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Mitos, cuentos y leyendas Sudcalifornias: EL PERRO NEGRO

Escrito por Francisco Amador García-Cólotl en Domingo, 27 Noviembre 2016. Publicado en Cultura, Terror

Enrique, tenía varios días pensativo; cavilaba y volvía repasar la visión que lo perseguía día y noche. Solía salir a cazar en la tarde y noche con su rifle 22 al hombro. Caminaba por una meseta trasera al paraje conocido como los Dátiles hacia el cauce un arroyo de verano que se internaba en el desierto. Con lámpara en mano, escudriñaba bajo matorrales y arbustos en busca de liebres o conejos. Sus trampas, a la orilla del arroyo, donde una pequeña pared se alzaba y mostraba hoyos cavados por los roedores, le habían dado muchas presas. Las trampas, de resorte y alambres como tenazas, cercenaban el pecho del pequeño animal y Enrique revisaba las trampas al atardecer o amanecer. Muchas veces caminaba por la enorme bahía hacia el Mégano. Caminaba hasta donde las plantas rastreras formaban una encrucijada de rastros y senderos sobre pequeñas dunas de arena y que Enrique conocía muy bien.

Unas noches atrás, Enrique regresaba de la cacería con dos enormes liebres en su bolsa. Le faltaban más de dos kilómetros para llegar a su casa y su perro se mostraba nervioso. Unas horas antes, una churea se le atravesó en el camino y, para él, era señal de mala suerte. Caminando por un sendero, llegó a la playa y siguió sin parar. Levantó la vista cuando su perro ladraba al frente. Una pequeña flama azul se levantaba de la arena, primero tímida, después más visible. La flamita se suspendió por unos segundos y desapareció sin dejar destello alguno.

Años antes, su tío Pancho le había contado a Enrique que en la isla Cerralvo, yendo a cazar chivos, encontró un esqueleto en una cueva. Le llamó la atención que el esqueleto portaba ropas extrañas para los usos y costumbres de la región, gabardina aterciopelada y pantalones de pana de colores pardos,  y botas chatas y de tubo hasta la rodilla. El cabello del esqueleto, muy largo, por lo menos hasta la cintura y de color rojizo, servía de cama al difunto. Atribuyó el tío Pancho dicho hallazgo a las actividades de piratería que se suscitaron en tiempos pasados en el golfo de California. El suceso vino a la mente de Enrique por la flamita que vio en la playa. Sabía que una flama en la madrugada podría significar que un rico entierro se encontraba en dicho lugar.

Tuvo Enrique el infortunio de platicar con sus compadres el acontecimiento. Los compadres se armaron de lámparas y palas y le pidieron a Enrique que los guiara al lugar. Argumentaron todos que el botín sería repartido equitativamente.

Por la madrugada salió la partida al sitio donde Enrique vio la flamita azul. Lo localizó rápidamente. Comenzaron a excavar ávidamente. Hicieron un hoyo de dos metros de profundidad en la arena suave de la playa. Una pala golpeó un objeto que resultó ser madera. Enrique percibió la avaricia de sus acompañantes a la media luz del quinqué de tractolina. Había una caja de madera casi podrida y, prestos unos, se abalanzaron sobre ella cavando desesperadamente con ambas manos mientras los brazos de los demás buscadores, colgando dentro del hoyo, sintieron el intenso dolor que causa el fuego sobre la piel; un enorme perro negro saltó del hoyo al exterior lanzando a todos hacia atrás. Los buscadores que se encontraban dentro del hoyo salieron como pudieron para correr en cualquier dirección mientras el perro se revolvía sobre ellos amenazante. Su enorme tamaño y ferocidad no permitieron que nadie se acercara al hoyo. El guardián de la flama gruñó amenazante por varios minutos y desapareció como había llegado. Los buscadores huyeron en todas direcciones tropezando en la oscuridad reinante. Dejaron atrás sus herramientas y algunas pertenencias que se llevó en mar en la pleamar. El suceso fue conversación de borracheras y anécdota para asustar a niños vagabundos. Enrique, quien siguió con sus labores de cacería por sus mismos senderos, jamás volvió a ver la flamita en sus correrías nocturnas.

 

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