Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: LA SILLA Y LA VENTANA
Las tardes del desierto son hermosas postales de colores rojizos, rosados y púrpuras, que se magnifican detrás y delante de las nubes estiradas por el viento refrescante allá en el horizonte; las tardes del desierto en la carretera son magníficas oportunidades para sentirse libre manejando una motocicleta con el viento en la cara, el cielo es una paleta diferente cada tarde y se adorna con las figuras expectantes de las cactáceas enormes que parecen vigilar las correrías de la negrura que se aproxima.
Un miércoles de verano me regaló una de esas noches que difícilmente se olvidan o se dejan de pensar por mucho tiempo; no sólo por el miedo y asombro sentidos, sino por la rareza del evento y la magnitud de tristeza que puede albergar un ser humano y, por otro lado, asumir que dicho sentimiento fue provocado por una persona que azarosamente se cruzó en la vida de alguien.
Por aquellos días, laboraba en un programa institucional de registro de ganaderos de ejidos cercanos a la ciudad donde vivo. Se me encomendó la tarea de cruzar cincuenta o sesenta kilómetros de desierto hasta un ejido donde se sembraba fresa y donde las reses vagaban en el desierto circundante durante el día comiendo lo que pudiesen encontrar en la temporada de lluvias veraniegas. Me dijo el encargado de mi departamento que no existía transporte a ese ejido y que las camionetas de la institución estaban ocupadas. Me pidió que fuera por mi cuenta a sabiendas que poseo una motocicleta. No me pareció mala idea al principio y me abastecí de cuatro tortas, tres litros de agua y cargué gasolina, y llené un bidón extra con diez litros más por si se necesitaba.
Enfilé temprano al ejido, rumbo al Norte, pensando regresar al atardecer y rodar por la carretera casi siempre solitaria con los trazos y colores que pintan el telón del cielo y se reflejan en la superficie del mar casi con la misma intensidad y belleza. Manejé los primeros treinta kilómetros por la carretera, con pocas curvas y largas rectas, carretera color grisácea con escaso peralte que la moto devoraba sin contratiempos. En algunas rectas zigzagueaba entre las líneas intermitentes de rebase para distraerme un poco. Me interné en una brecha, como me había señalado el encargado. Llevaba conmigo diez formatos para los ganaderos del ejido y me habían instruido que los reuniera en la casa o agencia municipal para explicar el asunto a todos juntos. El cielo de verano, transparente como cristal, se adornaba de unas cuantas nubes inofensivas que dibujaban siluetas escurridizas en las mesetas del desierto. La moto levantaba polvo y el ruido de su motor ahuyentó a las pocas vacas vagabundas que encontré en el camino. Me llevó lo triple recorrer los treinta o cuarenta kilómetros de brecha que los treinta de carretera; el suelo resquebrado del desierto durante casi todo el año, había sido canalizado por las imprevistas corrientes de las lluvias o chaparrones clásicos del verano en el desierto y me costó mucho esfuerzo mantener una marcha constante. En tramos la moto daba tumbos y llegó a derrapar cuando frenaba y yo bajaba los pies, otras los arrastraba, para equilibrarla.
Llegué al ejido casi a mediodía. La reunión con los ganaderos nos llevó tres horas, tiempo durante el cual, las nubes cerraron la diafanidad del piélago. Ahí devoré dos de las tortas. Un tremendo chaparrón azotó la región para dicha de los niños, las vacas y los ganaderos. Comimos machaca con tortillas de harina, frijol y un café clarito. La lluvia fue tan intensa que los arroyitos que pasé sin prisa por la mañana se habían convertido en fuertes torrentes de agua lodosa y me aconsejaron que permaneciera esa noche en el ejido. Alguien se ofreció a alojarme en su casa y acepté gustoso. Aparqué la moto bajo un tejabán y ayudé a arrear a pie unas vacas en la tarde. Limpié cuanto pude de la moto con un trapo y una cubeta de agua y revisé si había rayones en los mofles o en las tapas del motor. Removí toda la tierra y polvo que pude de la banda y del filtro de aire. El olor a tierra mojada puso de buen humor a todos los de la casa y se reunieron alrededor de una mesa de madera bajo el tejabán. Las patas de la mesa estaban colocadas dentro de latitas de atún llenas de aceite para que las hormigas no se subieran a rapiñar las migas del pan que acompañaba al café entrando la tarde en la casa. La amabilidad de la familia sudcaliforniana me envolvió y conversamos sobre cuestiones del rancho y el programa institucional por varias horas hasta que los coyotes empezaron a aullar en los cerros y algunos se distrajeron calculando la distancia de la procedencia los aullidos. Antes de las nueve alguien me llevó a la habitación donde pernoctaría, una habitación cercana al patio trasero de la casa. La habitación contaba con una cama individual con cabecera arqueada hecha de hierro. Había una silla a unos metros de la cama y contaba con una ventana grande hacia el patio, curiosamente, la ventana estaba enrejada. Salí a bañarme en un baño exterior con agua fresca alimentada desde una pileta que tenía un molino de viento, de los de metal, y que hacen mucho ruido cuando la fuerza del viento los hace girar. Volví a la habitación dejando un rastro de humedad en el piso de loza azul claro desde la puerta hasta la silla.
