Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: BUZO DE ESCAFANDRA
En la casona de mi bisabuelo se podían admirar cuatro escafandras de cobre apiladas en un resquicio de lo que anteriormente fue una recámara a la entrada del patio interior. Las enormes campanas hacían ladear a los niños que trataban de calzarlas sobre sus hombros inmaduros pero no impedían que la imaginación volara en grandes expediciones submarinas entre corales negros y perlas enormes y perfectas.
Mi bisabuelo era buzo perlero en La Paz durante las primeras décadas del auge de aquella industria, hoy casi olvidada. Las historias del bisabuelo se repetían muchas veces y no nos cansábamos de escucharlas; una vez, buceando por el rumbo del Coyote, a más de veinte metros de profundidad, mi bisabuelo escudriñaba las vertientes rocosas de un arrecife en busca de la concha de la madre perla.
En aquellos tiempos de gloria perlera, las enormes conchas del molusco eran tan abundantes que los buzos hacían de lado las conchas más pequeñas que contienen perlas pequeñas llamadas morrallas. Buscaban las grandes, las que la madre naturaleza había permitido crecer y formar una esfera hermosa y brillante a partir de una partícula invasora que es cubierta de nácar. Los buzos perleros, con sus enormes trajes y botas con suela de plomo, caminaban sobre el lecho marino casi todos los días en una expedición parecida a la fiebre del oro que se produjo siglos antes en la península.
En su buceo por el rumbo del Coyote, a más de veinte metros de profundidad, los rayos del sol que lograban perforar la superficie y caer inclinados sobre el lecho dibujando sombras y figuras tan extrañas como irrepetibles, fueron momentáneamente eclipsados por algo muy grande; mi bisabuelo, desde el fondo, alzó la vista y pudo ver claramente a una enorme ballena gris que volaba por sobre su cabeza. Comparó el encuentro con la sensación de estar bajo un avión cuando conoció estos en años subsiguientes. La ballena pasó cerca de la manguera que lo ataba a la vida y por un momento, mi bisabuelo pensó que era su último día.
La batalla más memorable que tuvo en el mar, fue una vez cuando las corrientes de agua fría de las tormentas del Norte bañaron los alrededores de La Paz. Su equipo decidió probar suerte cerca de la isla Espíritu Santo. Los lobos marinos lo recibieron con gusto y curiosidad; nadaban alegremente alrededor de mi bisabuelo y hasta lo molestaban en cada inmersión.
Contaba que al estar a más de quince metros de profundidad, una enorme sombra, que vio con el rabillo del ojo, lo rodeaba por su lado derecho. El agua fría y un poco turbia no le permitió de buenas a primeras saber con certeza de qué se trataba. Los lobos marinos desparecieron como por arte de magia. Un enorme tiburón blanco, él calculó su tamaño en cinco metros, hacía círculos cada vez más pequeños en torno a él. Mi bisabuelo no le dio importancia al inicio pero el tiburón no se alejaba.
Junto con la manguera de aire que provenía del compresor, se amarraba una cuerda que servía de comunicación con la tripulación de la embarcación. Un jalón fuerte significaba que se necesitaba que levantaran la canasta con las conchas de madre perla. Dos jalones fuertes que enviaran la pistola de cuatro ligas. Tres jalones fuertes, que sacaran la fija porque había peligro. Usaban una pistola de madera de cuatro ligas gruesas y una varilla de una punta con cable de cincuenta metros. Los marineros no acertaban a ver al tiburón con claridad en lo profundo y no podían fijarlo desde arriba. Por el cable llegó por fin el arpón a mi bisabuelo que fingía ser pequeño, haciéndose bolita, y grande, extendiéndose a más no poder cuando el tiburón regresaba a inspeccionarlo. Así lo mantuvo a raya por unos minutos.
Cuando percibió que el escualo arqueó las aletas laterales, tensó sus músculos a más no poder por la excitación del momento. Apenas le dio tiempo el tiburón de apuntar porque ya embestía directamente y mi bisabuelo logró pincharlo con la punta de la varilla en la nariz. El tiburón, quizá, no esperando competencia, giró hacia su lado derecho y levantó su cuerpo un poco; mi bisabuelo oprimió el gatillo cuando la varilla rozaba sus hendiduras branquiales y ésta se clavó en el enorme animal. El tiburón se alejó herido y mi bisabuelo aprovechó para subir a la superficie y ser sacado del agua rápidamente mientras el escualo tensaba la línea del arpón. Lo siguieron en la embarcación y cuando subió a la superficie, un marinero le clavó una enorme fija en la cabeza. Contaba mi bisabuelo que el tiburón midió casi cinco metros y pesó cuatrocientos kilógramos.