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LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO (Capítulos: XXXIV al XXXVIII)

Escrito por Ramón Cuéllar Márquez en Domingo, 07 Febrero 2016. Publicado en Literatura

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—¿Así que existe un amigo tuyo que afirma que del otro lado del mundo ganó tu candidato? —espetó el policía, con burla.

—Sí —contestó Polo, asustado porque el hombre se volvía más intransigente.

Estaba en un cuarto a media luz, donde había una pequeña ventana de vidrio color ámbar. Al centro una mesa y dos sillas; al fondo otro hombre, entre las sombras, observaba con atención.

—Más vale que te calles, ya tenemos suficiente con los renegados güevones que están en la Avenida Transformación; ahora vienes conque en el otro hemisferio informan lo contrario.

—Le juro que es cierto.

—Nosotros ya corroboramos del otro lado y es falso; ellos saben lo que nosotros notificamos.

Polo permaneció en silencio. El hombre volvió a la carga dando un puñetazo sobre la mesa.

—El próximo madrazo será en la cara si no cooperas. A la chingada con eso de que ganó, ¿a quién le importa eso? Más vale que comiences a hablar de dónde sacaste la droga sin volver a lo de los misiles, que está más mamón que lo otro.

Polo observó la mesa, luego al agente. Acorralado. Confesaría lo contrario a pesar de que ambas cosas eran ciertas. Así que acomodó las palabras para no involucrarse más. Mentiría porque la verdad no era útil.

—Esa droga me la dieron a cuidar mientras concluían las elecciones.

—¿Ya viste cómo sí puedes?, no te costaba nada… Me encabronó tu necedad, ¿qué es esa mamada de que al otro lado del mundo dicen que ganaron? Aparte hasta misiles, ¿no?

—Sí, señor, todo eso yo lo improvisé —respondió Polo, con el miedo repartido en los nervios.

—A ver, dime, ¿quién te la dio?

—Un hombre que nunca se identificó con su nombre completo; sólo sé que lo llaman Dagnino.

Las palabras emergieron sin control; quiso atraparlas para que regresaran a su boca.

—¿Dagnino? No me suena. ¿Tú, pareja? —preguntó, dirigiéndose al agente entre las sombras—, ¿sabes algo del pendejo que dice éste?

—Negativo.

—¿No lo estarás inventando también?

—Ese hombre comenzó a buscarme para que lo ayudara a guardar los paquetes, me ofreció dinero; serviría para financiar un importante movimiento. La verdad, como estoy necesitado, dije que sí.

—Ah, cómo serás imbécil, ¿a poco creíste que nunca te agarraríamos?

—No lo pensé.

—Como no tengo idea de cómo resolver tus fregaderas ni cómo llegó la droga a ti, necesito que seas tú quien me entregue a ese fulano. Te soltaré, pero tendrás vigilancia el día entero…

 

 

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—Ojalá hubiera ganado. Todas las fuentes del país apuntan a que ganó el de oposición. Nosotros lo confirmamos con gente del otro lado del mundo —explicó la tía Julieta.

Sin señales de Helena. La impaciencia de Jano engordaba cada vez más. Dejó el vaso de agua en la mesa. Allí se encontraba la ex poeta, planteándole callar sobre lo que ocurría en los noticieros, mucho menos informarlo por internet; según su punto de vista, no debía alimentarse la noción de dos ganadores; “la gente terminaría confundida, sería un escándalo, ¿se da cuenta?”, subrayó, sonriendo. Jano notó que la voz no correspondía con el verdadero estado de ánimo.

—Dígame, ¿cómo lo hace? —preguntó, hastiado.

—¿Cómo hago qué?

—Una voz agresiva con una cara muy contenta.

—Parte de las buenas costumbres.

—Supongo que se referirá a que el infierno mental ya lo superó.

—¿Perdón?

—Sí, a que es usted muy feliz porque acopló perfectamente las emociones.

—¿Se burla de mí? —cuestionó, alterada, aunque con la misma sonrisa.

