurar.
—¿Es todo?
—También tráete algo de comer. Por cierto, no traigas muchas cosas, acuérdate que estás embarazada.
—Claro que no, serán pocas; además, deberías ir conmigo.
—Ya sabes que no puedo, tengo que revisar unos pendientes.
—Bueno, traeré cualquier cosa para comer; después me acompañas.
—Ya sabes que sí.
Rocío salió del departamento ordenando mentalmente el recorrido que haría. Básicamente esa era su vida cotidiana con Polo. Había estudiado en un instituto tecnológico porque alguien de la familia opinó que sería bueno el contacto con la modernidad: de seguro ganaría mucho dinero. Sólo estuvo un año. El método fascista que utilizaban los maestros, dijo, según sus propias palabras, cuando le contó a Polo de su vida, la condujeron a abandonar los estudios porque la técnica la alejaba de sus emociones. Por eso buscó refugio en una carrera de humanidades, donde se explayaría sin miedo.
—Aunque al final no me dedico a eso, la literatura se convirtió en el medio que necesitaba para no ser una máquina; imagínate —le dijo a Polo, la noche que tuvieron su primera cita—, me hubiera transformado en autómata de haber seguido en ese lugar.
Por eso cambiaba los libros: si se quedaban donde siempre, corrían el peligro de convertirse en máquinas silenciosas.
—Nada de técnicas —le insistía a Polo—, estos libros requieren que los mueva para que no se callen.
—¿Por qué mejor no los lees?
—Porque no quiero aburrirme con tanta idea. Me gusta más estar contigo.
Polo veía en su estudio libros apilados por dondequiera, pero a las pocas semanas regresaban a sus anaqueles.
—A ver si con el embarazo me calmo —mencionó durante el ultrasonido, para consolarlo—, en este periodo las mujeres no hacemos muchas cosas.
—O sea que van a ser nueve meses de tranquilidad.
—Sí, disfrútalo.
A pesar de todo, Rocío siempre traía un libro con ella, fuera a donde fuera, estuviera donde estuviera. “Es que me siento más segura, ya sé que suena raro, pero así es, como si estuvieras conmigo siempre”, decía, cuando Polo preguntaba qué tanto hacía con ellos.
Polo y Rocío se conocieron cinco años atrás, en una noche de septiembre, durante las fiestas patrias de la isla. No habría de pasar mucho para que los dos coincidieran en los mismos afanes. Polo llegó a la gran ciudad, buscando establecerse; recientemente sus padres habían muerto: él de un enfisema pulmonar; ella de una diabetes mal cuidada. Por su parte, Rocío había vivido en el mismo lugar toda su vida, con las costumbres de quienes crecen en las megaciudades.
—Polo, ya regresé —gritó al abrir la puerta—, traje lo que pediste.
Polo caminó hacia ella para ayudarla.
—Encontré esto —agregó, entregándole un sobre blanco.
Polo lo aventó sobre la mesa.
—¿Sin abrirlo?
—Ahorita lo veo.
—¿Me dejarás con la duda?
—Primero a comer.
—Estoy en ascuas, ¿será de una amiguita tuya?
—¿Amiguita?, ¿de dónde sacas eso?
—Donde no quieres abrirlo, algo esconderás.
—Rocío, alucinas.
Mientras comían, Polo miraba de reojo el sobre, similar al que dejaron en la oficina. Rocío platicó sobre las dificultades de desplazarse entre la gente en domingo.
—Es cuando menos gente hay —hizo notar Polo.
—No cuando se va a los mercados, hay montones caminando. ¡Qué bien se ve que le sacas la vuelta a las compras!
Polo veía detenidamente cómo hablaba. Le gustaba su rostro: de piel morena clara, ojos grandes, ligeramente rasgados, labios semicarnosos, dientes pequeños.
—Bueno, ¿la leerás o no? —increpó ella, sacándolo del ensimismamiento. Él volteó, mirándola desconfiado; en seguida tomó el sobre.
