LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO (Capítulos: XVII y XVIII)
17
—¿Sabes lo que contienen los paquetes? —preguntó Jano.
—Ya te dije, ni idea… Federico tiene prohibido abrirlos y la situación me pone en un predicamento… Estoy intranquilo… hasta Rocío padece mis temores… Trato de que note lo menos posible… pero no sé qué tienen las mujeres que de todo se dan cuenta.
—Dímelo a mí… Helena registra el más mínimo gesto de enojo.
—Todo se descontrola… ¿Cómo se lo plantearé?
—Renunciar… como dice ella.
—Recuerda que viene un nuevo miembro de la familia.
—¿Qué te diré?... ¿que tus decisiones no afecten a terceros?
—Las amenazas de Federico se oyeron reales.
—Por lo que me has dicho de él, no creo.
—Jano, mejor dejemos esto… Me pone de mal humor y hasta me deprime…. Platícame cómo te ha ido… ¿qué pasó con la reunión de los suegros?
—No fui… Hice otras cosas.
—¿Cómo le fue a Helena?
—Salió peleada con ellos… El señor sigue en lo dicho… que trabaje en los seguros de vida… Hasta ofreció regresarle el coche… Para ellos es traumático que a su hija la vean en el que compramos hace poco… No es nuevo, pero funciona y podemos desplazarnos a donde queramos…
—De mal en peor el asunto entonces…
—Jano… discúlpame, te tengo que dejar… Me echaré un round con Rocío.
Polo apagó la computadora. Se reclinó en el respaldo sintiendo que el desasosiego lo invadía como un ejército poderoso. Debía decirle a Rocío sobre los paquetes. Respiró hondo, como si con eso desapareciera los problemas. Se levantó de su asiento porque escuchó unos golpes en la puerta. Las piernas estaban más pesadas. Era Rocío, sonriendo.
—Hola, ¿qué haces?
—Acabo de platicar con Jano.
—Ah ¿qué dice?
—Las cosas con sus suegros no van bien.
—O sea, como siempre. Lástima que no le den la oportunidad de conocerlo.
—Ni siquiera lo intentan.
—Pues les costará doble trabajo, enojarse y contentarse.
—Si fuera así de fácil, tal vez, pero sabiendo cómo son, las soluciones están descartadas.
—Peor para ellos.
—Rocío, hay algo importante, de mucho apremio que debo decir —interrumpió Polo.
—¿Apremio? Hace mucho que dejé de oír esa palabra. En fin, antes vamos a la cocina a prepararnos algo.
Minutos después ambos comían. Ella lo miró, esperando que dijera algo. Él quería explicar, pero el tiempo corría. Sólo se escuchaba el ruido de cubiertos sobre los platos. La tensión creció. Silencio. Cruzamiento de miradas. Mordeduras de labios. Finalmente Rocío soltó el tenedor, observándolo de una manera poco frecuente.
—¿Me contarás eso de mucho apremio? —insistió.
Polo puso las manos sobre la mesa. Retuvo el aire unos segundos, luego expulsó el contenido.
Él abrió la boca, pero volvió a cerrarla.
—Dilo.
—Mi jefe me pidió guardar unas cosas aquí en la casa.
—¿Qué cosas?
—No lo mencionó.
—¿Qué contestaste?, espero que le hayas dicho sobre el tamaño de la casa.
—Le dije que sí.
—¡Polo!, ¡por Dios!, ¿acaso te volviste loco?
—Las opciones eran pocas.
—Pudiste decir que no.
—Rocío, las cosas estarán aquí, ¡se acabó la discusión!
—Yo digo que está fuera de discusión.
—Sólo son cinco paquetes.
—¿Cinco paquetes?, ¿de qué tamaño?
—No lo sé.
—¡Cómo aceptaste en estas condiciones! Nada más falta que tu jefe quiera esconder drogas.
—Se trata de otro asunto.
—¿Cómo qué?
Estaba azorado ante la actitud de Rocío; por donde le viera tenía razón.
—Quedémonos con la duda, sólo será por unos días.
—Pues no lo consentiré.
18
—Le dije que sería un tiempo muy oscuro —murmuró D—, lo que viene, es peor aún.
Polo se estiró un poco; esta vez había más confianza aunque seguía sin saber quién estaba detrás de toda esa ropa que ya comenzaba a parecerle ridícula, incluso la barba, que se veía postiza.
—Le sugiero que mande a su esposa a provincia hasta que pasen las elecciones; no sea la de malas.
—Quizá no se atreva a hacerle algo a mi mujer.
—No lo conoce, es capaz de cualquier cosa.
—¿En verdad?
—Recuerde que los paquetes que guardará en su casa deben ser algo muy peligroso; si lo intimidó, lo dudaría.
—¿Qué hago?
—Conserve la calma. Federico esperará un par de días, luego insistirá. Mientras tanto, envíe a su esposa fuera de la ciudad. Hágalo pronto. Nosotros nos haremos cargo de los dichosos paquetes.
—Me meterá en problemas.
—Sólo veremos qué cosa traen. Tomaremos fotos para estar preparados, por la causa.
—Pues es una causa jodida que me orilla a demasiados problemas.
—Así son los movimientos sociales.
—¿Para qué quiero ser parte de eso?, jamás me interesó. ¿Para qué luchar por una bola de güevones, asesinos o ladrones ilustrados que siempre lo seguirán siendo aunque las elecciones fueran limpias.
—Como se dará cuenta, ya está en esto quiera o no. Nos veremos pronto.
Polo observó que el hombre se alejó tal como había llegado: en silencio. Se dirigió al coche. Imaginó que todo era una broma de mal gusto. Al abrir la puerta de su casa se percató de que había demasiada quietud. La boca se le resecó instantáneamente. Caminó unos pasos. Tuvo la corazonada de que algo malo ocurría; la tensión se encaramó como un niño travieso. Sobre la mesa vio una nota con la letra de Rocío:
Polo, me llevé a su mujer porque se negó a recibir los paquetes; como no estaba, pues los dejé. No se le ocurra hacer una tontería, este es un asunto entre nosotros. P.D. Como verá, preferí dejarlos de día, es menos peligroso. No se apure, hubo discreción con el operativo: todo pareció la llegada de muebles nuevos. No los abra, grábeselo en la cabeza. Federico.
Polo arrojó el papel, corriendo a la recámara: su mujer no estaba. Fue al otro cuarto: había cinco paquetes apilados unos sobre otros, de más de un metro de largo y cuarenta centímetros de ancho. Un impulso lo avivó a examinar el contenido, pero se detuvo, recordando las advertencias.
—Ya es tarde para lamentaciones —se recriminó. Tomó el teléfono, marcando aprisa—. ¿Sí?, ¡Federico!, ¡cómo es eso de que tiene a mi esposa! ¿Dónde la tiene? Nunca creí que fuera capaz… ¿Cómo dice?, ¡que estará bien!, cómo puede decirlo… ¡La secuestró!… ¡Hay un embarazo de por medio!... ¿Para qué me metí en esto?…