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Y seguimos pidiendo la palabra:EL ROBO(Los Sin Nombre)(26-Jul-14)

Escrito por Miguel Ángel Avilés Castro en Sábado, 26 Julio 2014. Publicado en Literatura

    Muy pocos lo vieron cuando llegó a denunciar el robo. Hombre de principios y poniendo siempre por delante el respeto a las cosas ajenas -no por nada se decía juarista-, enfurecía hasta la médula cuando la gente se apropiaba de algo que no era suyo.

     Esa mañana estaba furioso y no era para menos: cuando apenas clareaba fue a darle de comer a su cochi, tal  como lo hacía desde hace más de medio año. Por poco y se cae de bruces cuando vio el lazo en el lodo y las tablas del chiquero rotas. Empezó a moverse en un pedacito como si quisiera atrapar el espíritu de un animal que ya no estaba. Estiró el cuello para todos lados y nada. Sin perder tiempo, consideró que lo más conveniente era dar parte a la autoridad. Se medio puso una camisa y se dirigió al naranjo donde siempre recostaba su bicicleta grande y vieja de color rojizo. Se le tiró a los cuernos e impulsándose en un pedal salió rumbo a la base de la policía ministerial más cercana. No respetó semáforos, ni cuatro altos, tampoco baches ni charcos de agua. Si acaso se detuvo en una guarnición, fue para sacarse a tirones la bastilla del pantalón que la había mordido la cadena de la bicicleta.

    Con la espalda empapada de sudor llegó a su destino. Acomodó su nave a un ladito de la puerta y fue hacia el primer agente que observó. Le contó angustiado lo del hurto. El agente no levantó la cabeza, pero si su brazo izquierdo: pásale ahí con el comandante par...y pasó dejándolo con la palabra en la boca.

   El comandante que lo recibió, era de cabeza grande y mejillas agrietadas. Portaba los pantalones más arriba del ombligo y solía traer, como costumbre, un picadientes en el extremo de su boca. Llevaba más de diez años en la corporación. Había logrado ingresar después de trabajar por unos meses en una distribuidora de libros  haciendo el aseo y antes como chofer en una panadería.  Sus ingresos eras raquíticos en estos dos empleos, así que buscó la forma de enlistarse como agente, una aspiración que lo perseguía desde la adolescencia cuando miraba a su vecino salir todas las mañanas en su mustang y enfundando en el borde de la ingle su 9.milímetros con cacha de carey.

   Pero luego de atender el llamado de convocatoria que lanzó la Procu y pagar una buena cantidad de dinero para no hacer los exámenes, llegaba el primer día como agente. Dos meses transcurrieron para que le dieran su primera arma. Tres para que amenazara con ella a un conductor que osó atravesársele a su carro una tarde de verano y un año para que le encomendaran una jefatura de grupo.

   Lo comisionaron a la Agencia especializada en perseguir delitos de robo y desde entonces se encuentra en esa área, aunque ahora lo hace como comandante, un cargo que le llegó en el anterior sexenio como recompensa por haber esclarecido, con la discreción debida, el robo de una bicicleta de montaña y un nintendo de un hijo del procurador que tenia fuera de su matrimonio.

   Todavía recuerda como lloraba detenido cuando le vendaron los ojos y le dijeron que lo iban a matar y luego lo iban a tirar en un basurero para que se lo comieran los perros. Entre suplicio y suplicio, terminó diciendo desesperadamente que los objetos los tenía guardados en la casa de una hermana, pero que no se los había robado, que juraba que se la había regalado el procurador porque se lo estaba cogiendo.

    El comandante recuperó las cosas y después de tres días de mantenerlo encerrado, lo soltó con la condición de que si abría la boca, entonces si cumplirían la amenaza de matarlo y tirarlo en el basurero.

    Al superior, le repitió la historia: pereseahí, oritaloatiendo, le pidió, indicándole con el dedo hacia el cuarto aledaño. Ahí esperó por un buen rato. Inquieto, movía sin cesar su pie derecho. Pensaba en la suerte que estaría corriendo su animal. Y es que, si al principio fue para él una simple inversión, ahora también le guardaba cariño. Juran los que lo vieron que cerraba los ojos y aseguraba que veía al animal extendiéndole sus pezuñas en franca petición de auxilio. En ese trance estaba cuando se paró junto a él un agente de oscuras gafas, recio, con pistola al cinto  y sin la menor delicadeza lo increpó: ¿y tú? Iba a contar la desaparición de su cochi cuando sobrevino el interrogatorio: ¡habla cabrón! ¿Qué hiciste? Le preguntaba el agente de pecho inflado y peludo. Medio completó algunas cosas: que un cochi, que el comandante, que él no...Pero su improvisado fiscal ya no daba concesiones. Le propinó unas cachetadas y el agredido respondió con un sollozo. Ensordeció. Por su cabeza, hecha un mar de confusiones, desfilaban Juárez, las instituciones, su cochi, la bicicleta que yacía afuera, el agente de la puerta, el comandante que no entendía y esa ofensa que ahora estaba recibiendo.

