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Nonato

Escrito por Patricia Valenzuela Lugo en Miércoles, 20 Julio 2016. Publicado en Literatura, Poesía

A los pocos días que le hice saber que estaba embarazada, David concertó una cita en uno de esos lugares en los que dan solución a este tipo de  “problemas”.
 
No se me olvida el mes y el día, ¿cómo podría? Enero 26.
Ese día nos trasladamos a la periferia de la ciudad, él –David-, me dijo que era un lugar seguro, que  un amigo se lo había recomendado.
Cuando llegamos y nos estacionamos frente al edificio de dos pisos, la sangre se me heló e instintivamente me llevé las manos al vientre. Era un lugar solitario, de fachada gris, sucio, con pocas ventanas. No vi que nadie transitara en ese momento por las calles del barrio. Ni siquiera recuerdo bien la hora, pero estoy segura que el sol ya había caído, aunque aún no oscurecía por completo.
Nos bajamos no sin antes mirarnos él y yo, como si quisiésemos darnos una última oportunidad para alejarnos corriendo de allí. Sin embargo no fue así. Bajamos y David tocó el timbre; segundos después una voz de mujer mayor a través del intercomunicador, le preguntó un número que él le dio de inmediato y tras unos instantes la puerta se abrió en automático.  Dentro reinaba un silencio molesto, de esos que aturden, donde se tiene la sensación de que los otros escuchan nuestros pensamientos. El ambiente era tan frío que sentí miedo y me detuve, mi corazón retumbaba y sus ondas rebotaron en las paredes ásperas del inmueble. David tomó mi mano y sentí arrastrarme hasta una salita donde me pidieron mis generales y luego nos invitaron a que tomáramos asiento.  
En la radio,  una canción de los Rolling Stones, “Satisfaction”-que me suena desde entonces en la memoria-,  era tarareada quedito por la recepcionista a la vez que introducía la información en la computadora. David y yo permanecíamos callados, cada uno hundido en sus pensamientos, esquivando nuestras miradas, sin el valor de vernos a la cara.
Tras un tiempo considerable, otra enfermera, joven y de buena apariencia, con voz gentil, dijo mi nombre y me indicó que pasara a la siguiente habitación. Me levanté como autómata dejando atrás al que hasta ese momento creía el amor de mi vida y con él dejé también muchas ilusiones; que ahora comprendo no he podido recuperar. Ya dentro, me entregó -la misma enfermera amable-, una bata de un blanco desgastado y señalándome el baño, con su delicada y autoritaria voz me dijo: “desvístase de la cintura para abajo”. Obedecí, ¿qué otra alternativa tenía?
Al salir ya con la bata puesta, seguí a la enfermera a otro cuarto, el más sombrío de todos. Ahí estaba la mesa donde se llevaría a cabo el procedimiento -¿por qué me cuesta tanto pronunciar la palabra aborto?- Junto a ella, otra mesa pequeña con algo de instrumental, gasas, un tubo delgado de plástico, un bote de metal, “para los desechos” –pensé-.
Sentí pánico  y sin voz emití el más terrible grito de desesperación pidiendo ayuda. Volví a llevarme las manos al vientre -aunque la verdad no sé si todo ese tiempo las mantuve en este lugar de mi cuerpo- como protegiendo al pequeño ser que todavía me habitaba, de mi misma-.
Tras la única ventana del cuarto, por el resquicio que entre dejó ver la cortina amarillenta que pendía del marco sin cortinero, logré ver que afuera llovía, llovía a cántaros. Acto seguido, la enfermera me ordenó que subiera a la mesa y me recostara, yo seguía todas las indicaciones sin chistar.
El frío que invadió mi espalda recorrió todo mi cuerpo hasta nublarme el pensamiento, o quizá esto último fue debido a la inyección que me aplicaron en el muslo.
Perdí la noción de la realidad y a partir de ese instante y por no sé cuanto tiempo lo único que identifiqué fueron sombras y las únicas voces que escuché sonaron como  disco tocado a revoluciones menores, casi todas ininteligibles
Recuerdo unas manos grandes, toscas, frías –todo era frío en ese lugar-, tocarme y levantarme ambas piernas para dejarlas sobre unas pierneras. Luego esas voces entre ellas se comunicaron y hasta creo que rieron. Un líquido me escurría abajo, al parecer hacían la asepsia, luego colocaron una sábana sobre mi abdomen. Escuché también ruidos de pinzas y un aspirador echado a andar.
