Y seguimos pidiendo la palabra: LOS DIÁLOGOS DEL ORTRO XXXI y XXXII (28-Jun-14)
31
Frente a sus alumnos trataba de enfocarse en los temas preparados, sin lograrlo. Estaba al pendiente del reloj cada cinco minutos. De vez en cuando volteaba hacia la ventana para disipar las imágenes que lo acosaban. Helena se fue sin despedirse: “Tengo que ver a mi papá”, dijo, “así que mejor nos vemos en la noche aquí en la casa.” Sus alumnos lo veían caminar de un lado para otro frente a la pizarra blanca.
—¿Podemos ayudarlo en algo, maestro? —preguntó un muchacho, en tono compasivo.
—Estoy bien —contestó seco para sortear cualquier aclaración.
—Es que lo vemos muy nervioso —insistió otro.
—Carece de importancia.
—Nos gustaría ayudarlo…
—Continuemos con la clase —enfatizó.
Se sentó en el escritorio con el peso de su cuerpo, acompañado de un gemido que más bien fue lamento; fijó sus ojos en el jardín. Los alumnos murmuraban discretamente, compadeciéndolo. Jano, estático, mudo, derramó unas cuantas lágrimas. Su rostro se había endurecido. Tras minutos de expectación, volteó hacia la clase:
—Pueden retirarse… Es verdad, me encuentro mal, ¡qué caray!, que tengan buen día —anunció, poniéndose de pie para ir a la salida.
Sus pasos apresurados acallaron las voces que lo felicitaban por algo de las elecciones. Tenía prisa. Sólo pensaba en su mujer. Fue hacia la calle donde estaba su coche. Metió las manos al bolsillo donde ponía las llaves y luego introdujo el metal para botar el seguro; en seguida giró el encendido. Su mirada se detuvo en el parabrisas donde había un papel doblado. Lo tomó con rapidez. Estaba en blanco; lo estrujó, aventándolo lejos. Debía ir por Helena, seguro todavía estaba con sus papás.
Estacionó el coche a más de una cuadra de las oficinas de su suegro para pasar desapercibido. Tuvo la idea de marcarle al teléfono, pero optó por acomodarse en el asiento del copiloto, donde tendría una perspectiva amplia. Por ser la hora de la comida debían aparecer pronto, pero nunca salieron. Aguardó más de dos horas: ni los suegros ni Helena. Decidió ir al edificio. Preguntó al portero por los dueños del establecimiento del piso tres. “Se fueron muy temprano; la señorita Helena vino por ellos.”
Jano regresó al departamento. Al llegar, fue hasta su computadora. Revisó algunos archivos. Abrió el documento donde estaba su proyecto. Observó la página en blanco para sacudirse la imagen de Helena. Apuntó el ratón hacia los iconos donde revisaría los correos. Había uno de Polo. Dio clic por rutina. En realidad no deseaba leer ni escuchar nada de nadie.
El famoso hombre D se llama Dagnino, o eso dijo. El nombre me remite a algo, pero me falla la memoria. Le tomé fotos a los paquetes. Abrí con cuidado uno de ellos. Te parecerá inverosímil, pero son como balas enormes. Por lo que he investigado, parecen misiles de corto alcance. Las fotos las tengo guardadas en un archivo especial que entregaré a Dagnino. Federico se metió en algo grave y lo peor es que me hundió en su mierda. Sabes, te comento que el otro día me topé con Jacobo Mazuk; no hablamos nada, sólo nos saludamos. Todo fue muy rápido, no le pude hablar de ti.
Se quedó dormido en la recámara; había oscurecido. Se puso de pie de un salto: ¿dónde estaba Helena? Entonces la humedad en la garganta se perdió hasta dejarla seca: el temor había retornado a su cauce. Se puso la ropa trastabillando hacia la salida. Una silueta se asomó en el sofá: era Helena; tenía el control de la televisión en la mano.
—¿Ya te levantaste? —dijo con voz melosa. La frase paró a medio camino porque Jano se abalanzó sobre ella.
—Vaya, otra vez, cuánta euforia, como si me hubiera ausentado por años.
—¿Estás bien?, ¿por qué no me hablaste? Te esperé.
—Sabías que llegaría.
—Me preocupé por ti.
—Sólo visité a mi papá, ni que me fuera a hacer daño.
Jano calló un instante, en seguida contestó:
—Sería incapaz, lo sé.
—Me llamó para ofrecerme trabajo nuevamente; me regresó mi coche.
—Dijiste que te negarías.
—A lo primero sí, a lo segundo no. El coche está en el estacionamiento.
—Como dices, tu papá es muy astuto; te hace ver que sin él eres nada.
—Jano, sólo quiere ayudarme. Además, el auto es mío, lo tengo bien ganado, simplemente lo devolvió. Por otra parte, ya no habla ni mal ni bien de ti, como que lo está tomando con otra actitud. ¿A qué vienen tus preocupaciones?; en los últimos días te has comportado raro.
—¿Tú crees?
—Claro, algo pasa.
—Prefiero no opinar.
—Bien, aquí le paramos. Por cierto, tenías la computadora encendida, vi el correo que envió Polo; ¿misiles de corto alcance?, grave lo que pasa.
—Sí, lo es.