   En el otro cuarto, el comandante, abstraído en su pasatiempo favorito,  resolvía crucigramas. Si escuchó un quejido, ni se inmutó.

   Otro agente, cables en mano, decidió sumarse al interrogatorio. Ya no tarda en decirnos todo, le confió el primero al recién llegado. Parece que el güey se robó un cochi o algo así.

   Lo sacaron de ahí y lo condujeron por un pasillo hasta un cuarto en tinieblas donde había unas cajas con expedientes húmedos y anaqueles vacíos. De un empujón lo sentaron en una silla con el respaldo quebrado. Uno de los agentes estiró el cable y se lo enredó en el cuello. Trajo una bolsa de plástico, de esas de la tienda Ley y con ella le cubrió la cara. En un par de minutos el mismo cable avanzaba hacia sus bajos.  ¿Habla o quieres que te achicharremos los huevos, cabrón? le advirtieron. Un lloriqueo y vino otro golpe a la cabeza. Una súplica trajo de nuevo otra cachetada.  Por fin lo dijo todo: un puchero y habló de un tal Anselmo, quesque vivía en la loma pegado al cerro, quesque era su compadre, quesque criaba cochis, que una vez con dos o tres traguitos encima le confesó su amistad y gran querencia; quesque el ahijado y la comadre, que aquella vez y la otra, quesque para rematar le pidió que escogiera un lechoncito de la puerca recién parida, que se lo llevara, que se lo iba a regalar para que lo engordara y luego lo vendiera.

    Ese interrogatorio arreció durante toda la mañana, hasta que un guardia entró intrigado, preguntando por el señor que hacia un buen rato había llegado a denunciar un robo. El comandante, que sí era hombre, de todo le dio razón: Sí, sí...ya sé quién es. Le dije que me esperara allá, y sin levantar la cabeza, apuntó hacia la sala de detenidos. Dicho esto, el comandante levantó la cabeza y, sereno,  preguntó, casi como en un soliloquio, por el  apócope de para.

   Agentes y usuarios iban y venían. El comandante le puso saliva a la punta de la pluma y escribió en el cuadro 16 de las horizontales la quinta y la primera de las vocales. Así, con  la cabeza fija en la revista, estuvo por buen rato. Preguntó como para sí, por la capital de Alemania e impávido, siguió llenando el crucigrama.

    Un agente de tez mulata fue el que lo distrajo cuando dejó caer en su escritorio unos platos con pollo rostizado que le había mandado traer. Cerró la puerta, se quitó la pistola y la puso junto al plato y luego se dispuso a comer junto al resto de los agentes.

   Agarró una pierna de pollo con doble tortilla y la mordió con fervor. Levantó la mano y apuntó hacia un bote con chiles jalapeños. Un agente, solícito, se los alcanzó y, por un rato privó el silencio, interrumpido acaso por el destape de un refresco o el eructo de uno de los comensales.

  Tocaron a la puerta y un agente con la rabadilla de pollo en la mano se dispuso a abrir, al tiempo que se limpiaba la boca con su antebrazo. Frente a ellos tenía ahora a dos agentes y a un hombre esposado desde sus muñecas a los pies. El comandante empuñó su pistola y la metió a su funda. Comandante: aquí está este 60, ¿5-7 ó 41 con el 30 coca? Lo detuvieron en la calle ahorita en la mañana cuando traía una copa de un carro y un cochi en el sobaco.

     _ Haz el parte y 41 con el 30 coca y me dejas la materia aquí en mis oficina, ordenó el comandante y les cerró la puerta. Volvió a quitarse la pistola  y siguió comiendo. A los minutos, empujó el plato y se levantó sin mediar palabras. Se fajó la pistola, se empinó un trago de refrescó y salió de ahí, mientras  los agentes se disponían a levantar los huesos que quedaron en la mesa.

   El comandante cruzó el pasillo y se metió a la sala de detenidos. Ahí seguía el hombre aquel, sin poder salir y  en espera de ser llamado para que presentara la denuncia por el robo de su cochi. El comandante lo vio: tenía las mejillas enrojecidas y el cabello desordenado. El labio superior estaba hinchado y de su frente escurría un sudor pegajoso. Frotaba sus manos morenas impacientemente. ¿Y ahora tú qué quieres? cuestionó el comandante. Quiero presentar la denuncia, indicó el hombre, mientras abrochaba los botones de su camisa.

El comandante esbozó una sonrisa y movió la cabeza. Vente, le dijo y lo llevó hacia la agencia del Ministerio público.