—Es idéntico al que me dejaron —reflexionó en voz baja, cortándolo—, la letra es la misma.
Una sola frase: Espere pronto noticias mías. Rocío extendió la mano para pedir el papel.
—No dice nada —reaccionó Polo, introduciendo el mensaje en el sobre.
—Si no dice nada, ¿por qué lo guardas?
—Dudando, se lo dio.
Después de leerlo, dijo:
—¿Qué es esto?
—Es la segunda vez que me mandan uno, pero ahora aquí a la casa.
8
Del otro lado del mundo Jano se preparaba de nuevo para su novela. Dio algunas vueltas en círculo por todo el estudio. Tomó unos sorbos de café, encendió un cigarro, inhalando profundo una bocanada de humo. Observó el monitor, recordando que hacía años las cosas se zanjaban mejor cuando usaba máquina de escribir, o cuando menos las ideas fluían sin contratiempos.
—La máquina —le dijo a Helena durante una de sus noches improductivas —me activaba la imaginación.
—Debes extrañarla mucho como para que no te des cuenta de que un ordenador te facilita las cosas.
—Dirás lo que quieras, una máquina de escribir tenía integrada la impresora.
Ahora estaba frente a la pantalla, aguardando que datos, memorias, escenarios concurrieran en su mente para mutarse en personajes o en acciones.
—Caray, no se me ocurre nada —balbuceó, fastidiado; el monitor reflejaba su rostro—. Debería salir, a ver si me despejo.
—¿Qué pasa?, ¿otra vez sin inspiración? —preguntó Helena con voz animosa.
—Por desgracia. Eso del miedo a la página en blanco creí que era un mito, pero resulta mucho peor un cursor que palpita sin decir nada.
—Si quieres, vamos a caminar para que te relajes.
—Bien, todavía es temprano para tomarnos un cafecito por ahí.
—Jo, la gente del otro lado del mundo todo lo minimiza. Bueno, la gente de tu isla.
—Es manía; el café sabe mejor.
Tomaron la acera que conducía hasta el café abierto las veinticuatro horas. Polo tuvo que cruzar la mitad del planeta para conocer a Helena. Deseó llamarse Menelao o Paris para estar siempre a su lado, aunque el nombre no importaba: su reino realmente, se daba cuenta, era la cotidianidad de ambos. Eso era grato, la sensación de que jamás se fugaría de la realidad porque Helena lo tenía sujeto con un hilo invisible para que no volara como un papalote. “Para eso escribes”, le hacía notar cada que Jano se desanimaba, “para que te conectes con el presente. La literatura te mantiene sobrio para mí”.
—¿Cómo están Polo y Rocío? —inquirió Helena, pretendiendo que Jano pensara en otra cosa.
—Están muy bien; serán papás de una niña.
—No me habías dicho.
—Te digo, todo olvido.
—A falta de un hijo, una sobrina nos vendrá bien, aunque esté lejos. ¿Cuándo?
—Dentro de seis meses —contestó Jano con voz ausente, mirando la calle.
—Andas en otro lado.
—Pienso en mi novela. Nada de ideas nuevas es lo único que traigo en la cabeza.
—Si quieres, nos vamos.
—Quedémonos un rato más; de todos modos el cursor termina burlándose de mí.
—Entiendo. Platícame, ¿cómo van las elecciones?
—Pues los candidatos principales se pegan hasta con los sartenes.
—Así son, ya lo sabes.
—La gente encuentra un cierto deleite en observar cómo se destrozan, como cuando vas al box, para que al final haya satisfechos y frustrados.
—Sí, es un ritual muy necesario, casi primitivo.
Un rato después salieron del café. Caminaron un rato por el parque y luego se dirigieron al departamento.
—Ya te sientes mejor, ¿verdad? —subrayó Helena.
—Sí.
—¿Quieres irte a escribir?
—Creo que sí.
—Hazlo sin pensar. Recuerda que te levantarás temprano para tus clases.
Jano sonrió de buena gana por la contradicción en que cayó su mujer.
