Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: PERMANENCIA VOLUNTARIA
Aquel domingo veraniego, la marquesina del Cinema La Paz anunciaba tres películas de luchadores, de esas en las que los gladiadores salvan el mundo de dudosas amenazas esotéricas y alienígenas. La misa en la catedral ya había terminado cuando un niño solitario cruzó el Jardín Velasco. Llevaba en sus bolsillos poco más que para comprar el boleto, un vaso de refresco, Vita de naranja que tanto gustaba, y unas palomitas chicas, pero guardaba la esperanza de que se ofreciera un descuento si entraba con un adulto con boleto completo. En la librería Ramírez había visto días antes un robot con partes móviles que encendía luces, así que caminó hacia los aparadores para comprobar que todavía se encontraba ahí, como esperándolo sin esperanzas de irse. Aunque no era temprano, algunos ciclistas, corredores y caminadores regresaban de sus rondas por el malecón. Seguramente el cine aún permanecía cerrado. Caminó por la Cinco de Mayo y se cercioró de la hora de inicio de la primera película. Faltaban más de cuarenta minutos. Recordó a los apostadores que vio en una calle céntrica cerca de la tienda La Sirena dos días antes; tres señores que lanzaban monedas hacia una ventana de una casona antigua de una sola planta. La enorme ventana, enrejada, contaba con una pequeña saliente de concreto sobre el marco superior para proteger la oquedad de los escurrimientos de agua. Por turnos, los tres hombres intentaban colocar una moneda en el delgado filo de ésta. Cuando uno lo lograba, los otros dos pagaban la apuesta pero no subían por el alto enrejado para bajar la moneda certeramente lanzada desde la banqueta. Caminó sin prisa hacia la casona. Llegó hasta la ventana, cerrada y tapiada con gruesas cortinas interiores, y trepó ágilmente hasta la cornisa. Encontró dos monedas de 20 centavos. Unos chicles, pensó. Divagó por las calles hasta el Pasaje Madero. Cruzó entre tiendas chinas sin voltear hacia la paletería para evitar el antojo. Decidió caminar al Cine Juárez para ver qué películas se proyectaban; unas de vaqueros, pero la marquesina no anunciaba las palabras mágicas “Permanencia voluntaria” que el Cinema La Paz ofrecía. Cuando llegó a éste último, vio unas cuantas personas en la taquilla. La promoción de “Niños 2x1” le alegró más la mañana y se formó para comprar su boleto después de convencer fácilmente a otro muchacho de unir voluntades pagar la mitad. La fila avanzó rápido y pronto se vio con aquel papelito extraído de un rollo que Doña Chuy le pasó por la ventanilla. En papel cartulina gruesa y tomando la forma del rollo, el pequeño boleto era cortado por un empleado en la entrada y luego depositado, una parte, en un contenedor para después devolver al cliente su supuesta mitad. Desde la puerta percibió el olor de las palomitas de mantequilla. El exhibidor redondo de cristal en el lobby del cine estaba atiborrado de lunetas, refrescos, palomitas, chocolates, mentas, dulces que tronaban en la boca, cacahuates garapiñados y un montón de tesoros para cualquier niño pero siguió de largo hacia la entrada de la enorme sala cargando su pequeña mochila con dos tortas de atún y un pan de dulce. Entró a la sala principal que ya estaba iluminada. Las altas cortinas de color rojo intenso que cubrían la pantalla resaltaban sobre las alfombras y tapetes cafés de pisos y paredes. El cine se veía enorme. Debajo de la cortina de la pantalla, una tarima elevada a más de metro y medio y alfombrada servía de cama para ver, acostado sobre ella, las peripecias y destrezas de los luchadores en la gigantesca pantalla. Había tres niños cuando entró que ya jugaban mientras comenzaba la película; rápidamente se unió a ellos; ahí comenzaron a rodarse y simular llaves mientras gritaban “yo soy el Santo” o “yo Blue Demon” a la vez que otros vociferaban que ellos ya habían pedido esas identidades. Era fácil que las monedas de los bolsillos salieran rodando y él lo sabía, y entre caída y caída aguzaba la vista para recoger las que se escapaban de los pantalones o shorts de los enemigos y las depositaba en su mochila. Poco a poco la tarima se llenó de niños y casi todos participaban en la batalla campal amistosa como preámbulo de la historia en cuestión. Por fin se apagaron las