Eran las dos de la tarde. Afuera una resolana arropaba a los carros que estaban en el estacionamiento. Una señora de sesenta años, acompañada de dos mujeres gordas y despeinadas, bebía un café y esperaba impaciente noticias sobre su hijo, quien había sido detenido la noche anterior cuando acabada de abrir a la fuerza un carro ajeno. En la caseta telefónica un hombre de espalda larga hablaba con voz estruendosa y frente a él, en la jardinera, un defensor de oficio leía atento el periódico del día.

  Adentro el hombre iniciaba su declaración. Él contaba y la escribiente, una joven de prominente escote y cabello negro cortado en capas, escuchaba sin voltearlo a ver.  

     “Que hace como seis meses su compadre le regaló un lechoncito para crianza y que desde entonces lo tenía encerrado en un chiquero que él mismo construyó. Para engordarlo le daba lavaduras y de vez en cuando también le daba salvado. El animal ya estaba gordo y rosado de la panza que hasta ganas daban de hacerle cariño, pero hoy en la mañana que fui a verlo, cuál sería mi sorpresa, que todas las tablas del chiquero estaban rotas y mi puerquito ya no estaba. Busqué en los alrededores porque pensé que se había salido pero nada, ni sus luces. Fue entonces que agarré mi bicicleta y decidí venir para acá a poner la demanda, pero cuando llegué….”

  La mujer chichona imprimió unas hojas y le pidió que firmara donde ella había puesto una cruz. El señor obedeció y con su mano temblorosa puso su nombre. Nomás quiero que me regresen mi cochi, eso es todo, alcanzó a decir, pero para entonces la funcionaria, dándole la espalda, le ponía chile a unos tostitos Azteca y se disponía a devorarlos.

   El señor abandonó la oficina. En su retirada se encontró con el comandante. Los dos se vieron de frente y se ofrecieron un saludo seco. El comandante iba acompañado de un joven de cejas pobladas y pómulos saltados. Su pelo estaba   cortado a rape como el de un soldado, su cabeza era pequeña y la frente la tenía  hundida.

   El señor abandonó el edificio con paso encorvado y lento. El comandante llevó al detenido hasta una oficina donde colgaba una foto del gobernador. Al fondo, encima de tres llantas usadas, descansaba el monitor de una computadora. En el escritorio un altero de expedientes servían de respaldo a una bolsa de cacahuates. En el otro extremo, a una taza se le enfriaba su café, mientras, enfrente, una señora hojeaba con displicencia una revista del espectáculo en espera de que le dictara el funcionario que tenía a lado. 

    El joven ocupó una silla frente la rudimentaria  máquina de escribir. La dama metió la hoja tamaño oficio al rodillo y dio curso al golpeteo de las teclas.       

    El se limpiaba la nariz con su camisa, al tiempo que proporcionaba todos sus datos: que sí, que no, que nació quien sabe dónde, que le dicen como quieran, que designa para que lo defienda a…

     La mujer esperó el nombre, el declarante calló, sus ojos bailaron. La Secretaria lo apuraba. Aquel hizo una mueca. La secretaria se sobó la nuca, tomó un sorbo de café frío y siguió tecleando. De pronto se detuvo y agarrando la bolsa de sabritas, cogió un puño y continuó: “Entonces tú “…y la escribiente anotaba, “entonces así fue”…y la escribiente cumplía con su deber, mientras el funcionario le dictaba.

    El joven nomás asistía con la cabeza. Que se le dio el uso de la voz a la defensa y dijo: que se reserva el derecho de interrogar a su defenso.

    El funcionario interrumpió el dictado y tomó el teléfono: dijo que luego, que sí, que lo esperaran, que las pusiera a helar para cuando él llegara, que estaba por concluir la diligencia. A los minutos se fue.

    La Secretaría sacó las hojas y les separó el papel carbón. Se hizo de una pluma y se la dio al detenido. ¡Fírmale! exigió  y el detenido puso unas iniciales. Es todo, ya se lo pueden llevar, dijo con voz fría. Allá te van a poder ver en la Peni, le informó con desdén misericordioso.

    Agregó la hoja al expediente,  le tiró el agarrón a las sabritas  y, luego de un bostezo, se puso a  buscar  en el catálogo los mejores precios de los cosméticos  para matar el tiempo hasta que en su reloj, premeditadamente adelantado, dieran las tres.

    El comandante y dos agentes llegaron por el detenido. Le colocaron de nuevo las esposas y el comandante pidió que de una vez se los llevaran al cereso.

    Él se echó a caminar por todo el pasillo hasta llegar a su oficina. Abrió la puerta, tomó con pesadez un costal harinero donde yacía un cochi y  salió de ahí cargando el bulto y rascándose los huevos.

  

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