A las diez, estaba metiéndome a la cama. Dejé la ventana abierta y supuse que la reja sería por si algún perro o coyote se acercara a la casa. El apagador se encontraba justo en la parte superior izquierda de la cama, junto a una cómoda que servía de base al ventilador. Apagué la luz de la habitación y me dispuse a dormir. Volteé hacia la ventana; se dibujaba un rectángulo vertical con los flashazos de los rayos dentro del contorno de ésta. La silla aparecía y desparecía con cada rayo dentro del marco que formaba la ventana y las rejas marcaban líneas verticales que se añadían a la silueta de la silla. Así sucedió varias veces. Se encendía un rectángulo de luz, una luz azulada, y el contorno de la silla y las rejas de la ventana aparecían en negro en el fondo luminoso. Dormí sin miramientos a los detalles de la hermosa noche tormentosa.
Supongo que descansé así por varias horas. En el tránsito del sueño profundo al sueño ligero me sentí incómodo. Tuve conciencia por unos segundos aún sin despertar. Sentí que alguien me miraba o que se me acercaba. Empecé a despertar. Abrí los ojos; el ruido que se filtraba, ajeno a la quietud de la hora, era el del ventilador, la madrugada era toda paz. Volví a cerrar los ojos. No pude conciliar el sueño. Sentía que alguien se acercaba. Los rayos habían dejado de iluminar el desierto y el olor a tierra mojada seguía flotando en el aire. Abrí los ojos y volteé rápido a la ventana. Nada. Sentí el cuerpo pegajoso y sudor recorriéndome la espalda. Decidí encender la luz y buscar una botella de agua. Lo pensé dos veces. A tientas localicé el interruptor y lo accioné adormilado. La luz llenó insolente la habitación y mi cuerpo se tensó angustiosamente casi en el mismo momento en que la claridad lastimó mis ojos; en la silla, cercana a la pared y en la misma dirección a la ventana, se encontraba sentada una mujer. Quedé paralizado con la visión. Una mujer vestida de novia, ajena a mí, de cabello negro y largo sobre sus hombros, de vestido blanco y raído que ocultaba sus pies, denotaba una profunda turbación en su rostro. No atiné a apagar la luz o levantarme. Quise hablarle y no pude decir palabra. Ella me ignoró por varios segundos o minutos. Parecía que lloraba en silencio, parecía que esperaba y la angustia la laceraba. Volví a recorrer su silueta sólo con los ojos, sin mover la cabeza, me pregunté si estaba soñando e, instintivamente, agité la cabeza para despertarme; no había duda, estaba despierto. La mujer volteó hacia mí, notando apenas que yo estaba ahí; alzó la cara, se incorporó un poco y me observó por un momento, directamente, con la mirada tan extrañada como la mía. Balbuceé un qué pasó que no convencería a nadie. Sus ojos grandes, los pliegues de su rostro, la mueca de sonrisa que esbozó, su cejas arqueadas y el movimiento nervioso de sus manos denotaron la gran tristeza que la acometía y mi miedo despareció y volví a despertar otra vez, o a tener la plena conciencia de que no dormía. Bajó la mirada a sus manos entrelazadas y temblorosas sobre su vientre. Desapareció gradualmente en esa posición sobre la silla. Minutos después de que había desaparecido por completo, me levanté a beber agua sin apagar la luz. Los gallos comenzaron su concierto matutino al poco rato y escuché pisadas en los pasillos y un motor que se encendía en la distancia. Me vestí y salí de la habitación. Afuera, en el tejabán, ya bebían café el ganadero y dos peones. Me senté a la mesa y me ofrecieron una taza. Me preguntaron si había descansado y les dije que había dormido muy bien. Vi partes de mi moto brillando bajo la luz amarilla del foco de filamento y me alegré. El amanecer pintaba sobre un cerro un arco de amarillos tenues y grises horizontales. Bebí dos tazas de café clarito, me despedí agradeciendo las bondades de la hospitalidad de todos, arranqué la moto haciendo que los perros ladraran como poseídos y me dirigí a la brecha por donde había llegado. Las llantas salpicaban tierra mojada y manejé un poco más lento. El reto de salir de la brecha me hizo olvidar por un rato a la mujer de la silla. Salí a la carretera con la luz tan fuerte como sólo la del desierto puede ser. Me detuve un rato en el entronque a la carretera. La moto estaba enlodada y con un palo quité un poco de tierra de los guardafangos y llantas. Me dispuse a recorrer los escasos treinta kilómetros a la ciudad. Recordaba a la mujer, repasaba mi miedo infundado, mi reacción temerosa y vacilante. En dos meses volvería al ejido a verificar las bondades del programa y podría inquirir sobre aquella triste mujer. Mientras rodaba, me preguntaba el porqué de la tristeza de aquella mujer joven y manos nerviosas que se desvaneció sentada en la habitación aquella madrugada de verano en el desierto sudcaliforniano.
Autor: Francisco Amador García-Cólotl