Anécdota sobre la vejez
Uno de estos domingos calurosos, que desde temprana hora chamuscan el coco, caminábamos mi padre y yo por los corredores de uno de tantos parques descuidados de esta ciudad paceña. No revelaré cifras específicas pero nuestra edad sumada –la de mi padre y la mía- se aproxima muchísimo al siglo y medio, no somos unos adolescentes, eso está claro, por tanto el paso no era de trote, ni tampoco paso veloz. De repente apareció, en sentido contrario y amenazando con chocar, una doñita más o menos caminando a la misma velocidad que nosotros, calculo de una edad cercana a las siete décadas. A los cinco metros ya se le distinguía en la cara una sonrisa entre amable y misericordiosa hacia nosotros. Se detuvo casi de frente y nos frenamos también. “¿Así que haciendo ejercicio desde temprano? Es buena práctica” dijo, sin más ni más como si nos conociéramos de hace tiempo. “Sí, aquí andamos haciendo un esfuerzo”, respondí preguntándome si no nos estaría confundiendo. Para abreviar la charla la doñita lanzó una pregunta que sentí como daga: “Son hermanos ¿no? Se parecen mucho”. Anteriormente, en otras circunstancias había enfrentado preguntas similares y aprendí que lo mejor es no aclarar nada para evitar que al saber la realidad digan sorprendidos: "¡Ah! ¿A poco es su padre?” o la otra: “Pues qué conservado se ve su papá” , que son formas indirectas de decirme que me veo muy jodido. Así que fui escueto: “Si, somos hermanos y muchos coinciden en nuestro parecido”. Los segundos de silencio se me hacían eternos para zafarme de esta incomodidad. Mi padre se ha convertido en un hombre de pocas palabras y parece importarle un comino lo que sucede alrededor. Pero ahí permanecía la doñita queriendo seguir la plática. Como agarrando valor lanzó la puntilla: “Disculpen que los detuviera pero quise conversar con ustedes porque me recuerdan mucho a mi padre” ¡Zas! Era más de lo que podía soportar. “Bueno señora pues me alegra que le traigamos buenos recuerdos, pero le vamos a seguir ya ve que el solecito está bravo ya tan temprano. ¿Usted también va a seguir caminando?”. “No, que va. Yo voy corriendo pero por un kilo de harina para hacer las tortillas del almuerzo, tengo mucho trabajo”. Supongo que nunca pensó en insinuarnos que ella no perdía tiempo en caminatitas “deportivas”. Nos despedimos amablemente y vimos alejarse a la encorvada doñita para quien pudimos haber sido su padre. A veces resulta un poco brusco mirarse en el espejo con el que otras personas nos ven.