—Sólo subrayo una simpleza.

—Presiento que me juzga. Una cosa sí le digo, soy una mujer muy feliz, ¿comprende? —remarcó.

—Eso lo puedo ver con claridad, ex poeta.

—No me provoque.

—Julieta, vamos al grano, la cita no era para esto; hay otra razón. Se supone que nos veríamos los tres.

—Sí, existe un motivo importante.

—Casi lo adivino: Helena —dijo, sarcástico.

—Mi cuñado le informa que su hija no regresará.

Jano retuvo la respiración.

—¿Cómo? —gritó, golpeando la mesa.

Julieta volteó para todos lados, incómoda porque odiaba los escándalos.

—No se ofusque, queremos hacer las cosas bien.

—¿Las cosas bien?, ¿a qué se refiere?, ¿a que me calle?

—A un acuerdo.

—Mi relación con Helena está fuera de todo negocio; pregúntenle a ella si acepta lo que traen entre manos.

—Ya lo hicimos.

—¿Qué dijo?

—Por supuesto, como siempre, se opuso, así que tomamos medidas drásticas.

—¿De qué tipo?

—Mi cuñado autorizó para que la internaran en un centro de rehabilitación para adictos. Quieren liberarla del conflicto en el que vive.

—Están yendo demasiado lejos, ni siquiera fuma tabaco.

—Su mamá asegura que usted la droga. Es inexplicable que una muchacha de su clase social se involucre con un escritor pobretón.

Las palabras de Julieta dieron en el blanco: Jano se revolvió en su silla, luego se levantó, furioso, tomando a Julieta por la solapa de la blusa.

—¿Drogada?, ¿enloquecieron o qué?

Los clientes del café reviraron hacia la mesa; un hombre se dirigió a ellos. Julieta hizo una señal.

—Todo está bien —dijo, indulgente.

El hombre retornó a su mesa sin dejar de observarlos.

—Jano, hágame caso, le conviene. Mi cuñado le dará mejor vida.

—Los demandaré por secuestro.

—Nadie le hará caso. Mi cuñado se encargó de que Helena firmara un compromiso con él.

 

 

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El aire fresco de la mañana encontró el rostro de Polo, el primero que recibía con menos tensiones. Tras varios días de encierro, salió a la calle. El policía no mintió cuando dijo que lo dejaría en libertad, pero con agentes que lo vigilaban día y noche.

Iba por la calle escabulléndose de sus guardias porque vería a Dagnino, quien se había puesto en contacto a través del correo electrónico, haciéndose pasar por una vieja amiga de la universidad. Él supo de inmediato que se trataba del hombre D porque utilizó palabras de los otros mensajes, de tal modo que pareciera una nota inocente de alguien que invitaba un café.

Primero caminó despacio para dar la impresión de que no huía, luego corrió lo más que pudo, hasta que sus piernas comenzaron a flaquear. Se recargó en una de las bardas. Buscó por todos lados, sin que hubiera nadie a la vista. Se irguió para continuar a lo largo de la avenida, pero una voz lo detuvo.

—Polo, lo he seguido desde hace varias calles, ¡qué difícil alcanzarlo! Los policías andan cerca, así que seré breve —dijo el hombre que se apersonó frente a él.

—¡Dagnino, me sorprende!; nos veríamos en el café.

—Ahí peligramos; lo mencioné para despistarlo, así ni sus vigilantes sospecharían.

—Bien, entonces, al grano.

—Sé dónde está su esposa.

—¿Perdón?, ¿mi esposa?

—Sólo escuche. Ella está bien, sin complicaciones de embarazo.

—Espere, más lento, ¿cómo sabe eso de Rocío?

—Ya dije que preste oídos. Su mujer se halla en un sitio seguro, la regresarán hasta que pase todo.

—¿Se implicó usted con Federico?…

—Sólo quería darle ese dato sobre su esposa.

—Me dejará en ascuas, quiero verla —suplicó Polo.

—Sea paciente, a su tiempo —pidió, retirándose.

