AGUA LA BOCA: ¿PERO QUÉ COMÍA SHAKESPEARE PARA ESCIBIR ASÍ?
William Shakespeare era un chico del campo, había nacido en Stratford-upon-Avon, en el corazón de la Inglaterra rural el 26 de abril de 1564, y ahí vivió hasta que un buen día de 1590 decidió ir a probar suerte a Londres.
Shakespeare quería escribir, actuar, dirigir y conquistar la fama del teatro, así que decidió acercarse lo más posible a este medio, y comenzó desde la banqueta. Uno de sus primeros trabajos consistió en servir como mozo de caballos, ofreciéndose a cuidar los de aquellos espectadores que por este medio llegaban a ver las funciones de los teatros cercanos a la rivera de Támesis. Poco después, el poeta pudo dejar la calle logrando colocarse como actor, como un muy buen actor, por cierto; parece ser que luego todo fue cosa de demostrar su gran talento, exquisita elocuencia y fina intuición; su asombroso conocimiento de la naturaleza humana, de sus virtudes y sus vicios. Su perfecto dominio de la palabra.
Por los pocos peniques que recibiría como mozo de caballos, Shakespeare puede haber comido en un triste bodegón una taza de caldo, un pedazo de pan negro y poco más…
Pero las penurias alimenticias terminaron pronto, la fama de William creció con agradable ritmo y su paladar pudo acostumbrarse a los refinamientos típicos de la cocina renacentista inglesa.
El mundo Isabelino tenía mucho que ofrecer en términos culinarios, desde el reinado de Enrique VIII, los grandes pasteles de carne y las piezas asadas de gran formato eran los personajes principales del banquete real, de hecho, a este gordo rey le gustaba tanto la carne que cuentan las viejas lenguas londinenses que en una ocasión, sus cocineros le presentaron la parte trasera de un buey, - o sea, el lomo y las piernas, ¿nos lo podemos imaginar?- Tan perfectamente asados y de tan admirable monumentalidad, que el rey se emocionó muchísimo con esta pieza, al grado que en el acto sacó su espada y la nombró“Sir” (caballero) y así es como desde entonces se le ha llamado: sir –loin of beef. El corte más regio, sin duda.
En tiempos de Shakespeare, la refinada hija de Enrique, la poderosa e inteligente reina Isabel - que era toda una dama- mandó a la corte entera a lavarse las manos con agua de rosas antes y después de las comidas y extendió el uso de la vajilla de plata maciza para hermosear los pastelones de caza, los puddings de arroz, los capones al jugo de menta (los capones son hasta la fecha, pollos jóvenes, capados antes de los cuatro meses para engordarlos tiernamente) manos de cerdo en jugo de naranja. Si estaba cercana la fecha del día de San Miguel, se sacrificaría una oca o ganso bien gordo que también entraría al salón en su bandeja de plata.
Para terminar, si Shakespeare había sido invitado a la corte de su admiradora la reina, seguramente habrían coronado el convite con cremas, confituras y gran variedad de pastelillos de nata, frutas secas y frescas y algunas (o muchas) copitas de jerez, de robusto vino de Burdeos, o de claro vino de Gloucester. La bebida, que como siempre suele condensar la virtud de la verdad y el adorno de la vivacidad, tenía un gran valor para el Bardo Inglés, como lo refleja en “Falstaff (que nunca ha sido el ídolo de nadie, entre otras linduras, por machista):
«A fe [dice de Juan] que este mozo impasible no me aprecia, ni hay quien le haga reír. No es de extrañar: no bebe vino. Estos jóvenes tan sobrios no llegan nunca a nada, pues se enfrían tanto la sangre con bebida floja y comen tanto pescado que pillan una especie de clorosis masculina y, cuando se casan, sólo engendran mozas.
Suelen ser necios y miedosos, como algunos lo seríamos si no fuera por los estimulantes».
En fin, que no se privaban de nada ni tenían temor del colesterol, el azúcar o la sal… ¡Qué días aquellos! Cuando el amor era una cosa tan cercana a los placeres de la mesa que los versos de Venus y Adonis parecen acercarnos a ella:
«Aún con esto mi amor por ti sería grande,/ pues del dulce alambique de tu admirable rostro/ se desprende un perfume que hace amar al olfato./ Qué gran banquete fueras para el sentir del gusto/ tú que puedes nutrir a todos los sentidos!/ ¿No desearían estos por siempre este festejo,/ diciendo a la Sospecha de cerrar bien la puerta?».
¡Oh, gran Shakespeare, si no tuviera yo tanto moderno respeto por la dieta balanceada, si pudiera seguir tu ejemplo!
Escribiría mejor.
Para saber más : http://servicios.elcomercio.es/gastronomia/firmas/090319.htm