—Los noticieros detallan que tu candidato asumirá la presidencia en unas semanas, ¿por qué Polo dice que ganó el otro?
—No creo que oculten información. Algunos vecinos, mis alumnos, hasta compañeros maestros me felicitaron por el nuevo presidente; lo manejan con mucha naturalidad.
—¿Qué sucederá entonces?
—Ni idea.
—Le comenté a mi papá sobre la situación; se sorprendió.
—¿Qué le dijiste?
—Que según Polo, el otro había ganado las elecciones. Me contestó que era imposible, por más que su deseo fuera ése.
—Helena, ¡te pedí discreción!
—Es verdad, qué pena, se me hizo fácil. Insistió con tantas preguntas sin chiste.
—Pues espero que no tenga implicaciones.
—¿Cómo cuáles?
—Vete tú a saber, con todo esto de que pareciera que la realidad se partió en dos, cualquier cosa puede presentarse. Polo vive una cosa y nosotros otra. Acuérdate de los problemas en los que está metido.
—Tal vez las dos realidades sean la misma cosa, pero no se dan cuenta…
—¿Cómo crees?, lo sabríamos. Allá hay una información y acá otra, eso es claro. Lo que no comprendemos es por qué.
Al amanecer, Helena se había ido. Jano prefirió quedarse.
—Anda, vamos, te prometo que se acabaron los problemas.
—Recuerda que los sábados dedico un poco de tiempo a la escritura —contestó, somnoliento.
—Como quieras, de todos modos me hablas para comer juntos; ahora sí lo cumplo.
32
Llegó al Consejo Electoral a recoger sus últimas pertenencias. Se encontró con Cirse.
—Polo, Federico no quiere verlo ni en pintura.
—Tenía que volver.
—Ya sabe que el hombre tiene sus bemoles.
—¿Por qué dice eso?, ¿ha comentado algo?
—¿Como qué?
—Nada.
—Dígame.
—Olvídelo.
—Me preguntó con mucho interés.
—Déjelo.
—Federico está molesto por lo de la demanda. Dice muchas barbaridades: que lo seguirá metiendo en problemas legales, incluso que usted padece paranoia.
—Vaya, con el hombre.
—Actúa como si tuviera algo en contra de él… ¿Sigue creyendo que se llevó a su mujer?
—Eso fue una fantasía —repuso, mintiendo para desenredar el momento.
—Ya ve, Federico no es tan mala persona, tiene sus cosas, pero no es para tanto. Oiga, por cierto, la tal Keiko perdió su curul —agregó, sarcástica, esbozando una sonrisa de satisfacción.
—¿Ah sí?
—Claro, al final, nadie quiso con ella.
—No le quites el mérito de la originalidad.
—¿Cuál?, más bien sacó la teibolera que llevaba dentro.
Cirse abrió el cubículo para que sacara una pequeña caja, luego se despidió de todos desde el elevador.
Al llegar a su domicilio se estacionó lejos porque la policía había acordonado el área. Extrañado, preguntó a los vecinos qué pasaba. “Llegaron patrullas con una docena de uniformados”, dijeron. Conforme se aproximaba, Polo se percató de que eran agentes de narcóticos. Un par de hombres lo encañonaron, interceptándolo.
—No puedes pasar.
—¿Por qué?, aquí vivo.
—Identifícate.
Polo mostró sus credenciales. El policía las examinó al derecho y al revés, quedándose pensativo; después tomó su radio para dar indicaciones. Miró despectivamente a Polo, volviendo a encañonarlo.
—Estás detenido —espetó el hombre.
—¿Por qué?
—Por tráfico de drogas.
—¿A qué se refiere?
—A eso, idiota, a que traficas con drogas.
—Debe ser un error.
—No te hagas el inocente ni te hagas pendejo; un vecino nos dio el pitazo. Encontramos cinco paquetes repletos de metanfetamina y seudoefedrina.
—Esos paquetes contenían otra cosa.
—Ah, ¿sí?, ¿como qué?
—Misiles —contestó Polo, casi gritando. El agente lo vio con lástima.
—Ajá… y yo soy Batman, ¿no?
—Se lo juro.
—Sin jurar, cabrón, encontramos droga en tu casa, los peritos ya corroboraron.
—Eran misiles, puedo probarlo.
—¿Cómo?
—Tomé fotos de esos paquetes.
—Muéstralas.
—Las grabé en mi computadora y en un usb.
El hombre dudó unos segundos, dejándolo pasar. Seguido del policía, Polo entró apresurado, dirigiéndose al estudio. De reojo observó los paquetes: eran diferentes. Fue a su escritorio para explorar su computadora. Después de unos minutos de búsqueda en diferentes archivos sólo atinó a exclamar:
—No están.
El agente movió la cabeza de izquierda a derecha, haciendo sonidos de burla. Buscó en los cajones: los habían vaciado.
—Pero —dijo—, ¿incautaron todo?
—Nos falta, pero a como va la cosa, ya amarraste tu detención.
—Probaré lo que digo.
—Mira, deja de inventar excusas, ya estás grandecito, en el ministerio público aclararás lo que quieras. A ver, llévenselo. Eres bueno pa’ los cuentos, ¿no, hijo de tu puta madre? —escupió el hombre, golpeándolo en la oreja con la mano abierta.