La computadora seguía encendida. Puso los dedos sobre el teclado. La ansiedad trepó por el pecho, expandiéndose por los nervios. Minimizó la ventana del procesador de palabras. Polo debía estar en línea. Abrió otro par de ventanas: estaba ahí, como todas las noches. Deseaba ponerse en contacto, pero cerró todo. Ahora era momento de la creación, si llegaba.
—A como voy, se me secará el cerebro como a Polo y eso que no soy burócrata.
Sonrió: eso dijo hace días. Al final decidió revisar sólo el correo electrónico. Había un mensaje de Polo:
Recibí un segundo sobre. ¿Qué chingados quieren?
Jano volvió a poner las manos sobre el teclado. La página palpitaba como una sombra de leche; sus dedos se movieron ansiosos, sin tocar los botones.
9
Polo llegó a la oficina sonriéndole a todos. Cirse lo recibió con un sobre blanco. El mensaje no era muy diferente de los otros: mismo color, misma letra, con una variante: daba una fecha. “El viernes; qué torpe, no dice dónde ni a qué hora… Cuando menos ahora firma con una D.” Se sentó en el sillón para llamar por teléfono a Cirse; escogió preguntarle de frente.
—Oiga, ¿quién lo trajo?
—Lo encontré en mi escritorio… Como tenía su nombre…
—¿Segura?
Polo la miró fijamente para descubrir un gesto que la delatara; lo que encontró fue un rostro inalterable.
—En serio, quién sabe de dónde viene.
—Tal como el del otro día. Bien, gracias; mismo escenario —suspiró resignado, yéndose a su lugar.
Cirse lo alcanzó a medio camino.
—Oiga, por cierto, Federico quiere verlo en este momento.
—Correcto, ahora voy —suspiró resignado.
Polo tocó con los nudillos suavemente, empujando la puerta.
—Pase, quiero pedirle un par de favores —indicó Federico.
—Dígame.
—Para empezar quiero que cuide más los discursos de consejo, se han caldeado los ánimos. Nos protegeremos con diplomacia.
—No comprendo.
—¿Qué cosa? —tanteó Federico, agreste.
—¿Por qué suavizar nuestras palabras cuando ellos atacan sin miramientos?
—Usted trabaja para mí, no haga preguntas tontas.
—Se supone que cuestionamos sus acciones —recalcó Polo, envalentonado.
—Mire, sólo haga lo que digo, el resto se lo comunico después. Deje los idealismos románticos; usted mismo me lo ha dicho con esas palabras. Sea práctico… Es todo, que tenga buen día.
Polo cerró la boca, mirando a Federico: ¿qué le pasaba a este hombre?, ¿se volvía loco o simplemente era más cínico que de costumbre? Giró sobre sus talones para salir. Cirse hizo un gesto de interrogación para saber qué le ocurría, pero Polo terminó encerrándose.
Una vez dentro, dejó caer lo que traía, maldiciendo. Sacó del cajón el resto de los sobres blancos. Colocó las hojas en el escritorio para analizar la letra. Eran exactamente iguales, pertenecían a la misma persona, eso era seguro. ¿Qué quería decir D? ¿Rocío estaría llegando a casa? Sí eran iguales, pero no entendía, ni cuándo ni cómo ni para qué. En verdad esperaba que ya no siguiera moviendo libros. “Ay, Rocío. Pensé que conocía a Federico, parecía buena cosa… Cirse tanto que lo defiende… ¿qué hago aquí?, ¿para qué me quiere este fulano?” Juntó las hojas, regresándolas a sus sobres. Abrió el cajón, lanzando los papeles con desdén, hastiado. “Mi jefe terminará por confundirme… Más si Rocío insiste en que me roba tiempo.” Se levantó, dirigiéndose decidido a la puerta.
—¿Quién trae esos sobres?, dígamelo de una buena vez.
—¡No sé!
—¿Me lo jura?
—Se lo prometo —contestó ella, sonriendo amablemente.
