Mitos, cuentos y leyendas sudcalifornias: RELATO IMAGINARIO DE LA ZONA DEL SARGENTO Y LA VENTANA, LOS PLANES, B.C.S.
La luz mortecina del atardecer bañaba con colores ocres las laderas de mesetas adornadas con cardones y pitahayas que, alzando sus brazos espinosos, semejaban abrazar el fresco ambiente del desierto, cuando las horas cálidas del verano son desplazadas por una quietud embriagante, una calma estacionada tan sólo por unos minutos en que los estertores del calor dan paso a las sombras perpendiculares y los valles y cerros de la península atesoran un momento embriagante entre el atardecer y la llegada de las tinieblas con sus vientos susurrantes propios de esas horas. Una partida de lugareños de El Sargento se abría paso entre las choyas y ciruelos de chuniques en la distancia; gritaban y se movían ágiles, alineados para peinar la zona. Algún destello delataba que, con las lámparas de mano, se internarían aún más en el desierto por las siguientes horas. Buscaban a Pedro.
Pedro contaba con dieciocho años cumplidos. Su retraso mental lo compensaba con una extraordinaria fuerza física; hijo de pescadores, laboraba en esos enseres desde que tenía memoria. No asistió a la escuela y muy pequeño acompañaba a su padre y tíos a la pesca del tiburón. Sabía tejer redes, filetear pescados, hacer tortillas de harina y preparar café, tender los filetes al sol y aprovechar la piel del tiburón para sacar filo a los cuchillos. Su fortaleza física le permitía cargar un motor fuera de borda de 60 caballos solo. Una vez lo retaron a cargar dos al mismo tiempo; curiosos y retadores lo siguieron hasta la base de madera donde se sitúan los motores para a repararlos o darles mantenimiento. Se colocó uno debajo de cada brazo y los ahí presentes desatornillaron el agarre del motor a la madera. Los levantó, con mucho esfuerzo, para sorpresa de los mirones. Pedro fue más allá y llevó ambos motores en vilo hasta un cuartucho de maderas viejas que se encontraba a casi treinta metros. No hablaba mucho y era obediente y respetuoso. En su hogar le enseñaron a trabajar y aprovechar su magnífica fuerza física en labores de pesca, recolección de leña y atención al ganado vacuno de la familia.
Nadie sabía a ciencia cierta qué pasaba con Pedro de vez en cuando; su tranquilo ser se transformaba de buenas a primeras. Como si algo lo asustase, Pedro vociferaba aterrado y huía de lo que veía. Gritaba y manoteaba con los ojos desorbitados al aire. Muy pocos podían impedirle que huyera en dirección aleatoria y sus familiares se veían en la necesidad de formar una partida para buscarlo, la mayor parte de las veces en el desierto. Sus cambios de conducta los experimentaba de noche o llegando ésta. Pedro corría despavorido, alucinando y gritando improperios, muchas veces descalzo, entre los arbustos y cactáceas rumbo a La Ventana. Se perdía por horas en la oscuridad del desierto a merced de manadas de coyotes y pumas solitarios, de posibles encuentros con víboras cascabel o coralillos, con las espinas de las pitahayas y choyas, con toros y vacas que deambulaban buscando remanentes de pasto fresco, con sus ojos como puntos brillantes bajo la hermosa luz plateada de la luna. Si la partida lograba darle alcance, se necesitaba la fuerza de cinco hombres para sujetarlo y subirlo a la batea de la camioneta de su padre. Cuando lo localizaban, lo cercaban con miedo, se abalanzaban sobre él, y Pedro se retorcía, vociferaba, gritaba, se defendía y la calma aparente del desierto se rompía por sus gruñidos y gritos lastimeros, por el forcejeo y las órdenes de su padre, por el suplicio de sus familiares, por el empleo de fuerza de parte de ambas partes, una para librarse y seguir huyendo, y la otra, para asirlo, untarle alcohol y sobarle las sienes para tranquilizarlo.
Pedro veía algo en el aire. Le rehuía, trataba de golpearlo y seguir huyendo y en la huida se lastimaba, se raspaba, las espinas se clavaban en su cuerpo y los puños sangraban por los golpes asestados a lo invisible. Varias veces le dieron alcance a la altura del panteón de La Ventana, otras hasta la Noria. La vez que se perdió dos días y una noche, alguien lo vio por Las Canoas, lleno de piquetes de abejas y cubierto de ramas. Otras lo encontraron en un pozo de La Calera o trepado en un palo San Juan, llorando de miedo y golpeado en casi todo el cuerpo.
Cuando lo encontraban, avisaban a su madre y la llevaban hasta donde se encontraba Pedro. Trasladaban a ambos a la capilla de la Virgen que se encuentra en el crucero de Los Planes y la desviación hacia El Sargento. Ahí, Pedro se calmaba. Su madre le acariciaba la cabeza y rezaba. Lo colocaba en su regazo y, como cuando era niño, le susurraba cosas que sólo ellos dos sabían. Así permanecían largas horas dentro de la capillita, bajo las ondulantes figuras que proyectaban las flamas de muchas veladoras depositadas por creyentes.
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