—Espere…

—Me comunico con usted.

Dagnino subió la solapa de la gabardina para salir caminando a zancadas hasta que se perdió.

Debía regresar cuanto antes. Dio unos pasos, pero una mano cayó sobre su hombro.

—¿Conque haciéndote el perdidizo?

Polo volteó bruscamente: era uno de los policías.

—¿Por qué corriste, estúpido?, ¿quieres que te pongamos una madriza o qué?

—Salí a desentumirme…

—Esas son mamaditas, vimos cómo volteabas para todos lados. Ejercicios, eso no te lo cree ni tu pinche madre. Lo que querías era fugarte.

—Está equivocado —subrayó Polo, tratando de darse seguridad—, tenía las piernas entumecidas de tanto encierro.

—Ya nos estás cansando con tus imaginaciones. Si por nosotros fuera, ya te hubiéramos puesto en tu madre. Todo por El Jefe que lo impide; agradece que estamos de buenas.

Polo entró a su estudio. Esta vez lo acompañaba uno de los policías. Encendió la computadora para fingir que revisaría documentos; de cualquier manera sabía que lo estaban dejando usar la máquina a propósito. El agente lo veía de vez en cuando desde el comedor.

—Carajo —chilló Polo en voz baja, nervioso porque deseaba que el internet le diera nuevas noticias. Sin embargo, permaneció inmóvil.

El hombre tomó el control de la televisión.

—Hoy toma protesta el presidente electo —soltó—, ¿quieres ver cómo se cruza la banda?

 

 

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Jano buscó a Helena por todos los medios a su alcance. Los suegros se encargaron de que no se aproximara ni a preguntar. Pasó semanas en la incertidumbre, cavilando mil formas de ponerse en contacto. Incluso vigiló la casa de Helena, tratando de distinguirla aunque fuera de lejos, pero cada movimiento era monitoreado por guardias de seguridad que escoltaban la mansión. Investigaba por las tardes, asomando la cara por entre el follaje de los jardines, escondiéndose cuando se acercaban. Pasaron semanas sin avistarla, hasta que un día decidió ya no seguir porque se dio cuenta de que se estaba extraviando en una búsqueda infructuosa y porque parecía que Helena había perdido todo interés. Los maestros de la universidad deseaban saber qué sucedía, pues por los pasillos andaba meditabundo y en las clases discutía poco las intervenciones de los estudiantes.

Salió de su departamento dispuesto a encontrar un nuevo sitio, pues cada rincón olía a ella, cada sombra, cada amanecer, cada viento que se colaba por las ventanas, irremediablemente remitían a su imagen. La ansiedad le había destrozado los intestinos y el insomnio arrancaba aún más la paz necesaria para escribir. Para colmo, sin noticias de Polo: ningún correo, ningún mensaje, ni siquiera en el chat. Había estado al pendiente de los acontecimientos del otro lado del mundo: el país de Polo estaba en profundos cambios. Ese día su candidato asumiría la presidencia de la república y no se perdería la transmisión en vivo, vía satélite, por las televisoras locales. Los inconformes habían fraguado una estrategia para derrocarlo antes de que se colocara la banda presidencial.

Se dirigió a uno de los restaurantes donde solía ir con sus compañeros maestros de la universidad. Esperó unos minutos antes de que uno de los camareros lo guiara a una mesa vacía. Se sentó en la mejor ubicación. Los locutores televisivos anunciaban que la toma de protesta se haría en la Plaza Mayor, frente a Palacio Nacional, en lugar del Legislativo, por petición del presidente entrante. Las cámaras mostraban por todos los flancos imágenes de gente aproximándose lo más posible a la zona del acto. Los entrevistadores se turnaban para recoger las opiniones de los ciudadanos. Mientras, en la plaza, el rumor de miles de voces se movía como un río, yendo hacia el centro de las acciones, como feligreses dispuestos al sermón matutino de su líder religioso.

 

 

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—Tengo vigilancia —anotó Polo.

