Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: LA FOTO EMPAÑADA
Don Doroteo y Don Antonio fueron amigos por muchos años. Trabajaron arduos quinquenios como albañiles y maestros de obra en toda la ciudad. Parrandearon muchos Tres de Mayo hasta la celebración de la Batalla de Puebla en uno de sus acostumbrados maratones etílicos. Su compadrazgo se afianzó a través de cientos de obras donde laboraron juntos. Un día Don Antonio despareció con toda su familia. Las pocas pertenencias que su familia había acumulado no iban más allá de trastos viejos, ropa de paca, cubetas de pintura, herramientas a medio uso, muebles del mercado de las pulgas y electrodomésticos comprados en las subastas del Monte Pío. Don Doroteo lo buscó por varias semanas; abrió el pequeño departamento donde vivía Don Antonio con su esposa y sus dos hijas antes de que el encargado colocara un anuncio de renta en la entrada de la vecindad. Don Doroteo había estado muchas veces en la pequeña vivienda. La mayoría de las pertenencias se encontraban intactas. La familia salió de prisa y sin sus pertenencias. De eso no había duda. La semana en que Don Antonio despareció, la cuadrilla que laboraba bajo el liderazgo de Don Doroteo trabajaba en una casona de un barrio que absorbió la ciudad en el transcurso del siglo pasado. La cuadrilla se conformaba por algunos albañiles que durante varios años habían laborado como un equipo bien organizado bajo el comando de Don Doroteo quien, en la sala de su hogar, colocó una foto enmarcada de toda la cuadrilla al terminar un edificio de cuatro niveles. En la foto aparecían de pie, en formación de media luna, vestidos en ropas llenas de cemento y tierra, sonrientes y satisfechos, los ocho trabajadores, y, en el centro, Don Doroteo y Don Antonio se abrazaban en filial camaradería. En el patio de la casona se construiría una alberca. La excavación en el suelo barroso de la ciudad fue fácil para los fuertes trabajadores habituados a faenas tan pesadas como los colados semanales. En uno de los descansos para comer, Don Antonio se retrasó unos minutos en la excavación. Decidió dar unas cuantas paladas más para fortalecer el apetito. Los demás se arremolinaron alrededor de unos tanques de doscientos litros que servirían como mesas. Don Antonio seguía paleando. Se detuvo un momento y palpó el suelo. Recogió algo que introdujo en la bolsa de su pantalón. Continuó paleando unos segundos más y se unió a la comilona de mediodía. Estuvo ausente mientras los demás se albureaban y hacían mofa de un perro rapado y que ostentaba moños rosas asidos a las orejas, propiedad de los dueños de la casona. Don Antonio no se presentó a laborar un día más. Don Doroteo y sus amigos lo buscaron pero todo fue en vano. Dos años después Don Doroteo falleció y se llevó a la tumba la interrogante y desazón por el paradero de su gran amigo, el cual no se presentó ni al velorio ni al entierro. El primer 2 de Noviembre que se honraba y recordaba Don Doroteo con un altar de tres niveles en su casa, su viuda colocó la foto de la cuadrilla que descolgó de la pared de la sala. Por ser el primer año, se esmeró mucho en la confección de aquel hermoso y colorido altar donde colocó chilaquiles y cerveza, cigarros y chocolate, manzanas y cacahuates, flores de cempasúchil y nubes, cañas y tamales de mole, calaveritas de azúcar y papel picado. La foto se colocó en la parte superior central de la ofrenda y bienvenida. A unos días del 2 de Noviembre, el hijo de Don Doroteo notó que la foto de la cuadrilla se había estropeado; una pequeña mancha blancuzca aparecía sobre el rostro de Don Antonio. Le restó importancia y justificó la inconsistencia como una mancha sobre el cristal. Al siguiente día se detuvo frente al altar y trató de limpiar la impureza, acción en la que fracasó. La mancha era sobre la superficie de la foto. Quizá la humedad la había dañado. Removió el cuadro y lo revisó por ambos lados. No encontró ningún indicio de humedad. Los días corrieron y el frío llegó repentino. La mancha seguía creciendo. Lo notó toda la familia. Intrigados, observaban cómo crecía la mancha blancuzca sobre el rostro de Don Antonio. El día primero de noviembre el rostro de Don Antonio era un misterio, la mancha lo ocultó por completo sin desbordar el contorno de la faz. Al llegar a ese punto, la mancha dejó de crecer, Don Antonio no existía en la fotografía, su rostro se había borrado. El 2 de Noviembre la familia fue al panteón a acompañar y comer sobre la tumba de Don Doroteo. Al mediodía estaba todo listo para degustar los platillos preferidos de Don Doroteo. Contrataron un mariachi que deambulaba entre las tumbas y creyentes. Ahí, el repertorio favorito e Don Doroteo sonó entre distorsiones de la algarabía y las lágrimas de los deudos. El plato de Don Doroteo fue el primero en servirse, unos chilaquiles con tasajo, una cerveza mexicana y un mezcal de Tobalá para el desempanse. La familia disfrutó la comida entre sollozos y risas de antiguos chistes y costumbres de Don Doroteo. Fue al término de la degustación que un extraño llegó a la tumba y se solidarizó con los familiares. Mostró gran aprecio y respeto por la memoria de Don Doroteo. Le contó a la familia que había visto a Don Antonio unos meses antes. Se había hecho rico de la noche a la mañana. Regresó a su pueblo natal donde ahora era un señor de mucho respeto. Poseía una constructora con maquinaria pesada y su riqueza crecía con el tiempo. El recién llegado les contó que en el pueblo relataban que, sin precisar detalles, Don Antonio encontró un tesoro cuando demolía un viejo edificio en la ciudad. Cuando la familia regresó a su casa, la foto de la cuadrilla seguía tal como la dejaron; la mancha blancuzca cubría la identidad del que abrazaba a Don Doroteo.