Mi vista estuvo fija todo el tiempo en la lámpara cuyas luces danzaron frente a mi en forma de rostros de niños que me sonreían mientras otros  lloraban a la vez. De pronto, sentí que algo en mi interior se colapsó, un intenso dolor me invadió y escuché que algo parecido a un gemido salía de mi boca. Fue hasta entonces  que me reconocí y tomé conciencia de lo que había dado inicio. A la par, todo empezó a girar con una rapidez inimaginable. Quise vomitar pero no pude.  Me sujeté entonces de las agarraderas, cuya única función es esa, ser asidas por manos temblorosas que buscan con desesperanza un poco de seguridad. Escuché carcajadas, llantos de recién nacidos, gemidos. Vi el rostro de David haciéndome el amor. Tuve sus promesas de amor susurrándome al oído. Me vi con él en el parque que frecuentamos tantas veces y donde hicimos planes para un futuro juntos. En ese parque decidimos hasta el nombre de nuestros hijos. Todo era tan distinto, él, David,  en ese maldito momento esperando afuera pensando no sé que cosas y yo sobre esa mesa, dejé la parte más grande de mi entonces vida.
Qué cobardes fuimos.
¿Pero por qué? Quizás porque éramos estudiantes universitarios con un futuro prometedor, con una basta cantidad de planes profesionales. O porque el compromiso que él tenía con su esposa fue más gran que el amor que dijo sentir por mí y sí, siempre le creí. O simplemente porque la única cobarde fui yo. La que no quiso defraudar a quienes confiaron en mi. La que no quiso perder su independencia. La que no deseó verse envuelta en el qué dirán. La que se avergonzó de haber pisoteado los valores morales y tradiciones familiares. Sin duda fui yo la única culpable, nadie más.
De pronto así como inició, el dolor se fue. Todo ruido cesó. Las paredes y el techo dejaron de girar. Las luces se volvieron a reflejar con nitidez en mis pupilas obligándome a entrecerrar los párpados. La voz gentil me trajo de vuelta al mundo real y con ayuda de sus manos suaves y delgadas me prestó ayuda para incorporarme.
De soslayo pude ver gasas impregnadas de sangre roja y brillante. Las arcadas y el vómito se sucedieron de manera casi simultánea. Cuando el malestar paró, bajé despacio de la mesa, entré de nuevo al baño y me vestí. Al salir, otra mujer me entregó un paquete que contenía pastillas anticonceptivas  y me indicó la forma de usarlas. La verdad, no le presté atención. Me sentía vacía y dolorida.
Después fui conducida a un cuarto donde había otras mujeres, la mayoría jóvenes también. Me recosté en un colchón o un tapete, no lo recuerdo con certeza, y cubriéndome el rostro con mis manos, por primera vez lloré unos instantes. Cuando una mujer más del personal se cercioró que estuviera en condiciones, me hizo saber que podía salir.
De prisa y sin ver a mi alrededor salí y justo frente a la puerta, del otro lado, parado, con el rostro desencajado y el cabello ligeramente despeinado, David. En silencio nos abrazamos fuerte y lloramos en silencio, tragándonos cada uno el dolor que nos invadía, sin mediar una sola palabra. Estoy segura que fue desde ese día que perdimos la capacidad de comunicarnos.
Salimos del edificio. Afuera la noche era cerrada mas ya no llovía.
 
El regreso a casa fue triste. Sin ilusiones, sin planes, tal vez ya sin amor. En la radio sonó irónicamente la canción con la que David y yo nos enamoramos, The flame, de Cheap Trick.
Empezó a llover de nuevo. Tras el cristal, bajo una ciudad lluviosa y muchos kilómetros atrás, se quedó hecho jirones un pequeño corazón que me visita todas las noches preguntándome por qué no lo quise, por qué lo maté.
La relación con David nunca volvió a ser la misma, no porque él no lo deseara; fui yo la que se alejó. Él terminó por cansarse y ya no me buscó.
Pocas veces nos hemos encontrado y cuando  ha   sucedido, es en restaurantes, los mismos que fueron nuestros preferidos. Él va a acompañado de su esposa y de su pequeña hija. Yo voy en compañía de amigas. Nos miramos y hacemos como que nunca nos conocimos, como que nunca nada nos unió.
 
Tal vez siempre fue así.

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