Jano leyó la frase; pensó en un par de respuestas para no exponer a su amigo

—Helena ya no está —apuntó, para centrar la plática en un asunto más personal.

—¿Qué?... ¿desde cuándo?

—Hace varias semanas.

—¿Cómo sucedió eso?

—Un día la tía Julieta me anunció que Helena ya no regresaría porque su padre la obligó a firmar un acuerdo… donde ella se internaría en un centro de rehabilitación para adictos.

—¡Adictos!, ni siquiera fumaba.

—Eso fue lo que dije… Un pretexto de mi suegro… Su hija bajo sus órdenes… Si pensamos como él… perdió una fortuna por la inversión que hizo en Helena.

—Que no joda…

—Para el suegro su hija es una especie de producto…

—¿Helena aceptó?

—Sí, aunque ignoro bajo qué términos… lo único cierto es que estoy sin noticias.

—¿Nada de nada?

—He indagado bastante… es como si se la hubiera tragado la tierra… Vigilé la casa… la oficina del papá… Jamás la vi… Me estoy volviendo loco de tanto pensar…

—Te entiendo a la perfección… Así me siento con lo de Rocío, de quien por cierto ya tuve noticias a través de Dagnino… Se puso en contacto conmigo… Informó que estaba bien.

—¿Cómo supo él?

—No quiso soltar nada… lo cual agrega más incertidumbre al asunto… Me conformo con que a mi mujer no le pase nada.

—Cuando menos existen noticias… pero oye, ¿Dagnino?… ¿Cómo sucedió eso?

—Quién sabe… Jano, el vigilante se acerca de vez en cuando para mirar lo que hago… Cada vez que escriba… cerraré la ventana para volver a empezar…

—Sí.

—Hace un par de semanas que el otro asumió la presidencia… La gente ya platica de otras cosas.

—¿Me quieres enloquecer más aún?

—¿Cómo crees?

—Por los días en que desapareció Helena… vi en un restaurante la toma de protesta de nuestro candidato… lo hicieron en la Plaza Mayor…

—Jano, algo anda mal… te aseguro que el presidente es el otro… el Tribunal Electoral falló a favor de él.

—Qué raro… leí en los periódicos que las primeras instrucciones…

Jano no leyó la siguiente frase porque Polo cerró la ventana. Aguardó unos segundos...

—Disculpa, es que el tipo preguntó algo… Ya se fue…

—Entiendo…

—¿Me decías?

—Que las primeras instrucciones fueron que un chino será el secretario de relaciones exteriores… y una tal Keiko la secretaria de educación…

—¿Un chino?... acá ese hombre...

La ventana se cerró de nuevo. Jano aguardó unos segundos. Polo regresaría de un momento a otro. El cursor del chat le recordó su incapacidad creativa. De pronto, un icono anunció que Polo había salido de la red.

 

 

—Con la novedad, jefe, de que efectivamente este hijo de la chingada pasaba información por internet —escupió el policía.

Polo los miró aterrado. No alcanzó decirle a Jano que alguien había visto lo que escribía. El jefe se inclinó por atrás, acercándose al oído:

—¿Conque no se había dado cuenta de que lo dejamos hacer eso para sacarle más información?

Polo se trabó: la sintaxis se arremolinó en la entrada del estómago, como una vejiga llena de ideas, a punto de reventar.

—Contesta, cabrón, me parece que ya es hora de que te dejes de pendejadas. Ya son muchos días de estarte aguantando. ¿A poco creíste que no nos daríamos cuenta; pero si yo mismo di la orden que te dejaran la computadora… Hay que ser muy estúpido como para caer en algo así, pero caíste, ¡y lo mejor de todo es que funcionó!

Polo levantó la cabeza, mirando al jefe policiaco.

—Ni modo, cabrón, te metiste en esto hasta el culo, ¿cómo te desafanarás de tanta mierda? Mis hombres reportaron que escapaste de los custodios para verte con alguien.

Polo afirmó con la cabeza.

