Y seguimos pidiendo la palabra: DE LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO XXVII y XXVIII (14-Jun-14)
27
Abrió los ojos. Volteó para ver si Helena seguía a su lado. La contempló por un rato. Se levantó de la cama para darse un regaderazo. Después se vistió sin hacer ruido, pues se le había hecho tarde: sus alumnos lo esperaban.
Tomó el paraguas. Bajó las escaleras, deseando que nada se le hubiera olvidado. El estacionamiento estaba casi vacío. Caminó aprisa, sacando las llaves del coche. Forcejeó un poco con la hendidura; al final abrió con cierta facilidad. Aventó el maletín en el asiento trasero, subiéndose lo más rápido que pudo. Trató de encender el motor, sin lograrlo. Lo hizo un par de veces más, desesperado. Se quedó quieto, respirando por pausas para no angustiarse. Se relajó, hablándole al auto como a un hijo. Giró la llave de nuevo y el motor arrancó. Pisó intermitentemente el acelerador para agilizar el calentamiento. De pronto, sintió un hervor que le subía por el esófago, deteniéndose en la garganta. Volteó para ambos lados: no había nadie. Por instinto, tomó el paraguas. Sus ojos se movían de un lado a otro, ubicando un punto. Sólo se oía el rumor de la ciudad, acompañado de los cláxones, el ulular de las sirenas escudriñando el siniestro más reciente. Soltó la palanca de velocidades y el auto se enfiló a la avenida principal. Veía a sus costados cómo árboles, anuncios, espectaculares, personas, pasaban como si hubieran dispuesto pantallas gigantes proyectando a toda velocidad imágenes oníricas.
Bajó del coche. Sus pasos parecían zancadas; alguien preguntó por qué iba tan rápido. Se sintió aliviado cuando se encerró en el cubículo. Sus alumnos debían estar extrañados. Estuvo quieto unos minutos, hasta que tomó sus cosas para perderse en el pasillo principal de los salones.
Al terminar sus clases, Jano se hallaba más tranquilo. No obstante, en el fondo quedaba el sentimiento de que algo andaba mal. Después de atender a uno de sus estudiantes, decidió que era hora de retirarse. Pensando en las tareas encomendadas a los muchachos, arribó hasta su auto. Una vez dentro, respiró hondo, dejó caer los hombros, como si con ello exorcizara el estrés que amenazaba con hacerlo estallar. Alzó la mirada, topándose con un papel en el parabrisas.
—¿De nuevo? —gruñó.
Se bajó para tomarlo. Con la garganta apretándole las palabras, Jano desdobló el papel:
Hoy no dejé desayuno. Lo siento. Haré algo mejor que eso. Me llevaré a su cocinera.
28
Subió las escaleras de dos en dos. Algunos vecinos se asomaron entre las rendijas de las puertas, creyendo que algo malo pasaba en el edificio. Llegó abriendo con brusquedad. Examinó la recámara, la cocina, el baño, sin encontrar nada. Desesperado, fue a la salida, pero se detuvo en seco: ahí estaba Helena con bolsas del supermercado en ambas manos. Se abalanzó sobre ella, dándole un fuerte abrazo.
—Espera, ¿a qué se debe la euforia? —dijo, exaltada por la sorpresa.
—No sabes el gusto que me da verte.
—Eso veo, ¿por qué?
Jano arqueó los labios para soltarle de una vez por todas lo que ocurría. Los ojos de ella se metieron en los suyos, averiguando. Sin embargo, se dio cuenta de que no quería darle un dolor tan grande.
—No, es que me dio gusto verte.
—Tú no me recibes a diario de esta manera, dime qué pasa.
—Es que tuve un mal sueño, una alucinación…
—No me engañes, hay algo más.
—De verdad, Helena, me asusté.
—¿Por una pesadilla?, ¿te dormiste en el trabajo?
—Pues sí, en el cubículo, una pestañeada.
—Jano, dime qué pasa.
—No hay nada…
—Está bien, aquí lo dejamos, no insistiré.
—Mejor cuéntame cómo te fue.
—Mi papá me invitó a colaborar… ¡No cedí!, ¿para qué pones esos ojos?
—Disculpa, me desconcerté.
—¿Cómo aceptarle un trabajo sabiendo que no quiere que esté contigo?
Él la miró con un remolino de ideas dispuestas a entrar en combate, pero cerró la boca. Helena agarró las bolsas, colocándolas sobre la mesa.
Un poco más relajado, se sentó frente a la computadora. Helena había quedado insatisfecha con sus argumentos. Tarde o temprano debía hablar. La pantalla mostró un correo de Polo, donde narraba brevemente que la denuncia en contra de Federico fue inoportuna por no habérsele encontrado pruebas categóricas. Le había contado además a Cirse toda la situación; ella no creyó, argumentando entre risas que Federico podía ser un hijo de puta, menos un secuestrador. Por eso había renunciado continuar con la demanda para evitar una desgracia. De Rocío sólo obtuvo una llamada de diez segundos para que supiera que estaba bien. Federico permitió el contacto sólo para que dejara la idea de mandarlo a los tribunales. “Más bien te asustó”, dijo entre dientes Jano. Los famosos paquetes seguían en su casa, D había desaparecido y, lo peor, estaba sin empleo.
Cerró las ventanas del chat para abrir el procesador, con la esperanza de que la novela brotara como un ojo de agua. Igual que otras noches, Jano se quedó con los dedos en el teclado. Escribía una frase e inmediatamente la borraba. Estaba ausente esa primera frase que lo ayudara a desbocarse por varias semanas. El cursor seguía latiendo, como un insecto. “Carajo, ni una palabra.” Finalmente, tomó el ratón para salir del sistema sin haber concebido nada.
Entró a la recámara con sigilo. Sólo se escuchaba la respiración de Helena. Se inclinó un poco para observarla; acarició los cabellos. Rodeó la cama para quitarse la ropa. Quería dormir. En ese momento el techo era un buen espacio para buscar respuestas. Primero recorrió las aristas, después toda la superficie, de donde colgaba la lámpara que les había regalado su suegra. Desechó la imagen sustituyéndola por el recuerdo de que en la mañana se levantaría temprano. Planeó trabajar en la computadora desde las cinco de la mañana e incluso imaginó una decena de enunciados para arrancar su libro.