luces y las cortinas se partieron como en un teatro; los niños buscaron dónde acostarse al pie de la pantalla, los espectadores se acomodaron en sus butacas y la luz azulada trazó un halo casi vivo que cruzó la sala. Alguien, cerca de la cabina de proyección, manoteó en la luz y se formaron sombras caprichosas en la pantalla. Se escucharon risas hasta que el operador amenazó al aire y la imagen volvió a proyectarse completa. Entonces la concurrencia disfrutó la mitad de la historia entre risas, asombros y descalificaciones hacia la trama y los personajes. De pronto se encendieron las luces y muchos corrieron a comprar y otros se dirigieron a los baños. Los niños, exaltados por la acción de sus héroes, seguían aguerridos en tremendos combates que no llegaban a terminar en pleitos. Él ya había hecho amigos y juntos fueron por refrescos y palomitas para volver al cuadrilátero ficticio donde recogió algunas monedas más mientras la hacía de referí. Así pasaron dos películas. La sala se fue quedando vacía al terminar la matiné y antes de continuar las películas de la tarde. Se le ocurrió esconderse detrás de las cortinas laterales de la pantalla para que no lo sacaran. A veces abrían la puerta de emergencia contigua a la pantalla y la luz del día se colaba insolente pero esa vez los clientes salieron por la puerta principal. Durante las siguientes películas se sentó en las butacas de la sección alta. Desde ahí observó las parejas que ni volteaban a ver las imágenes que se proyectaban, los rondines de un empleado y al señor que manejaba las máquinas desde su cueva a medio iluminar. Se comió las tortas y el pan. Durmió un rato entre película y película. Cuando notó que ya terminaba la última, pues ya la había visto dos veces, se escurrió a esconderse detrás de las cortinas y se quedó quieto por mucho tiempo. Cuando por fin decidió asomarse, ya el cine completo era oscuridad casi total; una luz tenue se colaba por la entrada de la izquierda. El aire acondicionado había dejado de trabajar y el calor empezaba a sentirse. Caminó sigilosamente. Comprobó que no había nadie. Se arrastró sin hacer ruido hacia la salida. Las puertas estaban cerradas. Se mantuvo expectante por unos minutos pensando en qué hacer; posiblemente saldría hasta el otro día. Recordó la barra de dulces y caminó a ella: había chocolates, conitos de mantequilla, palomitas, lunetas, refrescos, chamoys y cacahuates. Llenó su mochila. Luego se sentó y comió lo que pudo. Una lámpara de mano se encendió desde la taquilla y su luz paseó por el lobby de forma aleatoria. El velador parecía haberse despertado. No movió ni un dedo hasta que la luz regresó a su origen y se escuchó el cerrar de una puerta. Volvió a comer y beber de aquel manantial. Cuando no pudo comer más, gateó hacia la sala del cine pero la tremenda oscuridad y un sonido hueco del recinto imponía un miedo atroz. Decidió quedarse sentado en la entrada a la sala; si el cuidador rondaba el inmueble le daría tiempo de esconderse detrás de las cortinas, y si se dormía, no despertaría en aquella cueva gigante. Abrazó su tesoro y cerró los ojos hasta que se durmió en posición fetal. Despertó antes del amanecer y volvió a sentir el miedo al ver hacia el interior. Caminó lentamente hacia la entrada cuidándose de no ser descubierto. Estaba cerrada. Repasó nuevamente el exhibidor y tomó más dulces. Pasó al baño y regresó a su lugar estratégico hasta que escuchó salir al velador. Corrió a esconderse a la cortina dejando un resquicio para ver qué ocurría. Escuchó que alguien barría el cine. Cuando volvió a quedar vacío, se apostó entre las butacas de la línea más alta y desayunó unos chocolates blancos pastosos con nueces. Así estuvo entre los asientos y aquel calor creciente moviéndose lo necesario para no entumecerse. Pasaron horas de aquella quietud desesperante. Escuchó claramente cuando alguien caminaba hasta la cabina de proyección. Siguió tumbado entre la última fila y la pared. La gente comenzó a entrar y decidió acomodarse en una butaca; como había pocos clientes esperando la película, pensó que si salía, el de la entrada podría sospechar algo. Mejor esperó y fue al baño. Regresó a ver la primera película y, cuando por fin terminó, aprovechó para salir a la calle entre los cinéfilos que ya se marchaban.