—Pues hay una noticia que te pondrá contento, vaya, relincharás de gusto. Aquí afuera está ese tipejo.

Polo abrió los ojos, desmesurados, como si fueran a rodar en búsqueda de la imagen de Dagnino para que confesara de una vez el paradero de Rocío.

—Ese cabrón ya cantó como pajarito, vieras qué bien lo hizo. Dijo un chingo de cosas, que si esto, que si aquello, que si lo otro, ¿cómo la ves?; te hundió en el caño. Ah cómo me dan risa, hijos de puta. Unos les da sus madrinas pa’ que se callen, pero no, se crecen al castigo. ¿Quieres ver quién era el hombre con el que te entrevistabas? —preguntó, acercándose de nuevo al rostro de Polo, quien percibió el hedor de su aliento—. A ver, traigan al detenido.

Uno de los policías salió. Por la cabeza de Polo desfilaron decenas de imágenes, especialmente la de Rocío con su panza. Respiró por pausas porque la sensación de asfixia era mucha. La puerta se abrió, apareciendo el mismo policía acompañado por alguien. Polo se quedó estupefacto. El agente sentó al personaje frente a él. Bajo la luz Polo observó con claridad de quién se trataba.

—¿Usted?, ¿qué hace aquí?

—Creo que no comprendiste, ¿verdad? —recalcó el policía—, es la secretaria del Consejo Electoral, la de tu jefe.

Polo se levantó, pero lo volvieron a sentar.

—¿Cirse?, ¿cómo es posible?

—Claro que lo es —intervino el hombre—, la señorita sirvió a varios patrones, ¿verdad, hija de la chingada?

Cirse miró fijamente a Polo.

—Perdóneme, si no lo hacía, Federico tomaría represalias con mi familia, ya lo conoce —gimoteó, suplicando.

—¿Cómo se prestó a semejante atrocidad?, ¡se trataba de una embarazada!

—Yo no sabía que lo estaba y no me quedó de otra.

—¿Me enviaba esos mensajes misteriosos en los sobres?

—Sí, era la mejor forma de no despertar sospechas hacia mí. La gente presionaba mucho, necesitaban documentos que sólo usted manejaba. Intuían que Federico andaba en cosas turbias, pero lo que más interesaba era que usted sirviera a la causa. También era una forma de desquitarme de Federico.

—¡Dónde está mi mujer?

—La soltarán en unos días. No hay problemas con su embarazo, si eso le preocupa.

—¿Y Federico?

—Me harté de él, lo dejé. Me dio pavor en lo que me metía.

—¿Así que un secuestro y un pendejo llamado Federico, no? —interrumpió el jefe—, van a aclarar muchas cosas.

Cirse extendió la mano para tomar la de Polo; éste la rechazó.

—Perdóneme, todo se fue complicando… Muchas veces quise decirle lo que pasaba, ya no dejarle mensajes. Dirá que a qué jugaba, pero así fueron las cosas. Marqué tantas veces por teléfono a su casa, pero siempre colgaba porque me daban miedo las consecuencias. Estaba entre la espada y la pared. De hecho, escogí Dagnino porque alguien lo mencionó como una anécdota hace mucho tiempo en una reunión de amigos en la que estuvimos usted y yo; era acerca de una familia de contrabandistas que tenía casa en una playa… Federico se embrolló con un tipo, gente del bloque contrario, ofrecieron mucho dinero; luego vino el asunto de los paquetes… Insistí en el peligro que significaba, incluso para él. Hizo oídos sordos, me golpeó hasta que dije que sí, ¿qué podía hacer?

—Ah, pinches mosquitas muertas, qué escondidito lo tenían, ¿quién lo dijera?; si parecen unos perfectos idiotas buenos para nada. ¿Ya lo ves, cabrón?, nomás bastó que te organizara un poco la vida para que me llevaras con tus cómplices. A ver, cabrón —dijo, dirigiéndose al agente—, investígame dónde está la secuestrada de la que hablan este par de idiotas.

 

 

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