—Bien, si sabe algo, por favor, hágamelo saber.
—Usted puede contar conmigo.
—Lo sé, Cirse, aunque suene a Mario Benedetti; espero descubrir qué sucede.
—Pues si me contara…
—Mejor lo dejamos, no me gustaría involucrar a nadie.
—¿Involucrarme en qué?
—Es un decir.
Regresó a su cubículo. Rocío ya debía estar en casa.
Rocío gritó algo sobre la comida; Polo contestó que no tardaba. Entró a la habitación encendiendo la computadora. Jano estaba ahí.
—¿Qué hay?, ahora tardas en entrar por estos lares.
—He estado ocupado. Hay mucho movimiento.
—Por las elecciones, obvio.
—Sí, por eso… Como que hay más… No sé… La gente anda alborotada… Además, mi jefe está raro…
—¿Por qué lo dices?
—Me pidió que hiciera ciertas cosas con las que no concuerdo… Me rompe el esquema…
—¿Qué pasó?
—Se metió en algo… No sé exactamente qué…
—¿Sospechas?
—No me atrevería a afirmarlo…
—Entonces relájate… Haz lo que tienes que hacer… El resto es imaginería.
—Jano, es algo más que eso… algo difícil de explicar… Además me continúan llegando mensajes… Se supone que mañana veré a la persona que los manda, que por cierto firma como D.
—¿Como D?, ¿así nomás?
—Sí… Iré sólo porque me intriga.
—No vaya a ser una trampa.
—¿A mí?, para nada… Sólo soy un empleado… Ni que fuera tan importante… Sería paranoia.
—Quién sabe, cosas veredes, Sancho, como dijo Don Quijote… si no, ¿por qué te busca a ti?...
—Mira, mejor te cuento que el embarazo va viento en popa… Aunque nos sentimos felices, hay agarrones por el nombre.
—¿Tú cuál escogiste?
—Si es mujer, Mariana… como el personaje de José Emilio Pacheco… en Las batallas en el desierto.
—¡Qué cosas tiene la vida, Mariana!
—También por esa canción.
—¿Y ella?
—Alma… Dice que le gusta cómo suena… Representa lo que somos por dentro.
—Gran asunto eso de tener hijos… Cuando menos hay un acuerdo.
—Te voy a dejar… Nos vemos…
—Bien… Espera… ¿Cuándo son las elecciones?
—Dentro de trece días.
—Avísame… Cualquier cosa…
—Claro… Jano, oye… ¿votarás por allá?
—En la embajada.
—Bueno, hasta luego.
—Aguarda… dejamos una plática pendiente.
—¿Ah sí?
—El asunto de los mensajes extraños.
—Ya no quiero hablar más de eso.
—Me pareció que evadiste el tema con lo del embarazo.
—¿Crees?
—Sí.
—La verdad, prefiero pensar en otra cosa.
—Te entiendo… Sólo tuve la impresión de que te ibas por la tangente.
—Quizá tengas razón…
—Y eso que dijiste que no era una trampa… que mi comentario era paranoico.
—Está bien, lo confieso, siento que todo el día me observan… si hago bien las cosas, mal… si las hago mal, peor… Cada acción se relaciona con el trabajo… Las veinticuatro horas soy empleado de Federico… A veces me levanta a las tres de la mañana a que le compre algo para la gripa.
—Con razón tu mujer piensa lo que piensa.
—Federico perdió la medida… trabajar con él es como ser su sirviente.
—Se supone que eres asesor.
—Se supone…
—Te vas a enfermar.
—¿Qué debo hacer?
—Relajarte… Síguele la corriente… Eso es lo que todos quieren… que los hagas sentir importantes.
—Me voy a comer.
—Dime una última…
—¿Qué cosa?
—Sabes algo de Jacobo Mazuk?
—No, para nada… ni sus luces.
10
Era viernes por fin. Polo se levantó temprano porque su cita ahora sí tenía hora y lugar. A pesar del miedo de que adivinaran que se vería con alguien clandestinamente, avisó a Cirse que llegaría tarde. La ciudad lo recibió con el estrépito de cláxones, acompañado del sabor a fósiles de gasolina. El parque donde lo había citado D no quedaba lejos; lo encontró desértico, con un par de personas haciendo ejercicios. El hombre escogió ese lugar porque quería verlo donde hubiera gente al aire libre. “Más bien contaminado”, agregó cuando leyó la hoja.
Se sentó en la banca sugerida. El último sobre lo habían dejado en su casa por debajo de la puerta. Rocío ya no preguntó sobre el contenido porque intuyó que necesitaba privacidad. “Al menos lo reconoce”, suspiró. Esperó unos minutos hasta que surgió entre los ramajes una figura no muy alta, envuelta en una gabardina, de lentes oscuros, grandes, con una barba cerrada cubriéndole el rostro.
—Buenos días —saludó con voz grave.
Polo cerró la boca por el estupor. Se veía cómica la escena: jamás le cruzó por la cabeza que alguien se disfrazara como en las películas con tan poca imaginación. También pensó en la parodia que escribiera Rafael Bernal en El complot mongol, donde se desenmaraña una conjura internacional; no obstante, este hombre no era Filiberto García, el personaje de dicha conspiración; así que, dadas las circunstancias, tuvo que asumir el asunto como algo grave a pesar de lo que estaba observando.
—Lo que contaré no se difundirá por ninguna causa, propia o ajena —dijo en tono enigmático.
—Me asusta —repuso, pensando que tal vez se trataba de alguien inexperto.
—No me interrumpa. Sólo escuche. Ya habrá notado que su jefe no es de fiar. Ha saboteado nuestras actividades en el consejo. No intente descifrar quién soy, como le dije, para usted sólo seré D; así nos conviene a los dos. Descubrimos que ese hombre intentará cambiar el sentido de nuestros votos a favor del otro candidato. Necesitamos su ayuda; como es la persona más cercana a él, queremos que nos facilite información.
—Espere —atajó Polo, ya convencido de que se trataba de algo espinoso—, un momento, ¿cómo está tan seguro de que aceptaré?
—Porque su jefe nos traicionó a todos. Seré franco: la gente del otro candidato nos contactó para ofrecerle dinero al equipo de campaña del nuestro. Mucho. Eso nos puso en alerta. Incluso nos invitaron a la reunión con ex guerrilleros del Centro del Mundo a principios de abril. Estuve ahí; escuché el operativo que realizarán. Será un tiempo oscuro.
—No me diga.
—No se burle, lo digo en serio. Va de por medio su vida y la mía.
—Me quiere asustar.
—¿Qué gano?, ¿jugarle una broma?
Polo guardó silencio. La voz del hombre logró sacarle el temor indeseable. Ansió que no lo metiera en problemas, que lo dejara en paz.
—Esta gente nunca se anda por las ramas, juegan rudo, están dispuestos a cualquier cosa —agregó el hombre.
—¿Lo dice tan fríamente?
—Se lo cuento para que sepa a qué atenerse.
—¿Así cree que me animaré, con tamaña referencia?
—Sólo colabore con nosotros.
—Se ve turbio el asunto.
—Piénselo de este modo: yo estoy cansado de que otros ganen por mí.
—Ajá, quiere que yo sea un ganador.
—Sin ironías. El asunto es que necesitamos aliados aun dentro de nuestras filas. Hay riesgos, pero al final habrá beneficios.
—Nunca entro a este tipo de cosas.
—Siempre hay una primera vez.
—Pues esa primera vez resultaría fatal.
—Todo parecerá un asunto del grupo; ante la opinión pública Federico continúa siendo gente nuestra.
—Sin embargo, me cuenta lo contrario.
—Él no sabe que nosotros sabemos.
—¿Está seguro?
—Por supuesto. ¿Acepta?
Polo no respondió durante unos segundos; deseaba huir. El hombre lo miró desde sus enormes cristales oscuros.
—Está bien, lo haré —murmuró.